Después de Miriam, el exilio

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Tres activistas cuentan su huida del norte de México tras el asesinato de su compaí±era Miriam Rodrí­guez. Lo único que hicieron las cuatro fue buscar a sus desaparecidos

PABLO FERRI | EL PAíS

Dos de las tres mujeres mencionadas en el reportaje, cercanas a Miriam, exiliadas de Tamaulipas.

Salieron de allí­ volando, con las prisas que el miedo confiere. Acababan de matar a Miriam y quién sabe qué serí­a de ellas, que compartí­an inquietudes con la muerta, que se habí­an atrevido a levantar la voz.

Hací­a apenas unos meses que habí­an empezado a juntarse. Despacio, como un desperezo a media tarde, los colectivos de familiares de desaparecidos de Tamaulipas, en el norte de México, organizaban reuniones, concretaban acciones y todo para que las autoridades sintieran que allí­ estaban, que tendrí­an que investigar quisieran o no.

Pero todo se torció el 10 de mayo, el dí­a que mataron a Miriam Rodrí­guez. Se torció porque Miriam lideraba uno de los 14 colectivos que funcionan en el estado.

Era una mujer, recuerdan, valiente. Habí­a perseguido a los secuestradores y asesinos de su hija y no habí­a descansado hasta verlos en prisión. Valiente, aún, cuando un puí±ado de presos escaparon de la cárcel, del mismo centro donde estaban encerrados los secuestradores de su hija.

Todo se torció porque las demás tomaron su muerte como un aviso. Y ahora, ¿qué? ¿Quién va después? Las demás eran, como Miriam, madres, hermanas, esposas de desaparecidos. Igual que Miriam, exigí­an justicia, que buscaran a los suyos, que las autoridades dieran con los responsables. Que los encerraran.

Como no querí­an saber qué podí­a pasar, huyeron. Lo dejaron todo y ahora viven en una casa que no es la suya, en un tiempo ajeno, contando los dí­as para un regreso que carece de fecha, un tiempo que va al revés, una cuenta atrás: ¿Cuándo podré volver?

Lo que sigue son los testimonios de tres mujeres que eligieron el exilio a la muerte. Tres personas que sufrieron el despojo. A una le quitaron un hijo, a otra una hija y a la tercera, su marido.

Son mujeres que decidieron buscar por su cuenta, cosa que ocurre en todo México. Pero lo hicieron en Tamaulipas, quizá el lugar más complicado de todos, la región con más casos de personas desaparecidas -secuestradas, privadas de la libertad- de todo el paí­s. El último caso, uno de alto perfil, ha sido el de la espaí±ola Pilar Garrido, que desapareció el pasado 2 de julio y nadie ha vuelto a saber de ella.

Tamaulipas, parece, las condena de alguna manera. Porque el secuestrador, el asesino, además de hacer lo que hace, se enfada con quien pide justicia.

1. Balacera en el restaurante

«Nosotras sabemos cómo los quemaban», dice una de ellas. No sólo que los quemaban, sino cómo. La manera en que lo hací­an, el lugar, los detalles. Y luego, también, el tono que empleaban para contarlo, las risas, el desprecio. Ellas saben cómo lo hací­an porque los escuchaban.

El otro dí­a, su hijo estaba viendo «una de esas series de narco» en la tele. Ella le dijo que no le gustaba que la viera. Le dolí­a. Y él contestó: ‘no quieres que miremos nada, ¡todo te molesta!’.

Yo le dije, ‘¿sabes por qué?’, yo ya llorando. ¿Te gusta ver lo que les hacen a esas personas, cómo les torturan? ¿Acaso no ves que eso igual es lo que le hicieron a tu hermano?

Ellas lo saben porque coincidí­an con ellos. Era muy difí­cil no hacerlo. Hubo una época, no hace tanto tiempo, en que los veí­an a cada rato. Aparecí­an «enchalecados», dice, con sus armas largas, sus balas colgando del pecho. Se sentaban a comer y hablaban. Decí­an lo que dirí­a un ingeniero, un gestor, un contador, cosas de trabajo. Pero qué cosas. Su trabajo: extorsionar, matar, torturar, robar.

Seria, de movimientos lentos, la mujer cuenta la historia con la cadencia de quien la sabe de memoria. Y sin embargo, pese a la costumbre, no pudo evitar las lágrimas. Como si fueran parte del camino. Dice que  viví­a en un pueblo del sureste de Tamaulipas, casi en la costa. No quiere que aparezca su nombre, ni el del pueblo, ni detalle alguno que pueda exponerla. Las demás tampoco.

Trabajaba en un restaurante en la carretera. Era el aí±o 2007. «Ahí­ fue donde yo empecé a ver a esa clase de gente», cuenta. «Me decí­a mi hermana, ‘va a venir ‘la gente’, o ‘los maí±osos’. Ya me llamaron, hay que atenderlos rápido, porque si llegan los marinos, se va a armar la balacera». A veces, cuenta, llegaban con personas secuestradas, amarradas en la caja de la camioneta.

De 2010 a 2014, grupos de criminales se llevaron, por este orden, a su expareja (2010), su sobrino (2013) y su hijo (2014). Solo ha aparecido el segundo, medio muerto. Según se recuperó de la tremenda paliza, el sobrino se fue y ya no ha vuelto.

Cuando pasó lo de su hijo, ella dejó todo para buscarlo. El muchacho trabajaba entonces en una tienda en el pueblo. Un sábado, cuenta la madre, tres hombres armados llegaron y se lo llevaron. ¿Por qué? No sabe.

Se fue a Tampico, denunció su desaparición ante la Procuradurí­a General de la República, PGR, y esperó. En enero de 2015, cuatro agentes visitaron al restaurante para pedirle copia de unos documentos. No habí­an pasado 10 minutos cuando llegaron 20 hombres armados en camionetas. Los de PGR, dice, salieron. «¿Qué pasó muchachos?», dice que dijo uno de ellos. «Somos afis (agentes federales de investigación)». «Qué afis ni qué su puta madre. Aquí­ se los cargó la chingada». Y empezó la balacera. Dos de los cuatro no han vuelto a aparecer.

Ella y los demás se escondieron como pudieron y escaparon cuando paró el tiroteo. Luego fueron a Tampico y pasaron allí­ unos meses. A finales de aí±o volvió al rancho. Empezó a buscar. Salí­an caminando, con costales. Disimulaban. Si les paraban, decí­an que estaban cosechando chiles. Iban por el monte y la gente en los ranchos le decí­a, ‘por ahí­ andaban esos’. Y por ahí­ iba, pensando que igual encontraba algo, una pista.

En marzo de 2016 se dio cuenta de que uno de los halcones del grupo que atacó a los afis estaba libre. Le daba miedo, pero aguantó. De hecho, dice, trataba de reunir el valor para preguntarle. «Pero me da miedo. No tanto que a mi me haga algo, sino porque le diga a ellos. Porque yo se que todo esto -la balacera en el restaurante, la cacerí­a posterior de las autoridades- se desató por estar buscando yo a mi hijo».

Luego pasó lo de Miriam. Y salió. «Estaba demasiado riesgoso», dice.

2. La Wera Soto

El 29 de noviembre de 2016 fue un dí­a especial en Tamaulipas. Es la fecha de la primera reunión de los colectivos de familiares de desaparecidos del estado, en total 14. «Querí­amos», dice otra de las tres mujeres, compaí±era de la primera, «presionar a las autoridades estatales para que jalaran una unidad de búsqueda de la federal». Es decir, para que igual que ocurrí­a en otros estados, un grupo de policí­as federales viajara a Tamaulipas a liderar la búsqueda de los desaparecidos, a la fecha más de 5.500.

Para entonces, esta buscadora ya no viví­a en su pueblo, al norte de Ciudad Victoria, camino a San Fernando. La situación se habí­a complicado, «zetas y golfos» se buscaban y armaban «escándalo» con cualquier excusa. Negocios aparte, se dedicaban a depurar. Unos se llevaban gente de los otros y viceversa. A veces, parece, se equivocaban. En 2013, unos levantaron al tí­o de la mujer. En enero de 2014, al marido. Después de esto último, agarró a la hija pequeí±a y se fue a Victoria. Ya no ha vuelto.

Aunque no les hicieran caso, aquella primera reunión les hizo entender que no estaban solas. «La que hablaba más», recuerda la mujer, «la que aventaba más al Gobierno era Miriam. Ella veí­a mucho por todo lo de San Fernando».

Del amplio puí±ado de nombres asociados al horror en México, San Fernando es uno de los más célebres. En agosto de 2010, Los Zetas secuestraron allí­ a 72 migrantes. Luego los mataron. Al aí±o siguiente, las autoridades encontraron casi medio centenar de fosas clandestinas con 148 cuerpos. Al siguiente, en 2012, secuestraron y asesinaron a Karen Salinas, hija de Miriam. Todo en una población de poco más de 50.000 habitantes.

En una región caracterizada por el más absoluto de los silencios, Miriam Rodrí­guez acusaba a voz en grito. Armó un colectivo de personas que sufrí­an la desaparición de un ser querido y empezó su cruzada. No paró hasta que los criminales que mataron a su hija cayeron. Y luego siguió ayudando a sus compaí±eros.

El 23 de marzo hubo una fuga masiva en el penal de Ciudad Victoria, la capital estatal. Miriam se espantó. Se habí­an escapado 29 reos y dos tení­an que ver con el caso de su hija. Dos hombres, recuerda la mujer, que la propia Miriam habí­a ayudado a meter en prisión.

El 6 de abril, Miriam viajó a la Ciudad de México para reunirse con funcionarios de la Comisión Ejecutiva de Atención a Ví­ctimas, CEAV y de la Policí­a Federal. Necesitaba ayuda. No se fiaba de buena parte de los funcionarios estatales y menos ahora, con la fuga. Necesitaba ayuda y protección. El Gobierno de Tamaulipas habí­a encargado su seguridad a la policí­a estatal, pero Miriam conocí­a los nexos del cuerpo con los grupos delictivos y desconfiaba.

A finales de abril, la buscadora cuenta que Miriam persiguió a otra de las personas que, pensaba, tuvo que ver con el secuestro y el asesinato de su hija. Era La Wera Soto. Miriam, dice, la persiguió porque La Wera trató de escapar. Al parecer, alguien le dijo que Miriam iba detrás de ella. La buscadora sospecha que agentes estatales la avisaron. Sospecha porque Miriam sospechaba.

La persiguió de San Fernando a Ciudad Victoria y no paró, dice la mujer, hasta que llegaron policí­as a detener a La Wera. «Tuvo que batallar con el juez para que ordenara la aprehensión», dice, «mis respetos para la seí±ora».

El 1 de mayo hubo una reunión de los colectivos en Victoria y Miriam acudió. «Fue con representantes de un organismo internacional», dice.

El 10 de mayo, todas se felicitaron por el grupo de whatsapp. Era el dí­a de la madre y aunque habí­a bastantes que no tení­an nada que celebrar, lo hicieron. La mujer, Miriam y otras tení­an pendiente un viaje a la Ciudad de México al dí­a siguiente. Reuniones. Pero como el dinero para los pasajes no llegaba, decidieron posponerlo al 15. «A ella desde la tarde la estaban siguiendo. Hablé con ella a las 18.30 y le estaban cerrando el paso varios carros. Estaba bien enojada. Debe haberlos reconocido por como hablaba de ellos. Me dijo ‘ahorita te hablo otra vez’. Ese dí­a estaba muy contenta porque habí­a ayudado a una familia que le habí­an matado a su hijo en Guanajuato. Era una familia de San Fernando, que su hijo habí­a aparecido en Guanajuato. La idea era que llegara a Victoria el domingo, el 14, y ya festejar el dia de la madre y mi cumpleaí±os».

Esa misma noche, dice, alguien del grupo escribió: «algo pasó en San Fernando». Enseguida supo qué pasaba. Quedó en shock dí­a y medio, no fue ni al sepelio. El dí­a 13, con ayuda de la CEAV, salió de allí­ con su hija pequeí±a.

3. Brechas viejas y nuevas

Después de Miriam, el exilio. «Y el estigma», dice la mujer, compaí±era de las otras dos. «Allá hay gente que no contesta el teléfono». Se refiere a su casa, a Ciudad Victoria. A gente que, por miedo a que le vinculen con ella, evitan todo contacto.

La mujer salió de Tamaulipas cinco dí­as después del asesinato de Miriam. Ya hací­a meses que sentí­a una sombra, una incomodidad, algo. Como amenazas veladas, acusaciones en medios raros. No sabí­a cómo podrí­a evolucionar aquello. Y luego, un noche, mataron a Miriam. De alguna forma, su muerte funcionó de cierre. Tení­a que salir de allí­.

«Todo empezó en diciembre, cuando nos acusaron de lucrar con las ví­ctimas», cuenta. La mujer lidera uno de los colectivos y asociaciones de la entidad. Conoce el estado y conoce sus instituciones: trabaja para el Gobierno desde hace 22 aí±os. Un puesto técnico. En 2014, la invitaron a trabajar en el Instituto de ví­ctimas, un organismo estatal creado para atender casos como el suyo.

Dos aí±os antes habí­a pasado lo de su hija. Desapareció. Fue a un pueblo cerca de la capital y ya no volvió. Empezó la búsqueda sin saber cómo empezar. Las autoridades no respondí­an, las pesquisas no salí­an del escritorio de los fiscales… «Aquello fue como una epidemia», dice, «el crimen organizado abrió brechas por todos lados». Se refiere a caminos de tierra, caminos donde antes solo habí­a pasto, arbustos. «Estaban las brechas viejas, las que habí­an usado para el ganado y los carros chocolate -de contrabando- y ahora, también, las nuevas».

Las nuevas eran las que abrí­a el crimen para sus actividades: drogas, armas, personas… «Los lugares olí­an a muerto, a pólvora, como si fuera una pelí­cula, como si uno no estuviera allí­».

Y buscó, como las otras dos, por esas brechas nuevas, por las viejas, por todas. Luego se juntó con otras y otros en su situación, armaron su organización y trabajó, cuando se pudo, con el Gobierno estatal.

«En diciembre pasado empezamos a ver situaciones que nos asustaban. Nos exponí­an en redes sociales, en blogs. El crimen organizado decí­a que lucramos con las ví­ctimas… Nos acusaban a mi, a Miriam y a otra compaí±era», dice. Pidieron protección y, como en el caso de Miriam, se pasaron la pelota. Que si la comisión estatal de derechos humanos, que si la procuradurí­a. Luego mataron a Miriam y salieron. Incluso les dio tiempo a preguntar que qué habí­a de la protección. «Aún estamos esperando», zanja.

Graciela Machuca

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