”Fue duro dar la orden de eliminar al Che»

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Félix Rodrí­guez, el agente de la CIA que participó en la captura de Guevara, afirma que EE UU lo querí­a vivo para interrogarlo. í‰l le comunicó que lo ejecutarí­an: «Mejor así­», respondió el guerrillero

EL PAíS

Che Guevara muerteEl agente cubano de la CIA que participó en la captura del Che Guevara en Bolivia, Félix Rodrí­guez, nos recibe a sus 76 aí±os en su casa de Miami rodeado de recuerdos de su carrera de soldado de la Guerra Frí­a. Pistolas, puí±ales, granadas y fotografí­as suyas con presidentes de EE UU y espí­as que ya no existen. La productora espaí±ola Scenic Rights prepara un documental sobre su vida. Veterano de Vietnam e involucrado en la contrainsurgencia en Centroamérica, Rodrí­guez asegura que la CIA querí­a vivo al guerrillero para interrogarlo, pero el Gobierno de Bolivia ordenó su ejecución. «Traté de salvarlo sin éxito», afirma, aunque considera a Ernesto Guevara de la Serna «un asesino». Al lado, en una mesilla, tiene una vieja pistola Star de fabricación espaí±ola. «Cuidado si la coge, está cargada. Yo siempre tengo algo a mano, por si acaso», dice el hombre que aparece satisfecho a la derecha del Che en su última foto —astroso, en pie— antes de ser ejecutado por un sargento boliviano.

—Esta es la última imagen suya vivo.

—Sí­ —responde—. La última que se le tiró antes de morir.

—En La Higuera.

—Eso es. En La Higuera.

—¿Quién tomó la foto?

—Esa foto la tomo el piloto del helicóptero, el mayor boliviano Jaime Nií±o de Guzmán.

—¿Quién pide que se haga la foto y para qué?

Rodrí­guez necesita meterse en detalles para responder a esa pregunta. Regresar en su memoria a Bolivia en el aí±o 1967 y contar aquello por lo menudo. «Déjame hacerte la historia», dice.

Durante 20 minutos, toma el hilo y lo extiende desde el momento en que lo avisan de la caí­da de Guevara hasta que una cámara retrata su última mirada.

El monólogo —abreviado— dice así­:

«Nosotros recibimos la información de la captura del Che el domingo 8 de octubre por la maí±ana. Se habí­a entrenado a un grupo de soldaditos jóvenes que hablaban el quechua, el aymara y el guaraní­ para que fueran adelante del batallón a buscar inteligencia e información en ropa de civil, porque así­ era más fácil hablar con el campesinado. Y esta gente en ropa de civil regresa el siete por la noche, sábado, y le da la información al capitán Gary Prado de que un campesino les habí­a enseí±ado un área que se llamaba la Quebrada del Yuro donde estaban escondidos los guerrilleros; porque este campesino tení­a una hortaliza cerquita de ahí­ y los vio.

Entonces, con esa información el capitán Gary Prado rodea la Quebrada del Yuro el siete por la noche. Y el domingo ocho de octubre empieza a avanzar por la maí±ana y ahí­ empieza el tiroteo. En esa operación el Che es herido en la pierna izquierda, un balazo entre la rodilla y el tobillo, pero nada de peligrosidad. Ahí­ mueren la mayor parte de los guerrilleros y mueren algunos soldados, y ahí­ es donde cae preso el Che Guevara, al que estaba intentando ayudar a salir Simeón Cuba Sarabia, que usaba el nombre de Willy, un guerrillero boliviano bajito, prietecito, con una barba enorme, una barba más tupida yo creo que la de los propios cubanos, y ese no tení­a un rasguí±o. Con ese lo agarran. Y en el momento en que lo van a agarrar, me cuentan los soldaditos, el Che les dice: «No tiren que yo soy el Che. Yo les valgo más vivo que muerto». Y ahí­ se lo llevan y lo mandan para la escuelita de La Higuera y lo ubican a él —mirando la escuelita de frente— en el salón de la izquierda, y detrás de él, en el mismo cuartico, le ponen los cadáveres de dos cubanos.

De ahí­ entonces, ellos me mandan la información por la maí±ana en código, que decí­a: «Papá cansado», lo que significaba que el lí­der de la guerrilla estaba preso y vivo. Pero no sabí­amos si «Papá» era el Che Guevara o si era el Inti Peredo, que era el lí­der de la guerrilla por la parte boliviana. Así­ que volamos al área de operaciones y ahí­ nos verificaron que «Papá cansado» era el Che Guevara.

El extranjero. No dijeron el Che, dijeron «el extranjero».

Esa noche tuvimos una recepción en un hotelito de Vallegrande, con velas porque no habí­a electricidad, y yo saqué un par de botellas de scotch que habí­a comprado hací­a tiempo para un evento como este, para celebrar. Eso era el domingo por la noche, el dí­a que cayó preso él.

Al dí­a siguiente, nueve de octubre, lunes, a las siete de la maí±ana despegamos en un pequeí±o helicóptero pilotado por Nií±o de Guzmán. Aterrizamos al lado de la escuelita donde estaba el Che preso y estaban esperándonos todos los oficiales del batallón, entre ellos el teniente coronel Selich que tení­a toda la documentación suya. El Che usaba una cartera de cuero como las que cargan las mujeres, ancha, color camello, y adentro tení­a un libro grande que era un diario con los meses escritos en alemán, del aí±o 67, pero claro, escrito por él en espaí±ol. Tení­a adentro una serie de fotografí­as de la familia, medicamentos para el asma, unos libritos para mensajes en clave numérica de una sola ví­a, que son imposibles de descifrar. Tení­a unas libreticas negras de argollitas escritas a máquina de escribir y firmadas por un tal Ariel, que eran los mensajes que él recibí­a de Cuba. Aunque él no podí­a transmitirle a Cuba porque Cuba le dio a propósito un transmisor roto, porque a él lo mandan allá para que lo maten. Porque el Che era prochino y Cuba dependí­a de la URSS. O sea, los soviéticos no tení­an ningún interés en que el Che Guevara triunfara en Bolivia. Lo dejaron solo, para que lo mataran ahí­, definitivamente.

Así­ que entramos a la escuelita y en una habitación estaba el Che tirado en el suelo, amarrado de pies y manos abajo de una ventanita que habí­a al lado de la puerta, y atrás los dos cadáveres. El único que habló fue el coronel Zenteno Anaya. Le hací­a preguntas pero el Che lo miraba y no contestaba nada. Ni le habló. Al punto de que el coronel le dijo: «í“igame, usted es un extranjero, usted ha invadido mi paí­s. Lo menos que puede tener es la cortesí­a de contestar». Y nada.

Entonces de ahí­ yo le pido al coronel si me puede facilitar la documentación del Che para fotografiarla para mi gobierno y le da orden al teniente coronel Selich de que me la entregue. Se me entrega la cartera aquella de cuero y yo me voy a trabajar con la documentación a otro lugar. Iba fotografiando el diario y regresaba a hablar con el Che. Entraba y salí­a constantemente, desde la maí±ana hasta la una de la tarde. Estando en eso suena el teléfono y uno de los soldaditos me dice: «Mi capitán, una llamada». Voy hasta el teléfono y me dan «órdenes superiores: 500—600». Era un código muy sencillo que habí­amos estipulado.

500 era el Che Guevara.

600 muerto.

700, manténgalo vivo.

Pido que me repitan. Me vuelven a confirmar.

«í“rdenes del alto mando: 500—600».

 

Cuando Zenteno Anaya viene lo llamo a parte y le digo: «Mi coronel, han llegado instrucciones de su gobierno de eliminar al prisionero. Las de mi gobierno son tratar de salvarle la vida y tenemos helicópteros y aviones para llevarlo a Panamá para un interrogatorio». í‰l responde: «Mira, Félix, son órdenes del seí±or presidente y seí±or comandante de las Fuerzas Armadas». Miró su reloj y me dijo: «Tienes hasta las dos de la tarde para interrogarlo. Y a las dos de la tarde lo puedes ajusticiar de la forma que tú quieras porque sabemos el daí±o que le ha hecho a tu patria. Pero yo quiero que a las dos de la tarde tú me traigas el cadáver del Che Guevara». Yo le respondí­: «Mi coronel, he tratado de hacerle cambiar de idea, pero si no hay una contraorden le doy mi palabra de hombre que yo le llevo el cadáver del Che».

Más tarde, estando hablando yo con el Che, viene el piloto Nií±o de Guzmán con una cámara Pentax del jefe de Inteligencia. «Mi capitán, el mayor Saucedo quiere una foto con el prisionero». Yo miro al Che y le digo: «Comandante, ¿a usted le importa?». Y dijo: «No, a mí­ no». Entonces caminamos. í‰l caminaba con dificultad por el balazo en la pierna izquierda. Salimos de la escuelita y ahí­ fue cuando nos paramos a hacer la foto esta. Yo le doy mi propia cámara al piloto y le digo al Che: «Comandante, mire al pajarito». Empezó a reirse, porque es lo que decimos nosotros en Cuba a los nií±os.

«Nií±o, mira el pajarito».

Es más, yo pensé que él se estaba riendo en el momento en que se tiró la foto. Pero, obviamente, cambió para esta expresión de la cara que ves ahora. Yo vestí­a el uniforme de tropas especiales de EE UU, pero sin insignia ninguna. Yo ahí­ tení­a 26 aí±os. í‰l 39. Parecí­a un pordiosero. Las ropas estaban raí­das, sucias, cochinas. No tení­a botas, eran unos pedazos de cuero amarrados en los pies. El pelo mugreí±o. Realmente, a veces yo estaba hablando con él y no le prestaba atención a lo que me estaba diciendo, porque yo nunca lo habí­a visto personalmente pero me acordaba de las imágenes del Che cuando visitaba Moscú, que estaba con los rusos, cuando visitaba Mao Zedong en Pekí­n. Aquel hombre arrogante, con aquellos abrigos del carajo. Y ver a este hombre ahora como un tipo que estaba pidiendo limosna. Daba pena».

—¿Cuál fue para usted el mayor defecto y la mayor virtud del Che?

—Virtud yo creo que no tení­a ninguna. Lo que puedo decir es que el tipo era dedicado a sus ideales, que obviamente estaban equivocados y fueron un desastre total. Y que en los mismos entrenamientos me contó gente que entrenó con él que era muy persistente. Estaba cansado, muerto y trataba de seguir adelante. No se rendí­a. Pero, por otro lado, fue un asesino que disfrutaba matando gente y que estaba lleno de odio hacia el enemigo. Una persona que mandó fusilar a miles de cubanos.

—¿Su captura fue el mayor logro de su carrera?

—Uno de los principales, aunque es el que más ha salido a relucir.

—¿Hay alguna operación que le duela recordar?

—Posiblemente el episodio más duro fue precisamente cuando tuve que comunicar la orden, de parte del Gobierno boliviano, de que eliminaran al Che. Aunque también pensé en el desastre que causó en mi patria en su dí­a que dejaran libre a Fidel Castro.

—¿Comunicó la orden delante de Guevara?

—No, a mí­ me la comunican y luego entro a la habitación, me paro delante de él y le digo: «Comandante, lo siento, es una orden superior». Y él entendió perfectamente lo que le estaba diciendo.

—¿Qué dijo?

—»Es mejor así­. Yo nunca debí­ haber caí­do preso vivo». Entonces sacó la pipa y me dijo: «Yo quiero entregarle esta pipa a un soldadito boliviano que se portó bien conmigo». Me guardé la pipa y le pregunté: «¿Quiere algo para su familia?». Y él me respondió, dirí­a que de forma sarcástica: «Bueno, si puedes dile a Fidel que prontó verá una revolución tiunfante en América». Yo lo interpreto como si le hubiera dicho a Fidel: «Me abandonaste, pero esto va a triunfar de todas maneras». Después cambió la expresión y me dijo: «Si puedes, dile a mi seí±ora que se case otra vez y que trate de ser feliz». Esas fueron sus últimas palabras. Se acercó a mí­, nos dimos la mano, nos dimos un abrazo, dio unos pasos atrás y se paró fijo pensando que era yo quien le iba a tirar.

—¿Qué pasó con la pipa?

—Mira, fue una de las cosas de las que sí­ me arrepiento. A la pipa yo le saqué la picadura y la guardé. Inclusive en la culata de una de las pistolas que uso tengo parte de la picadura de su última fumada, metida en un cristalito. Después vino el sargento Mario Terán diciendo: «¡Mi capitán, yo quiero la pipa! ¡Yo lo maté, yo me lo merezco!». Y yo, que por dentro no querí­a tener que cumplir con un deseo suyo sabiendo todo lo que le habí­a hecho a mi patria, cogí­ la pipa y se la di al sargento: «Toma, para que te acuerdes de tu hazaí±a» [dice con tono de rechazo]. Cogió la pipa, bajó la cabeza y se fue.

—¿Qué fue lo que más le llamó la atención al ver al Che?

—Ver a un hombre tan destruido.

—¿Qué sintió mientras hablaba con él?

—En ese momento, honestamente, no tení­a la percepción de lo que estaba ocurriendo, la magnitud que tení­a esa operación. Para mí­ era una operación más. Para mí­ el Che Guevara no era la gran cosa, no era la figura que fabricó después Cuba.

—¿Le sorprendió algo de lo que le dijo?

—Cada vez que yo le hací­a preguntas de interés táctico para nosotros me respondí­a: «Usted sabe que yo no le puedo contestar eso». Por otro lado, hubo un momento en que empezamos a hablar de la economí­a cubana, y él se puso a culpar de todo al embargo americano. Y yo le dije: «Comandante, usted fue presidente del Banco de la Nación y ni siquiera era economista». Entonces él me contesta: «¿Tú sabes cómo llegué a presidente del Banco?». Y me cuenta: «Un dí­a entendí­ que Fidel estaba pidiendo un comunista dedicado y levanté la mano. Pero estaba pidiendo un economista dedicado».

—¿Presenció su ejecución?

—No. No tení­a ningún interés en ver eso. Me fui para otro lugar y me senté en un banquito a unos cien metros a tomar notas. Oí­ una ráfaga corta e hice la anotación: una y quince de la tarde. La hora exacta en que fue ejecutado.

 

Graciela Machuca

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