Cuida tus pasos y tira tus cartas

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Tira tus cartas

POR GLORIA PALMA

No es que una pretenda hacerse el pequeí±o saltamontes del Kung Fu, pero la vida nos pone a descifrar misterios a los pasos que damos y a las cartas que jugamos.
A ver: ¿qué puede ser más importante entre ganar y controlar el deseo de hacerlo? ¿Entre alcanzar la meta o disfrutar la trayectoria?
En las cartas encontré mi respuesta, muy personal, a lo primero. (Digo personal porque cada cabeza ”es un mundo» y cada persona sostiene su propia cabeza).
La tarde del viernes, en una partida de barajas, tuve que hacerme al impulso esa pregunta.
El juego habí­a empezado con el gusto de estar reunidas cuatro amigas. La fortuna le sonreí­a sobre todo a una de ellas que, de paso, también ha sido la más afortunada —varias veces— en el amor.
¡Sha-ki-ra… Sha-ki-ra… Sha-ki-ra!, gritaban todas a cada desplumadero que nos daba en la partida. Entonces ella se paraba de su silla, alzaba los brazos y los agitaba en una danza mareadora aunque nada parecida al belly dance.
Yo, en tanto, seguí­a concentrada en mi desconcentración que era la que, pensaba, me habí­a dejado casi fuera del juego. Es decir: empecé a tomármelo muy en serio. Reí­a, sí­, ante la desprendida locura de las otras. Pero, en realidad, me aferraba más a ganar.
Tirada tras tirada, perdí­. A cada una, sin embargo, acumulé el coraje suficiente contra mi falta de desprendimiento y mi insana pasión por derrotar a las demás, que llegué finalmente a llevarme el as, el rey, el joto y hasta el comodí­n.
Harta, digo yo, de esa partida, me concentré en el pan, las aceitunas y el queso de la botana. En el murmurante enojo de Mariana por tener que estar haciendo su tarea. En el viejo canario que el barrio envidia porque canta igual de enloquecido que mis tres amigas. En la música ”across the universe» de un disco Putumayo. En el aroma del ”huele de noche» que se desprende desde el atardecer. Y en el simple hecho de estar ahí­, bajo un techo y entre paredes blancas, hasta que, de improviso, fui desconcentrada por otros desaforados gritos.
¡Sha-ki-ra… Sha-ki-ra… Sha-ki-ra!.. Percibí­ que la porra era para mi. Me habí­a llevado, sin buscarlo ni pensarlo, la tirada. Y bailé mi muy personal belly dance; ya no por haber ganado sino por haber podido controlar mi deseo.
Entrada esa noche volvieron mis pasos a la lección, muy parecida, que habí­a recibido varios aí±os antes. í‰ramos un grupo de jóvenes guiados por tres viejos —uno maya, uno huichol y uno navajo-. Habí­amos salido de Matehuala para internarnos en el desierto de San Luis Potosí­. Sin casas de campaí±a y con muy poco abrigo, pernoctábamos con frí­o. Sin sombra ni guarida, caminábamos en fulminante calor con la meta de llegar a Wirikuta, el cerro sagrado.
Cada procesión anual era de siete dí­as. Cada uno de los ”discí­pulos» debí­a, además, seguir sus propios pasos. Los mí­os empezaban firmes, contundentes, confiados y aferrados, sobre todo, a la meta. Por eso, acababan cansados a mitad del camino.
Por eso, ocasionalmente el cansancio me deplomó en un defiladero. Habí­a alcanzado a aferrarme con manos y uí±as a piedras, cáctus y tierra. Veí­a cómo, espinadas, sangraban.
”Cuiden sus pasos y si no pueden, recen», recordaba la recomendación que nos habí­an dado. Lo único que me quedaba era, entonces, rezar. Pero no, lo que hice fue ”mentar». Conjugué todas las malas palabras contra las espinas. Cómo no, si éramos ellas y yo en medio de aquel barranco. Cómo no, si me habí­an sorprendido y se ensaí±aban conmigo. Cómo no, si me habí­an herido.
Ya después, con el Padre Nuestro me las fui quitando una a una, y recordé la otra recomendación que habí­a escuchado dirigida a mi: ”Tú eres muy aferrada; por eso vas a cuidar tus pasos contándolos en-voz-alta: uno-dos-tres…».
No fue que me haya olvidado; era que me pareció ridí­culo. Pero ahí­, en medio —pensaba- de ”la nada», no me quedaba de otra.
Me incorporé y empecé a contar. Contando mis pasos tuve que atenderlos y verlos. El tiempo pasó entonces intemporal. No supe ni cuándo dejé de contar. No medí­ hasta dónde empecé a ver las montaí±as, moradas entre más lejanas; a escuchar el brote de agua —ahí­ vital- entre paredes de piedra; a acumular energí­a, en lugar de gastarla, a cada paso que daba; a congraciarme con la ardiente sequedad, con los cáctus y las espinas. Después de todo, debí­a de agradecerles la lección. Habí­a aprendido —ahora sí­ que con sangre- a ”cuidar mis pasos» y a no tomar tan en serio ”las cartas»; las mí­as y las de los demás.
Desde hace más de una década no he vuelto a pisar el desierto, pero aquellos viejos me dijeron que las huellas de espinas son como luces escarlatas. Creo yo: como semáforos prendidos para de repente detenerse y atender, en voz alta, nuestros pasos.

Graciela Machuca

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