Las batallas del doctor Mireles

0

www.nexos.com.mx

Sanjuana Martinez

Tepalcatepec, Michoacán.- La nií±a de 11 aí±os con cuerpo de mujer lo miró fijamente. Desconcertada le preguntó: ¿Qué es eso? Su abultado vientre de siete meses de embarazo llegó al Centro de Salud anunciando una realidad que nadie querí­a ver. El doctor José Manuel Mireles volvió a preguntar: ¿Cuándo fue tu última regla? Ella insistió: ¿Qué es eso de la regla?

La pequeí±a volvió al centro médico tres meses después con un bebé en brazos. Fue la primera. Luego siguió una romerí­a apocalí­ptica de nií±as preí±adas, de nií±as mamás: ”En tres aí±os atendí­ puras nií±as embarazadas, la más vieja de 14 aí±os. Supervisé el embarazo de 200 nií±as. Hasta que dije: ¡Basta! ¿Qué no hay hombres en este pueblo que defiendan a sus nií±as, a sus mujeres?».

El doctor Mireles respira hondo. Cabello cano, bigote espeso, delgado, alto, manos curtidas por el sol y el trabajo. El recuerdo del pasado, todaví­a lo estremece de rabia. Revive la impotencia de aquel momento, cuando no sabí­a qué hacer, cuando estaba seguro que el pueblo, el lugar donde viví­a, donde nacieron sus padres, donde crecieron sus hijos, no podí­a seguir así­: ”Tení­amos dos aí±os planeando cómo levantarnos en armas, pero nunca tuvimos el valor», dice apretando los labios.

05-mireles-1

Las historias de secuestro y violación de esposas e hijas iban en aumento. ¿Cuántas mujeres violadas? ¿Cuántas desaparecidas? La imagen de aquella primera nií±a embarazada era recurrente, como una pesadilla. Recordaba el rostro inocente, su voz dulce: ”Me contó que no sabí­a quién era el papá del bebé. Su papá es campesino y su mamá trabajaba planchando. Se quedaba sola y cuanto cabrón templario llegaba, la violaba. Nunca supo quién era el papá de la criatura».

Y llegó la gota que derramó el vaso. Tan sólo en el mes de octubre atendió a 14 nií±as embarazadas; seis de ellas compaí±eras de su hija en la secundaria del turno de la tarde. El tiempo transcurrí­a y para el mes de diciembre, la cifra de nií±as gestantes ascendí­a a 24.

En ese entonces era el presidente de la Sociedad de Padres de Familia de la secundaria y convocó a una junta:

—¿Qué hacemos? —les dijo.

Cada uno de los padres de familia empezó a contar sus propias tragedias. Entre lágrimas narraron cómo habí­an violado a sus hijas, a sus esposas, a sus hermanas. Los más afortunados ya habí­an enviado a sus mujeres a vivir a Estados Unidos. Cuando terminaron de describir el infierno de secuestros, extorsiones, asesinatos y desapariciones, en el que todos viví­an, el doctor Mireles fue al grano:

—¡Cabrones!… ¿Ni por dignidad nos vamos a levantar? ¿Creen que es correcto lo que está pasando?

El silencio congeló aquel instante. Nadie habló durante cinco o 10 interminables minutos. Nuevamente, el convocante de la reunión hizo uso de la palabra.

—Si aquí­ en Tepeque somos 25 mil hombres, está claro que somos mayorí­a.

Esos gí¼eyes no pasan de 90. ¿Por qué no les echamos el pueblo encima?¿Qué estamos esperando?

La afición por la cacerí­a era compartida por la mayorí­a de sus vecinos. Y les recordó lo que nadie habí­a tomado en cuenta: ”Todos somos buenos para balear a lo lejos y corriendo.

Uno de los presentes, intervino:

—Es muy difí­cil matar a un cristiano.

—No es difí­cil. El cristiano está más alto y corre más lento que un chivo —contestó Mireles sin ambages.

En ese momento pensó en un refuerzo estratégico que se uniera al contingente de padres de familia. Proveniente de una familia ganadera y de agricultores, formaba parte de la poderosa Asociación Ganadera con mil 800 afiliados: ”Fui a hablar con ellos. Y así­ empezamos lo que hoy se conoce como el Movimiento de Autodefensas, el 24 de febrero de 2013″.

El narcotráfico en este pueblo era parte de la vida cotidiana. Los capos tení­an códigos y no se metí­an con los civiles. El pueblo era un lugar de trasiego de drogas. Pero en el aí±o 2000 las cosas cambiaron drásticamente. ”La plaza» fue cambiando de dueí±o. Llegaron primero los Golfos (Cártel del Golfo), luego aparecieron Los Zetas y después el Cártel de Sinaloa. Con ellos inició una nueva actividad económica: el cobro de piso. Luego, la industria boyante del secuestro se apoderó de la zona.

Con la llegada de Felipe Calderón a Los Pinos la guerra se intensificó. Todos disputaron el territorio a La Familia Michoacana y luego a su escisión Los Caballeros Templarios. A sangre y fuego, el crimen organizado fue dejando una estela de dolor y sufrimiento.

En junio de 2011 le tocó el turno al doctor Mireles: ”Me sacaron del hospital a las 10 de la maí±ana. Nadie se dio cuenta que me levantaron. Me echaron el brazo y me dicen:

—El jefe quiere hablar con usted.

—Al salir, vi tres camionetas de gente armada y me suben a la de en medio. Me ponen una capucha negra en la cabeza y me amarran las manos por atrás. Les dije:

—En la bolsa de la camisa traigo el cheque de esta quincena. Son ocho mil pesos. Eso es lo que gano.

—Si compa, ya sabemos que usted esta aquí­ de perro, pero no se preocupe, conocemos a quien va a pagar y hasta ya hablamos con él.

Efectivamente, un tí­o del doctor Mireles pagó siete millones de pesos: ”Fue tremendo, me llevaron a un cerro y me quitaron la capucha negra. Inmediatamente reconocí­ el lugar. Cobraron siete millones. Aquí­ nomás hay de dos formas: con el banco o con el panteón. No existe la ley. Lo bueno es que no me mataron».

Las razones para ”levantarse en armas» se iban acumulando para el doctor Mireles quien se resistí­a a tirarse al monte, aferrado a su bata blanca y estetoscopio.

Pero un nuevo golpe estaba por llegar. Secuestraron a un sobrino de su esposa. Fue un proceso largo y doloroso. Finalmente pagaron la cantidad del rescate, pero no hubo resultados: ”No nos regresaron ni una uí±a, luego de pagar. Yo les ofrecí­ 50 mil pesos para que me dijeran dónde lo habí­an tirado. Uno de los captores fue claro:

—Lo tiramos a puras bolsas. Maí±ana te decimos.

Al dí­a siguiente les llamó y de forma frí­a el cabecilla le contestó:

—Mira, dile a tu esposa que si siguen chingando, voy a matarle otro familiar.

Tuvimos que poner una tumba en su casa llena de flores, sin nada. ¿Se imagina cómo estábamos? Todos llorábamos.

El doctor Mireles se emociona. Llora. Toma del vaso y dice: ”Se me atora hasta el agua».

Luego siguieron sucesos familiares decisivos. Secuestraron a su hermana menor y luego a la mayor. Los procesos de rescate fueron igualmente largos y muy costosos. Su madre sufrió muchí­simo y enfermó.

El plazo era perentorio. El 24 de febrero decidió ”levantarse en armas». Fue a hablar con su padre de 86 aí±os y le expuso sus planes. El seí±or, aún vinculado a su huerta, le dijo:

—A mí­ me robaron mis 48 vacas. Ya perdí­ las vacas. No quiero perder un hijo. El doctor insistió:

—Dame chance, papá —le dijo—. Traigo mucho coraje. Ya se murió mi mamá por el secuestro de mi hermana pequeí±a. El secuestro de mi hermana mayor lo resolvimos con dinero, pero todo eso le afectó a mi mamá.

Su padre asintió con la cabeza y le dio la bendición. A modo de despedida, le dijo: ”Si yo tengo frente a mí­ a los que ocasionaron la muerte de mi madre, los culpables de los secuestros de mis hermanas, yo sí­ me los voy a tragar, sin pedirle permiso a nadie. ¡Esta lucha es por lo que ya le hicieron a toda la gente, incluyéndome a mí­! No es una venganza personal».

El doctor Mireles finalmente cambió el consultorio por el campo de batalla. Al principio no fue fácil. A pesar de ser un cazador consumado y con punterí­a probada, en el campo de fuego las cosas eran distintas.

Los Templarios que antes correteaban a los ciudadanos empezaron a correr perseguidos por los ciudadanos armados. Descubrieron sus puntos débiles, por ejemplo, la mayorí­a son jóvenes sin experiencia en armas.

”Andan drogados. No le atinan. Eso ha pasado con los muertos que quedan por aquí­. Estaban drogados y cuando llegaron, tiraban a la puntada y obviamente, nuestros compaí±eros están alerta y saben defenderse».

Las Autodefensas aprendieron técnicas de comunicación. Todos traen radios intercomunicados donde van anunciando el peligro o bien la problemática en cada zona. Cada vez que el doctor Mireles llamaba a sus compaí±eros, la respuesta era inmediata.

—¿Cuántos balazos se puede echar en un combate?

—Hí­jole, yo al principio me burlaba de mis compaí±eros cuando gritaban: ”Auxilio, socorro, nos están atacando, ya se nos acabó el parque». Yo hablaba por el radio y en cinco minutos tení­a dos mil gentes en La Ganadera, armados y listos para apoyar. Y nos í­bamos en chinga. Pero como no habí­a estado en ninguna balacera, me burlaba. Les decí­a: no aguantan nada.

—¿Y cómo le fue en su primer combate?

—El dí­a que me tocó el primer combate, la primera emboscada en el Puente del Fierro, maté al cerro a puros balazos, yo creo que está muerto, porque no se ha movido desde entonces.

—¿No que tení­a usted buena punterí­a?

—Sí­, pero esa vez me dio muchí­simo miedo. Fue la primera vez. Y me di cuenta de lo terrible que se siente. Un minuto bajo las balas se te hace una eternidad. Cuando acabamos la pinche balacera, llegó un reportero y me preguntó que cuánto habí­a durado el combate, yo dije que como dos horas, y me grita mi escolta para decirme: ”No, jefe, fueron 15 minutos».

Aí±ade: ”Estaba la carretera llena de casquillos y llegó un coronel del Ejército y nos dijo: ¡Cabrones!, parecen federales, mira nomás, todo el puente lleno de casquillos’ «.

Después de cada combate las Autodefensas suelen hacer el reconocimiento de bajas y detenidos. ”Esa vez, los muchachos agarraron a un templario y lo bajaron. Lo traí­an dos compaí±eros mí­os, uno de cada lado, y bajan dos hermanos de él, vení­a herido del pie. Lo entablillé, le paré la hemorragia, le junté los huesos más o menos como se pudo. Cuando llegaron más militares, se los quisimos entregar y nos dijeron:

—Cuélgenlo, al hijo de la chingada.

Cuenta que intentaron entregarlo a la Policí­a Federal y la reacción fue similar: ”Tampoco quisieron recibirlo. Me decí­an: Estos perros hay que enterrarlos’. Yo les dije: Si lo cuelgo, me convierto en lo que ellos son y nunca vamos a convertirnos en lo que andamos combatiendo».

En esa primera vez el doctor Mireles comprobó lo que tantas veces le habí­an dicho: que el Ejército o las distintas policí­as rematan a los sobrevivientes de los enfrentamientos. Pero cuenta que él querí­a hacer bien las cosas. Y buscó la forma de entregar al chico a su familia.

”Llegamos a la Guaje con él y allí­ habí­a un hermano de su mamá. Lo llamamos y el seí±or no se quiso presentar para recogerlo. Y le dije a Frutos el de Aguililla: Llévenselo a su casa y entrégaselo a su mamá, pero asegúrense de que lo entreguen vivo. Y así­ fue. Lo llevaron, pero ni su mamá, ni sus hermanos lo querí­an recibir y se murió desangrado en su casa. No lo supe hasta los cinco dí­as».

—¿Y después le mejoró la punterí­a?

—Sí­, pero nunca he usado armas, las uso para mis cacerí­as. Un compaí±ero me dice: ”Jefe, por qué nunca trae una arma». No pienso usarla. Y me dicen que un dí­a me van a matar. Y yo les digo: ¿Y ustedes qué van a hacer?, el dí­a que me maten es porque ustedes ya están muertos.

—¿Cuál es la mejor estrategia militar en combate?

—Si es de dí­a, contestar inmediatamente y protegerse. Eso lo aprende uno en las batallas. Cuando entramos a Pareo, un kilometro antes, paré a un seí±or para preguntarle cómo estaba la cosa y me dijo: ”Los están esperando en la gasolinera, son muchas camionetas de gente armada». Agarré el radio y les dije que nos estaban esperando a un kilómetro. Si nos reciben a balazos, me orillo inmediatamente buscando una barrera natural, árboles, cercas de piedra y se les pide que bajen rodando de los vehí­culos. Apenas í­bamos entrando, cuando vi que la camioneta que iba delante se levanta como medio metro con el ataque, traí­an granadas de guerra. Nos estaban pegando recio. Y que empiezo a sentir los balazos de acá y de enfrente. Nomás levantaban la arenita junto a nuestros pies. Me pegué al muro de concreto. Eso fue a las siete de la tarde, andábamos todos en ayunas. Yo sentí­ que duramos dos horas y sólo fueron 17 minutos de balacera. Mis camionetas eran más de 100 y ellos tiraban dentro de las huertas de aguacate.

Cuando terminó el enfrentamiento, la gente comandada por el doctor Mireles buscó comida y agua: ”Todos los negocios cerrados, nadie nos querí­a abrir, cuando nos hicimos a un portalito, un seí±or abrió y le dije: Tenemos mucha hambre. Y nos respondió: No tengo nada, solo café y sopa Maruchan’. Y bueno, pues tomamos café y sopita».

05-mireles-2

Luego una seí±ora abrió su restaurante y los invitó a pasar. Rápidamente les cocinó huevos: ”í‰ramos como unos 300. Y le dije a la viejita: Deme la cuenta, la vamos a pagar todos. Se me quedó viendo y me dijo: Mire seí±or, aquí­ va a tener la comida gratis toda su gente por un mes. No se preocupe. Yo me encargo’ «.

El doctor Mireles le contestó: ”No, seí±ora, ustedes necesitan dinero, están más jodidos que nosotros. Pero no quiso nada. Esas son las cosas que me conmueven. Ese es el beneficio cuando limpiamos un pueblo, la gente empieza a vernos con respeto, con agradecimiento».

El doctor Mireles baja y sube de su camioneta. Me ha permitido acompaí±arlo en su vehí­culo durante cuatro dí­as. Vive en una modesta casa en una colonia popular, un inmueble que pertenece a su padre. Su huerta es igualmente sencilla. El dinero es muy chismoso, se nota, y al doctor Mireles no se le ve; al contrario, él y su equipo tienen dificultades para pagar gasolina y alimentos.

Está visiblemente tenso. Piensa que su cabeza tiene precio. Y por tanto no puede permanecer mucho tiempo en un solo sitio. Se mueve constantemente. Su camioneta es objetivo claro de unos y otros: el gobierno, Los Templarios y ahora sus ex compaí±eros.

Llegamos casi a la una de la maí±ana a una de las casas.  Cualquier ruido es importante. El rechinar de llantas de una camioneta que pasa a gran velocidad. El crujido de la puerta. En la mesa de la entrada, en lugar de un jarrón hay una AK-47, en la mesa del comedor un R-15: ”Deberí­a de saber usarlas», sugiere uno de los escoltas ofreciéndome la Cuerno de Chivo. ”Por si alguien viene y nos ataca».

Los escoltas del doctor Mireles traen R-15, Kalashnikov y escuadras nueve milí­metros. Y los compaí±eros que conforman el Movimiento de las Autodefensas tienen armas similares.

—¿Quién financia a las Autodefensas?

—Nadie. Nosotros.

—¿Y las armas? Son armas de alto poder, caras, difí­ciles de conseguir.

—Son armas que les quitamos a los muertos. Los Templarios siempre traen buenas armas. Entre nosotros hay de todo, algunas muy viejitas, otras son armas deportivas para la cacerí­a. En fin.

No todos simpatizan con las Autodefensas. Al Ejército y a las distintas policí­as no les hace mucha gracia verlos por allí­ armados hasta los dientes. El doctor Mireles recuerda un episodio con un general: ”Nos gritó. Nos dijo: Yo no puedo ver gente armada. ¡Sáquense a la chingada!’. Nos salimos del lugar donde estábamos y luego me mandó a decir que si no me callaba el hocico, él personalmente iba a venir a levantarme y a ejecutarme».

—¿Tanto así­? ¿Por qué?

—Porque yo estaba denunciando a los militares corruptos, los que están con Los Templarios, denuncié el dinero que estaba recibiendo cada general en Apatzingán.

—¿Qué pruebas tiene?

—El cuartel del Ejército está a 100 metros de las barricadas de Los Templarios y nunca los detení­an. Era el cuartel completo de la 43 Zona Militar con más de mil soldados. Y los hijos de la chingada de Los Templarios a 100 metros encapuchados sin dejar pasar a nadie, así­ se murieron dos mujeres embarazadas. Yo gritaba enfrente de ellos: ”Sé que cada general está recibiendo un millón y medio de pesos para que esos hijos de la chingada sigan trabajando».

Las Autodefensas empezaron a incomodar al Estado muy pronto. Pero fue hasta enero de 2014, cuando Enrique Peí±a Nieto designó a Alfredo Castillo como Comisionado para la Seguridad y Desarrollo Integral para Michoacán, quien aseguró que a 100 dí­as de haber llegado controló la situación.

Un control más propagandí­stico que real, según el doctor Mireles, quien afirma que Castillo fue el que les prohibió ”liberar» algunas ciudades en poder de Los Templarios. Por eso, él sigue defendiendo el concepto de vigilancia ciudadana: ”Me gusta la palabra Autodefensa porque es la bandera de nosotros y nos funcionó. Antes nos llamamos Policí­a Comunitaria. El mismo Jesús Reyna nos quitó la palabra ”policí­a» porque aquí­ en Tierra Caliente no hay comunidades indí­genas. Y nos pusimos Autodefensas. Es un derecho constitucional el autodefenderse si las instituciones no lo cumplen. Es para protegernos.

—¿Y las instituciones no cumplen?

—Para que la nación mexicana lo sepa, empezamos a autodefendernos muy tarde, cuando ya nos habí­an matado a gente de nuestra casa. ¿Por qué? Porque todaví­a tení­amos la confianza y la fe ciega en que el gobierno, responsable de procurar justicia y brindar seguridad pública, hiciera su trabajo, y no funcionó. A pesar de las miles de denuncias que la gente interponí­a nunca hubo eco, al contrario, habí­a más muerte y desolación para los que se atreví­an a presentar una demanda. Es la forma en que tuvimos que hacerlo personalmente.

Luego de la firma del acuerdo con el gobierno, una parte de las Autodefensas iniciaron el proceso de incorporación a la legalidad y se inscribieron en los Cuerpos de Defensa rurales.

El doctor Mireles marcó su raya y se distanció de Estanislao Beltrán, mejor conocido comoPapá Pitufo y de Alberto Gutiérrez, El Cinco. Ambos, dice, lo traicionaron y aceptaron un acuerdo que no está claro: ”A mí­ todo lo que diga Papá Pitufo en contra mí­a, todo lo que diga El Cinco o todo lo que hagan en mi contra, no me afecta en absoluto, no me da miedo lo que ellos dicen, me da miedo lo que hacen. Tengo bien identificados a mis enemigos, son los mismos enemigos del pueblo, son los mismos criminales; pero cuando tengo que cuidarme del gobierno o de mis amigos, es cuando no sé qué hacer. Al enemigo lo conozco perfectamente, lo tengo bien identificado. Pero no a mis amigos que me quieren chingar como Papá PitufoEl CincoLos Viagras, ni al gobierno».

Hace unos dí­as mientras desayunaba en una fonda del pueblo, a un policí­a federal que estaba al lado se le fue un balazo. Los escoltas escondieron inmediatamente al doctor Mireles. ”Toda la gente que anda conmigo me ayudó. Ellos sí­ me quieren de a de veras. No tienen sueldo, entonces no es por el dinero. A ninguno le estamos pagando. Están conmigo por lealtad. Lo que estoy haciendo está bien. Yo así­ lo creo, por toda la gente que me brinda su apoyo».

El doctor Mireles ha participado en polí­tica con el PRI y el PRD, pero dice que después de su experiencia quedó vacunado:  ”No me interesa la polí­tica. Hay gente que se mata por un puesto. Yo no tengo ambiciones y no pertenezco a ningún partido polí­tico. No quiero ser rico, no me interesa el dinero. ¿En qué voy a gastar el dinero en este pueblo? Lo único que quiero es vivir en paz. Seguir siendo médico con mi quincena de ocho mil pesos que me alcanza para comer e invitar a alguna muchacha a tomar un refresco. La única responsabilidad que me queda es mi hija pequeí±a, los otros tres son mayores de 24 aí±os y ellos sabrán cómo resuelven su vida. Tienen mi apoyo, cuando necesitan algo aquí­ estoy».

Su incapacidad laboral por el accidente aéreo que sufrió ha terminado. El doctor Mireles debe volver a trabajar al Centro Médico de este pueblo donde hizo su servicio social, un lugar inaugurado precisamente el dí­a que nació en octubre de 1958. Luego vivió 10 aí±os en Estados Unidos, ejerciendo la medicina con la comunidad hispana en Fresno, California. En 2003 volvió a Colima donde recaudó donativos para los damnificados del huracán, una ciudad que le gustó para vivir y compró una casa. Michoacán estaba en guerra, por los enfrentamientos entre Los Zetas y La Familia y tení­an sometido al pueblo. En 2007 vino a pasar la Navidad a este pueblo, pero le dio un infarto el 6 de enero y decidió quedarse. Fue cuando el gobernador Leonel Godoy lo invitó a su equipo de gobierno como asesor de Asuntos Internacionales, adscrito a la Secretarí­a de Salud, pero quiso volver a la medicina y prefirió convertirse en supervisor federal de Salud y después se quedó en Apatzingán como jefe de departamento. Finalmente le ofrecieron volver a su pueblo como director del Centro de Salud de Tepalcatepec, donde se ha incorporado nuevamente.

05-mireles-3

Su vida ha dado un vuelco. Recientemente se ha separado de su esposa, luego de 23 aí±os de un matrimonio ”muy conflictivo», según dice. Su relación con Jennifer, una chica de apenas 18 aí±os, ha sido muy criticada, aunque él dice que tiene el permiso del padre de la muchacha, de quien es amigo hace aí±os.

—¿Quiere reconstruir su vida?

—Pienso estar con mi padre hasta sus últimos minutos. í‰l me dice que me llevaba a la cacerí­a amarrado en su bicicleta cuando tení­a dos meses de edad. Yo digo que soy cazador desde que tení­a un aí±o de edad, pero mi papá dice que desde antes. Soy cazador, él me enseí±ó a disparar desde que pude sostener un rifle. Me enseí±ó a pescar. í‰l era albaí±il, no sabe leer ni escribir, pero sus cinco hijos tenemos carrera. Yo nací­ en la casa de mi abuelo, su padre, era indio purépecha. Viví­amos en una casa de cartón. Cada temporada de lluvia mi papá nos amarraba de los postes para que los ciclones no nos llevaran. Y luego traí­a otra vez cartones y volví­a a hacer la casa en una hora, muy rápido. Entonces, cuando ya empezamos a construir, pues yo apenas podí­a con un ladrillito; cuando terminamos de construir me tocó subir toda la mezcla, los únicos peones éramos mi mamá y yo. Y todos los tabiques que usamos en la casa nosotros los fabricamos en este patio. Y la hicimos. Ahora me toca estar cerca de él y yo quiero.

El viento mueve las hojas de los árboles frutales plantados en el patio de la casa paterna. Hay mangos, ciruelas en el suelo. El doctor Mireles no sabe qué le depara el futuro inmediato, pero sí­ sabe cómo quiere vivirlo: independiente, luchando, sin someterse a un gobierno cuyo principal problema es ”el ví­nculo» con el crimen organizado que aún, dice, tiene secuestrado Michoacán. Por eso, repite que va a seguir adelante.

”Creo en la solidaridad y en el amor de la gente. Lo siento. Lo digo honestamente. Aunque yo tení­a esposa e hijos en la casa, yo preferí­a dormir en las trincheras que estar con ellos. Yo sé que mis hijos me han querido todos, no digo lo mismo de la que era mi compaí±era, porque nunca le importó el movimiento social, ni los comunitarios. Siempre me criticaba, me maldecí­a cuando llegaba. Mis hijos le decí­an: Mamá, en lugar de preguntarle cómo le fue, le reclamas’. Ella se enojaba porque no contestaba el celular. ¿Cómo? Estábamos en una trinchera y nos oí­an. Pero eso no le importaba. No voy a hablar mal de ella, de todas maneras, me dio cuatro hijos hermosí­simos a los que quiero mucho y me han hecho ser muy feliz toda la vida».

—¿Usted sigue viviendo el movimiento de Autodefensas como una causa?

—Yo preferí­a andar con toda mi gente. Cuando habí­a comida todos comí­amos lo mismo, cuando habí­a trancazos era una fraternidad tan sólida que yo decí­a: No tengo cuatro hermanos, tengo mil hermanos. Se siente bonito. Yo preferí­a luchar y pelear en todos los frentes de batalla que tener una discusión mí­nima con mi esposa en mi casa.

”Luego de la balacera de Tancí­taro llegué a mi casa a las ocho de la noche. Después de estar todo el dí­a en batalla mi amigo me dijo: ¿Por qué no vamos a cazar un venado?’. Se nos quedaron viendo las esposas. ¿Cómo es posible si vienen de pelear?’. Yo les dije: Bueno, allá fue pelea, aquí­ es para relajarnos tantito’. Y nos fuimos. í‰l mato dos venados grandes de trofeo. Bien chulos y bien sabrosos, porque nada más cazamos para comer. A veces, entramos a los pumas o los leones americanos que matan los becerritos y la gente nos agradece».

La Tuta se rí­e de usted…

—Sí­, fue por la emboscada de Aguililla. íbamos en una unidad blindada. Y La Tuta se burla de mí­ en uno de sus videos. Dice que yo corrí­ como nií±a. ¿Y ahorita dónde anda él? Anda igual, anda corriendo, aunque sigue siendo el amo y seí±or de Michoacán.

—¿Y usted qué va a hacer?

—Voy a seguirle. Y no ocupo estar loco para seguirle. Dicen que estoy loco. No se ocupa estar loco para luchar contra estos delincuentes.

Graciela Machuca

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *