La inclusión de las mujeres en la vida polí­tica, de jure y de facto, es todaví­a un asunto en disputa. El poder real lo detenta una mayorí­a masculina que obstaculiza los derechos ciudadanos de las mujeres. Se trata de una exclusión de género vinculada a la división público/ privado que conspira contra la democracia.

El 17 de octubre próximo se cumplen 58 aí±os desde que las mexi- canas lograron el voto universal que, hipotéticamente, les abrirí­a las puertas al ejercicio pleno de la ciudadaní­a, esa que significa que una persona tiene pleno derecho de participar en la cosa pública.

Además, muy pronto se cumplirán 36 aí±os desde que en el Artí­- culo Cuarto de la Constitución se declaró la igualdad jurí­dica entre mujeres y hombres. Todo ello no ha significado una transformación de fondo en las relaciones sociales, económicas y culturales que garanti- cen lo que dice la ley.

Las mujeres todaví­a son consideradas como adicionales y suple- mentarias. Muchas han sido elegidas como diputadas, senadoras o presidentas municipales y hasta algunas muy pocas como gobernado- ras. No obstante, siguen discriminadas, sujetas al arbitrio del poder, constreí±idas a los intereses de su partido polí­tico, de su organización social o de su comunidad.

Por ejemplo, a pesar de la ley, las mujeres no ocupan ni la tercera parte de los puestos de representación popular; los órganos e institu- ciones que se han creado para revalorar la condición femenina en la sociedad, son considerados en la práctica como aí±adidos necesarios ante la imposibilidad de negar derechos globalmente pactados.

La presión internacional, la realidad palmaria de que las mujeres producen, trabajan, agregan beneficios al sistema, obligó a la nación en las últimas décadas, a ir ampliando derechos y reconocimientos. Sólo papel mojado.
En lo material se regatean presupuestos, oportunidades y benefi- cios que harí­an posible romper esta división milenaria que oprime y discrimina a las mujeres. Esta división entre lo público y lo privado.

La catilinaria cotidiana es que las mujeres deben ocuparse, prin- cipalmente, de su familia, la prole y el trabajo, lo que CEPAL define como el cuidado de nií±os, nií±as, ancianos, enfermos y todo aquello que se precisa en el ámbito familiar. Discurso sistemático de quienes se adueí±an del destino de la sociedad y que reparten los recursos materiales y simbólicos.

La llamada polí­tica de género, a que están obligados los go- biernos, no es más que una simulación constituida por discursos y muchos golpes de pecho. El 17 de octubre oiremos, otra vez, muchas palabras que no se corresponden con la realidad social de las mujeres.

Las mexicanas dirigen y mantienen hogares, sostienen la econo- mí­a campesina, han impedido el quiebre total del sistema económico, son receptoras del desgobierno y la violencia como nunca en toda la historia de México.
Migrantes, empleadas domésticas, ví­ctimas de la trata, profesoras, una mayorí­a en la economí­a informal, son paradójicamente la masa más numerosa en los partidos polí­ticos, en las movilizaciones so- ciales y en la resistencia. A pesar de ello, los polí­ticos partidarios les regatean su derecho a interrumpir legalmente un embarazo y burlan sus estatutos alegremente, sin sanciones.

Palabras nada más. Los institutos de las mujeres no cuentan con el reconocimiento social y polí­tico que los gobernantes dicen relevar. Y los partidos polí­ticos son, según ha concluido la Comisión Intera- mericana de Mujeres, el principal freno para las mujeres que quieren hacer carrera polí­tica.

Nunca como ahora los organismos internacionales están presio- nando al gobierno mexicano -como a otros en todo el mundo- para favorecer la llegada de las mujeres a puestos públicos, pensando en su experiencia milenaria.

Hoy, 58 aí±os después del reconocimiento a la ciudadaní­a de las mujeres, todaví­a el rezago es fenomenal. En los partidos polí­ticos, obligados a destinar un dos por ciento de sus recursos para fomentar el liderazgo de sus militantes, se niegan a cumplir con esta disposi- ción, eluden la ley que los obliga y trampean las listas electorales; por otra parte, en el Congreso se negaron a incluir en la reforma polí­tica, la traí­da y llevada paridad.

Basta saber que la LXI Legislatura de la Cámara de Diputados federal, está conformada (tanto en el grupo parlamentario de mayorí­a relativa, como de representación proporcional) de 140 mujeres y 359 hombres. Esta composición representa el 28.1 por ciento de mujeres y el 79.1 por ciento de hombres.

En las Legislaturas LX y LXI del Senado de la República, para el periodo 2006-2012, la composición de los escaí±os por género es de 99 hombres (77.3%) y 28 mujeres (21.8%). En las entidades federati- vas existen rezagos en la representación polí­tica de las mujeres en los 31 Congresos locales, al igual que en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal.

Hay entidades como Puebla con apenas el 14.6 por ciento de representación femenina o de 12.5 por ciento en Michoacán y de 10.3 por ciento en Nayarit o Jalisco. En contraste, apenas seis entidades han superado el 30 por ciento: Oaxaca (35.7%); Chiapas (35%), Cam- peche (34.3%), Baja California Sur (33%), y en igual situación Morelos y Zacatecas (30%).

En las presidencias municipales, las mujeres no representan ni el cinco por ciento del total de quienes ocupan la primera concejalí­a y en puestos de dirección gubernamental, como Secretarí­as de Estado o en niveles altos del funcionariato, que aunque no son de elección popular, podemos decir que en los mismos 58 aí±os, no se ha supera- do el 17 por ciento.

A pesar de que el COFIPE propone que los partidos promuevan la paridad, mediante representaciones de 60/40 para uno u otro sexo, se entiende o así­ lo quieren entender, que el 40 por ciento de las can- didaturas son para las mujeres y, por si fuera poco, la realidad indica que se minimiza.

La última reforma, incluso, abrió la puerta para que el porcentaje no se cumpla, al seí±alar que en elecciones abiertas dentro de los partidos, lo que cuenta es la decisión «democrática», es decir, todaví­a hay una mayorí­a contra la elección de mujeres.
Un argumento recurrente e irreal es que las mujeres no quieren participar. Nada más falso.

Al arrancar el aí±o electoral tendrí­amos que pensar que la igual- dad entre hombres y mujeres, sólo será posible en una sociedad democrática capaz de reconocer los derechos de más de la mitad de la población en un amplio espectro: no sólo el derecho a votar y ser votadas, sino reconocer derechos sociales que se escamotean, para romper con esa histórica división de los público y lo privado.

Pasa, también por dejar de pensar que las mujeres son solamente reproductoras de la especie, madres y únicas responsables de los hogares y las familias.

La discriminación se concreta en la impunidad frente al homicidio de mujeres que ha crecido exponencialmente; a la pobreza alimen- taria de miles de gestantes, a la discriminación laboral que campea en esta economí­a resquebrajada y a la violencia cotidiana a que se las sujeta por esa terquedad del poder que las quiere dominar en sus cuerpos y en sus vidas, negándoles no sólo derechos sino libertades fundamentales.

Graciela Machuca

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