Nadie escribió poesí­a como Alejandra Pizarnik

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Escribir poesí­a puede ser parecido a las matemáticas. De la misma manera que se combinan números para tener tal o cual resultado, se combinan también las palabras buscando tal o cual reacción final en el lector; y de la misma manera que podemos cambiar números para ajustar el resultado, también podemos cambiar las palabras para ajustar la reacción final.
Todo se puede sintetizar en que una buena combinación, por lo general, nos dará un buen resultado. Y de la misma manera que en las matemáticas, también en la poesí­a hay teoremas y reglas para llegar a buenos resultados, caminos preestablecidos que llevan a buen puerto todas las veces que se toman y que son usados a diario por poetas y matemáticos de todo el mundo.

Gracias a la alineación correcta de los planetas y el resto del cosmos, el 29 de abril de 1936, la combinación perfecta no fue el caso de Alejandra Pizarnik. Nadie escribió poesí­a como Alejandra, podrán haber otros con mejores combinaciones o mejores técnicas (siempre los hay), pero nunca nadie fue tan profundo ni entendió tan bien el cuerpo de la poesí­a como ella lo hizo.
Su nombre real era Flora Pizarnik Bromiquier, fue hija de inmigrantes judí­os de origen ruso y eslovaco que se dedicaron al comercio de joyerí­a. Su infancia fue algo complicada; hablaba el espaí±ol con marcado acento europeo, tartamudeaba y tení­a graves problemas de acné, además de una marcada tendencia a subir de peso. Todo esto sumado a la autopercepción de su cuerpo y la continua comparación con su hermana Myriam la volvieron obsesiva y minaron seriamente su autoestima. Es posible que por esta razón comenzara a ingerir anfetaminas, por las que desarrolló una fuerte adicción que le provocó prolongados perí­odos de trastornos del sueí±o.
Tras el bachillerato ingresó en la Facultad de Filosofí­a y Letras de la Universidad de Buenos Aires y permaneció como estudiante hasta 1957 tomando cursos de literatura, periodismo y filosofí­a sin llegar a terminar sus estudios. Paralelamente tomó clases de pintura.
Fue lectora de muchos y grandes autores durante su vida, intentando siempre ahondar en los temas de sus lecturas y aprender de lo que otros habí­an escrito. Así­ se motivó tempranamente por la literatura y por el inconsciente, lo que a su vez hizo que se interesara por el psicoanálisis.
Firmemente apolí­tica e influenciada por los simbolistas franceses, en especial Arthur Rimbaud y Stéphane Mallarmé por el espí­ritu del romanticismo y por los surrealistas, Pizarnik escribió desde un lugar diferente al resto con una sensibilidad poética siempre al lí­mite y pintando imágenes de extrema soledad, dolor y muerte, envueltas siempre de manera implí­cita o no, en una esencia que nos lleva directamente a su infancia.
Su primer libro fue La tierra más ajena (1955), editado en Botella Al Mar. Más tarde publicó La última inocencia (1956), volumen dedicado a su psicoanalista León Ostrov, y Las aventuras perdidas (1958).
Entre 1960 y 1964, Pizarnik vivió en Parí­s, donde trabajó para la revista Cuadernos y algunas editoriales francesas. Publicó poemas y crí­ticas en varios diarios, tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Césaire, e Yves Bonnefoy, y estudió historia de la religión y literatura francesa en la Sorbona. Allí­ entabló amistad con Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz, entre otros, siendo este último el prologuista de írbol de Diana (1962), su cuarto poemario, en el que ya se refleja plenamente la madurez como autora que estaba alcanzando en Europa.
Regresó a Buenos Aires en 1964, publicando sus poemarios más importantes: Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de la locura (1968) y El infierno musical (1971). Ese mismo aí±o escribe en prosa La condesa sangrienta.
El 25 de septiembre de 1972, a los 36 aí±os, se quitó la vida ingiriendo 50 pastillas de un barbitúrico llamado Seconal durante un fin de semana en el que habí­a salido con permiso del hospital psiquiátrico de Buenos Aires, donde se hallaba internada a consecuencia de su cuadro depresivo y tras dos intentos de suicidio.

 

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CAROLINE DE GUNDERODE
En nostalgique je vagabondais
par l’infini
C. de G.
La mano de la enamorada del viento
acaricia la cara del ausente.
La alucinada con su ”maleta de piel de pájaro»
huye de sí­ misma con un cuchillo en la memoria.
La que fue devorada por el espejo
entra en un cofre de cenizas
y apacigua a las bestias del olvido.
A Enrique Molina
Tomado de ”Otros poemas», en Obras completas. Poesí­a y Prosas, introducción de Silvia Baron Supervielle, Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 1990, p. 233.

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Extracción de El Deseo de la Palabra, El infierno musical (1971)
En la cima de la alegrí­a he declarado acerca de una música jamás oí­da. ¿Y qué? Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis dí­as y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir.
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Graciela Machuca

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