arturo-perez-reverte

www.perezreverte.com

Habí­amos dejado, creo recordar, a la Espaí±a de Felipe II en guerra contra medio mundo y dueí±a del otro medio. Y en este punto conviene recordar la poca vista que los espaí±oles hemos tenido siempre a la hora de buscar enemigos, o encontrarlos; con el resultado de que, habiendo sido todos los pueblos de la Historia exactamente igual de hijos de puta -lo mismo en el siglo XVI como ahora en la Europa comunitaria-, la mayor parte de las leyendas negras nos las comimos y nos las seguimos comiendo nosotros. Felipe II, por ejemplo, que aunque aburrido y meapilas hasta lo patológico era un chico eficaz y un competente funcionario, no mandó al cadalso a más gente de la que despacharon por el artí­culo catorce los luteranos, o Calvino, o el Gran Turco, o los gabachos la noche de San Bartolomé; o en Inglaterra Marí­a Tudor (Bloody Mary, de ahí­ viene), que se cargó a cuantos protestantes pudo, o Isabel I, que aparte de piratear con muy poca vergí¼enza y llevarse al catre a conspicuos delincuentes de los mares -hoy héroes nacionales allí­- mandó matar de católicos lo que no está escrito. Sin embargo, todos esos bonitos currí­culums quedaron en segundo plano; porque cuanto la historia retuvo de ese siglo fue lo malos y chuletas que éramos los espaí±oles, con nuestra Inquisición (como si los demás no la tuvieran), y nuestras colonias americanas (que los otros procuraban arrebatarnos) y nuestros tercios disciplinados, mortí­feros y todaví­a imbatibles (que todos procuraban imitar). Pero eso es lo que pasa cuando, como fue el caso de la siempre torpe Espaí±a, en vez de procurar hacerte buena propaganda escribiendo libros diciendo lo guapo y estupendo que eres y lo mucho que te quieren todos, eres tan gilipollas que dejas que los libros los escriban e impriman otros; y encima, que ya es el colmo, te enemistas con los tres o cuatro paí­ses donde el arte de imprimir está más desarrollado en el mundo, y no tienen a un obispo encima de la chepa diciéndoles lo que pueden y lo que no pueden publicar. El caso es que así­ fuimos comiéndonos marrón histórico tras marrón, aunque justo es reconocer que mucha fama la ganamos a pulso gracias a esta mezcla de vanidad, incultura, mala leche, violencia y fanatismo que nos meneaba y que aún colea hoy; aunque ahora el fanatismo -lo otro sigue igual- sea más de fútbol, demagogia polí­tica y nacionalismo miserable, centralista o autonómico, que de púlpitos y escapularios. Y, en fin, de toda esa leyenda negra en general, buena parte de la que surgió en el XVI se la debemos a Flandes (hoy Bélgica, Holanda y Luxemburgo), donde nuestro muy piadoso rey Felipe metió la pata hasta la ingle: «No quiero ser rey de herejes -dijo, o algo así­- aunque pierda todos mis estados». Y claro. Los perdió y de paso nos perdió a todos, porque Flandes fue una sangrí­a de dinero y vidas que nos domiciliarí­a durante siglo y pico en la calle de la amargura. Los de allí­ no querí­an pagar impuestos -«Espaí±a nos roba», quizás les suene-; y en vez de advertir que el futuro y la modernidad iban por ese lado, el rey prudente, que ahí­ lo fue poco, puso la oreja más cerca de los confesores que de los economistas. Además, a él que era pacato, soso, más aburrido y sin substancia que una novela de José Luis Corral o los diarios de Andrés Trapiello, los de por allí­ le caí­an mal, con sus kermeses, sus risas, sus jarras de cerveza y sus flamencas rubias y tetonas. Así­ que cuando asaltaron unas iglesias y negaron la virginidad de Marí­a, mandó al duque de Alba con los tercios –«Son como máquinas, con el diablo dentro», escribirí­a Goethe-, y ajustició rebeldes de quinientos en quinientos, incluidos los nobles Egmont y Horn, con la poca mano izquierda de convertirlos en mártires de la causa. Y así­, tras una represión brutal de la que en Flandes todaví­a se acuerdan, hubo una serie de idas y venidas, de manejos que alternaron el palo con la zanahoria y acabaron separando los estados del norte en la nueva Holanda calvinista, por una parte, y en Bélgica por la otra, donde los católicos prefirieron seguir leales al rey de Espaí±a, y lo fueron durante mucho tiempo. De cualquier modo, nuestro enlutado monarca, encerrado en su pétreo Escorial, nunca entendió a sus súbditos lejanos, ni lo intentó siquiera. Ahí­ se explican muchos males de la Espaí±a de entonces y de la futura, cuya clave quizá esté en la muy espaí±ola carta que el loco y criminal conquistador Lope de Aguirre le dirigió a Felipe II poco antes de morir ejecutado: «Mira que no puedes llevar con tí­tulo de rey justo ningún interés destas partes donde no aventuraste nada, sin que primero los que en esta tierra han trabajado y sudado sean gratificados».

Graciela Machuca

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *