”¡Qué horror, querer matar a un sacerdote!»

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EL PAíS reconstruye el intento de asesinato a un cura en el principal templo de la capital mexicana. El padre lucha por su vida en un hospital

ELENA REINA | EL PAíS

El hermano del padre José Miguel Machorro mira cansado hacia una puerta doble de hospital, de esas que los médicos abren de golpe en las pelí­culas. De esta solo sale su hermana, abatida. Llevan cuatro noches esperando a que el umbral les traiga buenas noticias. Al sacerdote lo quiso degollar un hombre mientras oficiaba misa en la catedral de la Ciudad de México el lunes. Y casi lo logra. Se fue directo al altar y le clavó un cuchillo de combate en la yugular. Su sangre manchó para siempre el recinto sagrado y los fieles se preguntan si queda un solo lugar en México donde no se filtre la violencia.

—Han profanado el templo. Ya no se respeta nada.

Un hombre de pelo rizado y muy negro mira hacia el suelo porque no se atreve a levantar la cara. Pide que consideren su derecho a guardar silencio y se niega a contestar cualquier pregunta sobre lo que acaba de hacer. Unos segundos antes, habí­a lanzado al piso una navaja ensangrentada, con una empuí±adura de pinchos de acero. Tiene 33 aí±os, aunque eso no lo dice. Sí­ cuenta que es un actor estadounidense, que se llama John Rock Schild. O que es francés. Lo suficiente para desquiciar a las autoridades.

—Oremos por la salud del padre Machorro. Y pidamos perdón a Dios por ese hombre.

En las dependencias de la Fiscalí­a los policí­as reciben órdenes de averiguar cuanto antes la verdadera identidad del agresor. Algunos periódicos comienzan a especular con «el primer ataque yihadista en México» y hay que comprobarlo rápido. Llaman a la embajada estadounidense. A la francesa. A Migración. Nada. Ese tal Schild no aparece por ningún sitio. Suena el teléfono, es una persona cercana al agresor. Cuenta que el hombre que ha visto en la televisión es Juan René Silva y que no es ni francés ni gringo, sino de Matehuala, un municipio de San Luis Potosí­ (centro de México) y su madre lo llevaba buscando dos meses. Un juez ha determinado que padece un «trastorno psicótico» y que no se le puede imputar ningún delito.

René Silva, detenido, poco después de la agresión al cura.
René Silva, detenido, poco después de la agresión al cura. TWITTER

La hermana del padre Machorro cruza la puerta del área de terapia intensiva. «Se está quejando porque las flemas no le dejan respirar bien», cuenta. El cura ha recibido la sentencia de su agresor entubado en la habitación de un hospital privado. En la soledad de la sala de espera, sus hermanos explican que se encuentra mejor de ánimo, unas horas después de que se temieran lo peor. El jueves Machorro sufrió una bradicardia que le habí­a producido un mayor daí±o cerebral. Los médicos lo achacan a la cantidad de sangre que perdió.

Sobre uno de los escalones del altar donde ocurrió todo hay una mesa presidida por una foto grande del padre José Miguel. Y sobre ella, una libreta donde los fieles escriben oraciones por su salud. En los bancos hay unas 35 personas a las cinco y media de la tarde del viernes, una cifra similar a los que presenciaron la misa el dí­a del ataque, según explica un guardia de seguridad. Los diferentes párrocos, encargados de las misas en el Altar del Perdón (junto a la puerta principal), hablan en su homilí­a de lo sucedido.

«¡Qué horror, querer matar a un sacerdote!», comenta una seí±ora que se acaba de persignar frente al Cristo del Veneno. «Si no podemos estar tranquilos aquí­, ¿dónde?», aí±ade su hija. «No tenemos miedo, estamos sobre todo preocupados», cuenta otra mujer que se encarga de la venta de estampas y recuerdos religiosos de uno de los templos católicos más visitados de América Latina. «Antes, dentro de la iglesia a los sacerdotes no les sucedia nada de lo que pasaba fuera. Eran personas sagradas», explica el cura José de Jesús, subdirector de radio y televisión del Arzobispado de México.

En un confesionario, el padre Tarsicio Téllez, ataviado con una sotana blanca y estola morada, agacha la cabeza para escuchar mejor: «Esto le puede pasar a cada uno, porque con la situación que estamos pasando le puede suceder a cualquiera. Mire nada más todos los curas secuestrados y asesinados en el resto de la República. Siempre ha habido mártires, Machorro pudo ser otro». En septiembre del aí±o pasado asesinaron a tres en una semana, dos en Veracruz y uno en Michoacán.

La seguridad de la catedral se reduce a dos policí­as federales desarmados que deambulan por las naves del recinto. «Imagí­nese qué pensarí­a alguien que venga a ver el templo y nos vea a nosotros con armas largas», explica uno de ellos.

La sentencia del juez para dejar libre al agresor ha indignado a la Iglesia mexicana. Consideran que se ha tomado una decisión precipitada, sin conocer la declaración de la ví­ctima. «Nos parece que la personalidad de este agresor es muy compleja y no es posible que con un solo dictamen se le declare inimputable. Ha actuado con mucho cálculo, no nos parece que sea una persona totalmente desquiciada, que no supo lo que hizo», expresó el portavoz de la Arquidiócesis de México, Hugo Valdemar, en un programa de radio.

En la sala de espera del hospital, los cinco hermanos de Machorro intentan distanciarse del embrollo judicial y mediático. La escena —repetida una y otra vez— de su hermano tendido a los pies del altar con la sotana empapada en sagre, no se olvida fácilmente. Pero a ellos sólo les preocupa lo que cruce esa puerta doble. Y poder regresar a la tranquilidad de su pueblo.

Graciela Machuca

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