Gabriela Warkentin

animalpolitico.com

Regreso a la pluma regular. O al teclado [que no es lo mismo, pero es igual].

Comencé a escribir desde pequeí±a, a escondidas. Y si no a escondidas, sí­ por lo menos sólo para mí­. Escritura onanista, dirí­an algunos, de ésas que dan placer sólo al que se lo procura. Pero era una forma de construir mundos.

Fui una nií±a muy tí­mida, de las que observan desde una segura lejaní­a lo que pasa a su alrededor. O si no tí­mida, sí­ muy callada. Observadora. El mundo se moví­a demasiado rápido como para que yo me atreviera a hablarle. Calladitos no sólo nos vemos más bonitos. Vemos, y ya es ganancia. Ahuyentar el ruido en sus estridencias, y buscar el sentido de las cosas. Tampoco tení­a pretensiones de filosofí­a profunda, sólo era un recurso de supervivencia en un mundo estridente. Si todos hablan, nadie escucha. Si tú escuchas, ya tienes una enorme ventaja.

Viví­ desde pequeí±a en muchos lugares. Tuve que cambiar de escuela cada que a mi papá lo mudaban de paí­s. Y por alguna extraí±a razón, siempre lo mudaban a la mitad del aí±o escolar. Nada tan aterrador como llegar a una escuela nueva, en un paí­s nuevo, comenzado el aí±o y el dí­a. Ese momento en que se abre la puerta del salón, todos ya están ahí­ sentados y se conocen. Y te miran. La maestra sonrí­e (a veces), te da una especie de bienvenida. Murmuras y te vas a sentar al último lugar libre (que es siempre también el último lugar de la fila). Desde ahí­ los ves a todos. Tratas de entender, de oler, de encontrarle el sabor a esa novedad un tanto ácida. No hablas, observas. Con el tiempo te haces de amigos, claro, que una cosa es ser callada y otra antisocial. Descifras los códigos, le encuentras sentido, y te vuelven a mudar de paí­s. Es como vivir eternamente enredada en un péndulo que marea. Pero tiene sus ventajas: te das cuenta, muy pronto, que vives en un mundo de versiones y que a los fundamentalistas de la verdad sólo los abates con la insistencia jodona en la necesidad de los matices. La Verdad se vuelve verdades, las nacionalidades se vuelven coyunturas, y la vida se hace más rica e interesante.

Cuando cumplí­ 18 aí±os, cometí­ mi primer acto absolutamente heroico. Ya viví­a nuevamente en México (donde nací­), y comenzaba a tomarle gusto a algo que aquí­ pasaba. Pero como a mi nacimiento mi padre aún era alemán (luego pasó a naturalizarse local), tení­a la obligación de elegir entre nacionalidades, cumplidos mis 18 aí±os. Era un poco otro México, sin duda. Lo pensé un buen rato, no lo comenté con nadie, me armé de heroico nacionalismo y fui a la Secretarí­a de Relaciones Exteriores, allá en Tlatelolco, a renunciar a la nacionalidad alemana y asumirme plenamente como la mexicana que soy. Hasta los mariachis sonaban en mi cabeza mientras rellenaba formularios. Es más, todo Nií±o Héroe era una pálida sombra junto a mí­. Me dieron mi certificado de nacionalidad mexicana, salí­ a la calle y mi mexicaní­simo ego henchido no cabí­a en el transporte público que me llevó de regreso a casa. Viva México, chingá, cómo que no.

Mientras tanto seguí­a escribiendo. Diarios y diarios, cuadernos, sólo para el consumo propio. Estudié, me casé, trabajé, me divorcié. Volví­ a vivir fuera de México (cuando el gusanito del viaje te visita desde que naces, no hay manera de aplacarlo). Regresé, y acá estoy. Con una ya larga trayectoria profesional a cuestas, historias que contarle a los nietos de mis amigos y ganas de seguir reinventando locuras, hoy soy un bicho que tiene una pata en la vida académica, otra en la de los medios, me gusta el futbol (le voy a los PUMAS) y odio el chocolate. Y como dice mi biografí­a bloguera: sí­, aún quiero seguir en México. Mi mayor logro a finales del aí±o pasado: haber pisado finalmente todos y cada uno de los estados de este extraordinario paí­s. De ese tamaí±o la vocación.

Habí­a dejado, sin embargo, de escribir de manera regular en este último lapso. Por desencuentros editoriales, por habérseme declarado pluma non grata, por ser dolorosamente independiente. Quién sabe. Tal vez porque sólo necesitaba tomar distancia. De todo lo que hago, escribir es lo que me requiere más compromiso. Pero aquí­ estoy de vuelta, desde mi entraí±a mexicana con vectores globales y con la convicción rediviva de que las verdades son tantas que en un mundo en lucha de versiones, debe imperar la posibilidad de interpretación. De encontrarle sentido, pues.

Estoy convencida de que vivimos un momento en México que requiere de más voces y de mejores pluralidades. Tenemos, desde que inició el sexenio en curso, una devoción pública por la unanimidad que petrifica al que disiente. El giro en la narrativa pública, más hacia la justicia y fuera del vocabulario de la pasada —y atroz— guerra eterna, nos tiene muy escasos de calificativos y acorralados en nuestros prejuicios. Los medios se hacen menos, y se fragmenta el espacio expresivo en tantos pedazos, que el ruido es la única constante. Y sin embargo creo, como lo pude vivir durante tantos aí±os y desde tantos lugares, que éste es un paí­s bizarro, de voces diferentes y de arrojos en expansión.

La semana que cerró, la recién pasada, nos mostró un poco de ese México nada unánime. Mientras en la Suprema Corte de Justicia de la Nación se le concedí­a un ”amparo liso y llano» a la presunta secuestradora Florence Cassez; mientras los más vociferantes estallaban en un ”¡¡¡¡es el fin de la justicia en este paí­s!!!»; mientras los más cautelosos (que fueron públicamente ”desacreditados» como ”intelectuales») aplaudí­an el reconocimiento a la importancia de un debido proceso; mientras a la mayorí­a le valí­a un bledo eso del debido proceso y no entendí­a con qué cuchara comerse su indignación; mientras otros muchos decí­an que claro, es una francesa, cuando hay miles de mexicanos presos sin que nadie haya defendido su ”debido proceso»; mientras los franceses se desmedí­an en una recepción escandalosa para congraciarse con las audiencias locales; mientras los lí­deres de opinión espetaban desde sus tribunas que era un mal dí­a para México y un diario de circulación nacional poní­a en la de ocho que ”se habí­a liberado a la plagiaria»; mientras nos enredábamos en las palabras, unos guardaban cauto silencio, otros trataban de explicar los matices y unos más buscaban imponer versiones; mientras todo eso sucedí­a, se manifestaba ese México diverso, visceral, plural, complejo que debemos aprehender desde otras narrativas. Para que no se imponga la aplanadora de la interpretación de los mí­nimos comunes.

Así­ es como regreso a la pluma regular. O al teclado [que no es lo mismo, pero es igual].

Desde mi vocación por entender a este H paí­s, siempre destacando las intuiciones de globalidad; desde mi convencimiento de que las versiones importan y los matices nos diferencian; desde mi enorme placer por encontrar al otro, estaré aquí­ cada semana hablando de lo bizarro, de ese México Bizarro.

En su acepción en espaí±ol, bizarro significa atrevido, lúcido, arrojado. Agreguemos la pizca sajona, y significa también un poco raro. Soy una convencida de que es ese México Bizarro el que nos salvará del aplauso acrí­tico ante la unanimidad. Y es en ese México Bizarro en el que podremos celebrar el disenso inteligente.

¡Arrancamos!

Graciela Machuca

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