Al rescate de la intimidad

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La pelea entre la escritura í­ntima y el pudor casi siempre acaba en Espaí±a con la victoria del segundo. Y eso tiene bastante que ver con la suerte de las autobiografí­as, correspondencias y biografí­as… Nada más decepcionante y superficial que las breves memorias que Galdósdictó en 1915, casi al final de su vida. Casi tan livianas como lo son, pese a su gracejo, las de Rafael Alberti, La arboleda perdida. Las acertó, sin embargo, un escritor de alcance más popular, Pí­o Baroja, que hizo de sus recuerdos (y los de sus lectores), Desde la última vuelta del camino, un cálido exorcismo del tiempo que aí±oraban uno y otros. Con algunas excepciones de mucho peso —laAutomoribundia, de Ramón Gómez de la Serna, y los espléndidos cuatro volúmenes de Los pasos contados, de Corpus Barga, una obra mayor—, casi todas las memorias largas y sistemáticas de escritores espaí±oles del siglo XX han sido pergeí±adas por secundarios, a menudo mal avenidos con su destino: el rencor se nota más en lasMemorias de un desmemoriado, de Luis Ruiz Contreras, que en La novela de un literato, de Rafael Cansinos Assens, mucho más interesante…

En este paí­s de escaso culto a la intimidad también se ha tardado mucho en lograr que las vidas privadas eminentes llegaran a ser un bien público. Pocas instituciones acogen legados escritos y pocas familias los conservan y los venden; hasta no hace mucho, era más frecuente encontrar papeles valiosos en los tenderetes del Rastro que en las bibliotecas. La inevitable censura de lo confesional ha sido frecuente, casi siempre por hipocresí­a e ignorancia, aunque alguna que otra vez con razones muy legí­timas (como ha sucedido en el caso ejemplar de Federico Garcí­a Lorca; mucho de esas prevenciones se traslucen en las preciosas páginas de Recuerdos mí­os, las pudorosas pero desgarradas memorias de su hermana Isabel).

Pero los tiempos han cambiado y hoy la publicación de epistolarios de escritores ya no es una novedad. De los muchos empeí±os editados o en marcha (que han modificado nuestro conocimiento de sus autores), citaré solamente algunos de los más recientes: laCorrespondencia de Juan Valera (bajo la dirección de Leonardo Romero), el Epistolario completo de Unamuno (a punto de salir su primer tomo, en edición definitiva de Colette y Jean Claude Rabaté), la Correspondencia entre Pedro Salinas y Jorge Guillén (por Andrés Soria y Enric Bou), el Epistolario completo de Luis Cernuda (obra de James Valender) y el Epistolario de Juan Ramón Jiménez (que —a falta de un volumen— ha compilado Alfonso Alegre Heitzmann)… De aí±adidura, los dos últimos libros citados forman parte de un proyecto de investigación y edición, ”Epí­stola», que promueve desde 2001 —con destino a la red y en algún caso, a la imprenta- la Fundación Giner de los Rí­os, con la colaboración de la Residencia de Estudiantes.

Las biografí­as, cuando no son un currí­culum o una apologí­a, siempre preferirán un aura ní­tida a un dato gris aunque seguro. Y por eso, las cartas, las confidencias, las notas personales son el sustento de este género. Pero lo cierto es que, durante mucho tiempo, la filologí­a y la historiografí­a académicas recelaron de estos pecios del pasado. Para toda una época del análisis literario ninguna información biográfica debí­a de interferir la interpretación del texto. Para los historiadores de 1960 tampoco habí­a documento más probo que la contabilidad o el informe, y nada que tuviera atisbos de sesgo personal podí­a formar parte del resultado final.

En aquellas calendas se desdeí±aba a los inventores de la moderna biografí­a europea (Emil Ludwig, Stefan Zweig, Lytton Strachey y, por qué no, André Maurois) cuyas obras se leyeron con fascinación entre los aí±os veinte y los cuarenta… Pero hoy se vuelve a hacerlo, cuando ya se habla también del ”giro lingí¼í­stico» de la Historia y se escudrií±an con fruición los documentos personales. En el tiempo del esplendor de las biografí­as, el siempre avizor Ortega impulsó una colección de ”Vidas espaí±olas del siglo XIX», que reveló a Benjamí­n Jarnés como biógrafo de Bécquer, Castelar, Zumalacárregui o Sor Patrocinio, aunque la mejor obra de aquella serie llevara firma del exquisito Antonio Marichalar, Riesgo y ventura del Duque de Osuna(1930). Pero el mejor biógrafo espaí±ol fue Gregorio Maraí±ón, que escribió conocidas y sólidas indagaciones sobre el Conde-Duque de Olivares y Antonio Pérez pero también hipótesis más atrevidas sobreAmiel. Un estudio sobre la timidez y sobre Tiberio. Historia de un resentimiento. Luego la biografí­a empezó a parecer un género menor. Y es llamativo que sólo en las letras catalanas del periodo franquista sobrevivió con vitalidad el género biográfico y el memorialí­stico, quizá porque el catalanismo es una tradición hogareí±a hecha de nombres propios. Las biografí­as y los Homenotsde Josep Pla dan la clave emocional de esa función colectiva, como después lo confirmaron el éxito de los libros de memorias (Gaziel y Josep Maria de Sagarra, escritores, o Claudi Ametlla y Amadeu Hurtado, polí­ticos).

De un modo parecido, también la Transición convocó recuerdos, autojustificaciones, diarios y biografí­as: más nombres propios… La colección ”Espejo de Espaí±a», que ideó Rafael Borrás Betriu en 1973, fue el depósito propicio del reencuentro del silencio con la memoria al que contribuyeron oportunistas, arrepentidos, avispados y megalómanos, a través de sus recuerdos propios y de las biografí­as que les dedicaron otros. Pero también dio piezas del calibre de Casi unas memorias, de Dionisio Ridruejo, o de Lorca, Buí±uel, Dalí­: el enigma sin fin, de Agustí­n Sánchez Vidal. Desde 1988, el Premio Comillas, de Editorial Tusquets, dio otro empaque al mismo propósito. Y al lado de memorias muy notables (las de Carlos Barral, Carlos Castilla del Pino o Jaime Salinas) se sucedieron en su catálogo las biografí­as insólitas: Ricardo Muí±oz Suay (por Esteve Riambau), Luis Martí­n Santos (por José Lázaro) o Leopoldo Marí­a Panero (J. Benito Fernández). A la par, Anagrama también dio espacio en su catálogo a notables memorias y a oportunas biografí­as: la memorableLa vida rescatada de Dionisio Ridruejo, de Jordi Graci; En busca de José Antonio, de Ian Gibson (cuya vida de Lorca fue un hito capital de 1985-1987) o de Lorca, Buí±uel, Dalí­: el enigma sin fin, de Agustí­n Sánchez Vidal. Y desde 1988, el Premio Comillas, de Tusquets, insistió en el propósito. Al lado de memorias muy notables (las de Carlos Barral, Carlos Castilla del Pino o Jaime Salinas) se sucedieron las biografí­as insólitas: de Ricardo Muí±oz Suay (por Esteve Riambau), Luis Martí­n Santos (José Lázaro) o Leopoldo Marí­a Panero (J. Benito Fernández). A la par, Anagrama también dio espacio en su catálogo a memorias (las de J.M Caballero Bonald) y biografí­as: La vida rescatada de Dionisio Ridruejo, de Jordi Gracia, y Mientras llega la felicidad, una biografí­a de Juan Marsé, de Josep Maria Cuenca.

Y se revocó, por fin, el prejuicio filológico que decretaba la banalidad de toda ”falacia intencional». La Unidad de Estudios Biográficos, de la Universidad de Barcelona, se creó en 1994 por Anna Caballé, que es autora, entre otros libros, de Francisco Umbral. El frí­o de una vida y Carmen Laforet. Una mujer en fuga (en colaboración con Isaac Rolón); Manuel Alberca, un colaborador de la Unidad desde primera hora, ha publicado recientemente otro titulo notable, La espada y la palabra. Vida de Valle-Inclán, que ha sido precisamente el ganador del último Premio Comillas. La colección ”Espaí±oles eminentes», de la Fundación Juan March y Editorial Taurus, ha sido una idea de Javier Gomá y Juan Pablo Fusi, cuyo tí­tulo homenajea el de un libro (bastante irreverente, por cierto) de Lytton Strachey (Victorianos eminentes). Pero la eminencia no es forzosamente ejemplaridad, como saben los editores y los autores de las biografí­as de esta serie: desde 2012 hasta fecha se han publicado la de Baroja (Mainer), Ignacio de Loyola (Enrique Garcí­a Hernán), Unamuno (Jon Juaristi), Cisneros (Joseph Perez) y Ortega y Gasset (Jordi Gracia). Y se anuncian la de Larra (escrita por Santos Juliá, a quien ya debemos Vida y tiempo de Manuel Azaí±a) y la de Galdós (Jordi Canal).

José-Carlos Mainer«‚es catedrático emérito de Literatura Espaí±ola en la Universidad de Zaragoza y autor de Pí­o Baroja (Taurus, 2012).

FUENTE: EL PAíS

Graciela Machuca

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