Tlachinollan: sembrando justicia comunitaria

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Luis Hernández Navarro
Una enorme manta con el retrato de Nestora Salgado Garcí­a —la comandante de la policí­a comunitaria de Olinalá, injustamente presa en el penal de máxima seguridad en Tepic— demanda su libertad. Es seguida por otra de la Casa de Justicia La patria es primero, de la CRAC-PC. Ambas forman parte de la movilización realizada en Tlapa, Guerrero, para conmemorar los 20 aí±os de vida del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan.

Participaron más de 3 mil indí­genas de la Montaí±a de Guerrero. Son me’phaa, na savi, nauas y í±omndaa. Llegaron de 185 comunidades enclavadas en 13 municipios. Fueron acompaí±ados por cinco bandas musicales de las que le dan sabor a las luchas comunitarias. Demandaron liberar a los policí­as comunitarios presos, entregar granos básicos, construir caminos y apoyar a la reconstrucción de los 20 pueblos damnificados las tormentas Ingrid y Manuel.

La movilización indí­gena del 26 de julio en Tlapa es un hecho inusual en el mundo de las organizaciones de defensa de los derechos humanos y de los organismos civiles de promoción al desarrollo. Salvo unas cuantas excepciones, la gran mayorí­a de las organizaciones no gubernamentales (ONG) que existen en el paí­s carecen tanto de capacidad de convocatoria como de la vinculación comunitaria que tiene Tlachinollan.

Lo común es que las ONG hablen en nombre de las comunidades sin que ellas así­ lo dispongan; que soliciten recursos a fundaciones y gobiernos en representación de organizaciones populares que no les han solicitado hacerlo; que se presenten en foros y espacios públicos con un mandato que no tienen; que busquen negociar los intereses del campo popular al margen de cualquier consulta. Tlachinollan no funciona así­. Nunca lo ha hecho.

En nuestro medio abundan los casos de ONG que han perdido la N. Se han transformado en organizaciones cuasi gubernamentales (OCG). Gestionan proyectos gubernamentales, captan y aterrizan recursos, mientras actúan como auxiliares de administraciones de todo signo polí­tico. Sus directivos se presentan como actores no gubernamentales pero, con demasiada frecuencia, se convierten en funcionarios públicos sin rendir cuentas. Tlachinollan no actúa así­.

Es frecuente que las ONG adapten su trabajo a las lí­neas de financiamiento impuestas por las fundaciones internacionales. Cuando la moda son los proyectos de género y hay dinero para impulsarlos, se vuelven feministas; cuando la moda es el calentamiento global, se transforman en ambientalistas; cuando es fácil conseguir plata impulsando la microempresa, promueven la formación de fondos revolventes e impulsan la capacitación en administración por objetivos. Tlachinollan no es de esas.

Tlachinollan fue fundado en 1994, hace ya dos décadas, por el antropólogo Abel Barrera y un grupo de activistas e investigadores para servir a los pueblos de la Montaí±a. Estaban aún frescas las vigorosas movilizaciones en Guerrero por los 500 aí±os de resistencia indí­gena. Se propusieron inicialmente documentar las condiciones de los presos indí­genas de Tlapa.

Como ellos han seí±alado, en esos primeros aí±os ”nada tení­amos que ofrecer, sólo nuestra presencia y solidaridad. Nos martilleaba en la mente la frase imborrable de la cárcel de Tlapa: En este lugar maldito donde reina la tristeza, no se castiga el delito, se castiga la pobreza’».

Originalmente, su terreno de intervención se concentró en la Montaí±a de Guerrero, región en la que cerca de 85 por ciento de la población es indí­gena, y en la que se ubican 10 de los 100 municipios con el ranking más bajo de desarrollo humano en México. Pero, también, una zona con muy importantes experiencias de resistencia campesina e indí­gena en el terreno de la comercialización del café, el abasto de productos básicos, la lucha por la democracia municipal y la gestión de caminos y servicios.

Abel Barrera, su presidente, ha sido justamente reconocido internacionalmente por su labor en la defensa de los derechos humanos por organismos como Amnistí­a Internacional de Alemania, el Centro de Derechos Humanos Robert F. Kennedy, la Oficina de Washington sobre América Latina, la Fundación MacArthur, entre otros muchos. Nacido en Tlapa, cursó estudios religiosos durante 12 aí±os con el objetivo de convertirse en sacerdote católico, estudió antropologí­a y terminó regresando a su tierra natal para meterse de lleno a la aventura de ayudar a los pueblos indios en su lucha autónoma.

Muy pronto quedó claro para los promotores del proyecto que tendrí­an que ir más allá de la simple documentación sobre derechos humanos. Fue así­ como se involucraron activamente en la asistencia jurí­dica y en la educación en derechos humanos.

”Cuando empezamos a enfrentar la realidad de violencia infligida por agentes del Estado —narra Abel Barrera—, empezamos a entender lo difí­cil que es vivir indefensos, con la pobreza y la discriminación. En ese momento entendemos la resistencia histórica de los pueblos indí­genas, su perseverancia, su coraje y generosidad. Por eso ahora sabemos que con ellos somos defensores y sin ellos nuestro trabajo serí­a débil y sin sentido.»

El trabajo de Tlachinollan es ejemplar. Ofrece asesoramiento y ayuda a las ví­ctimas de la violencia a la hora de interponer denuncias. Pero no sólo llevan demandas ante los jueces. Apoyan la agricultura alternativa y sostenible, ejercen de mediadores en temas polí­ticos y religiosos, y forman parte de una red más amplia de ONG que trata de mejorar las condiciones de vida de la población. Su radio de acción se extiende hoy por todo Guerrero.

Este 26 de julio, Abel hizo un balance de la relación que el centro ha tenido con las comunidades a lo largo de estos 20 aí±os. ”Nos dieron —dijo— la tortilla, el café, el petate y el sombrero y nos enseí±aron a sembrar la justicia comunitaria. Por eso, no tienen sentido estos 20 aí±os sin ustedes. Porque ustedes son los padres, las madres, fundadores y fundadoras de Tlachinollan». Los miles de indí­genas que marcharon dan fe de que así­ han sido las cosas.

Graciela Machuca

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