La pluma del periodista: Castillo, horca y cuchillo.

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La Silla Rota

Hermenegildo Castro

En la Edad Media se conocí­an como seí±ores de horca y cuchillo a los nobles que, en sus jurisdicciones, tení­an el poder de imponer ”la justicia» a su criterio personal y de castigar incluso con la pena de muerte. Para muchos, sobre todo en las redes sociales, Alfredo Castillo, el verdadero gobernador de Michoacán, es la encarnación de un seí±or de horca y cuchillo, por el castigo al doctor Mireles y la complacencia con otros lí­deres de autodefensas seí±alados como criminales.

Debemos reconocer que hay sectores, incluso entre los articulistas, que están a favor de quebrantar la ley vigente a cambio de que regrese la paz a Michoacán. Otros, como ocurrió en Chiapas en 1994 tras el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) ponen todas sus esperanzas en el dinero, en la inversión pública. Alfredo Castillo, formalmente Comisionado pero, sobre todo, amigo personalí­simo del presidente de la República, se ha beneficiado de ambas percepciones.

Por la ví­a de los hechos, Castillo gobierna Michoacán pues tiene a sus hombres de confianza manejando la Procuradurí­a de Justicia, la Seguridad Pública, las Finanzas y —de acuerdo con Ricardo Rocha- la oficina de comunicación social del Gobierno del Estado. Al mismo tiempo, supervisa la canalización de 45 mil millones de pesos en 250 acciones de inversión, anunciadas por el propio Presidente Enrique Peí±a Nieto.

También por la ví­a de los hechos, Alfredo Castillo tiene mando sobre 22 funcionarios federales que pertenecen a distintas secretarí­as de Estado, como las de Gobernación, Hacienda, Desarrollo Social, Medio Ambiente, Comunicaciones y Transportes y Función Pública. Y por si no fuera suficiente, también lo tiene sobre representantes de la Policí­a Federal, Pemex, CFE y Conagua. Eso es el sueí±o dorado de cualquier gobernador. Por la ví­a simbólica, ese poder se lo confirió el propio secretario de Gobernación, Miguel íngel Osorio Chong.

Con esos poderes, resulta comprensible que Alfredo Castillo se sienta Luis XIV —a quien se atribuye la frase ”el Estado soy yo» —y actúe en consecuencia. Sus desencuentros personales con José Manuel Mireles, uno de los más visibles y primeros lí­deres de las organizaciones de autodefensa, ha obligado a intervenir al vocero de la Presidencia de la República, Eduardo Sánchez, para decir que el ahora preso Mireles ”no es un chivo expiatorio».

En contra de lo que dicen sus defensores, yo no veo en Mireles a un inocente; pero aquí­ no estamos hablando de la inocencia o la culpabilidad de una persona, sino del trato distinto que la autoridad otorga a personas que se encuentran en las mismas condiciones. Ese trato discrecional marca la injustica pues los que se pliegan a los deseos de Castillo reciben perdón, olvido y premios; en cambio, los que no lo hacen van a prisión, lejos de sus seguidores.

Hay muchos ejemplos del buen trato a otros lí­deres de organizaciones de autodefensas, pero basta uno, el de Juan José Farí­as ílvarez, identificado como ”El Abuelo» quien, como usted recuerda, fue seí±alado por la Procuradurí­a General de la República como ex integrante del cártel del Milenio. Estuvo dos veces preso, por posesión de marihuana y por portación de arma de fuego. Pero goza de la simpatí­a de Castillo.

Así­, el discurso gubernamental en el sentido de que la detención de Mireles obedece a la aplicación de la ley, aunque sea cierta, parece más bien un pretexto para ajustarle cuentas a un lí­der que no se ha obedecido las instrucciones de Castillo. La ley debe ser pareja para todos; cuando se aplica de manera discrecional, como en Michoacán, provoca desconfianza. Y ya se sabe que en polí­tica la percepción es realidad.

Twitter: @castroherme

Graciela Machuca

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