Con este mismo tí­tulo publiqué hace poco más de tres aí±os un pequeí±o reportaje sobre el diario Notiver, un modesto y valiente periódico del puerto de Veracruz, cuyo jefe de redacción y su familia habí­an sido asesinados en junio del aí±o anterior por el crimen organizado o cualquier otra mano negra coludida con el poder. Nunca se supo. En aquella época, el cartel de Los Zetas estaba tomando el control del territorio del Estado y el Gobierno federal habí­a mandado a la Marina para intentar restablecer la seguridad. Poco antes, en septiembre, el turí­stico municipio de Boca del Rí­o, unido al puerto, habí­a amanecido con sus calles sembradas con más de treinta cadáveres. La autorí­a de la matanza dio lugar a mil especulaciones pero nunca a la verdad.

Las autoridades del Estado estaban aterradas porque la violencia arruinase los ingresos turí­sticos y tratando de aparentar que no pasaba nada replicaban en cierta manera la polí­tica informativa del Gobierno federal de entonces: las ví­ctimas estaban en connivencia con sus verdugos. La versión oficial del terrible, despiadado, irresponsable y popular comentario de ”ellos se lo habrán buscado». Por eso la exclusiva que llevaba Notiver aquella maí±ana de enero —el hallazgo de una cabeza decapitada en la puerta de una discoteca de Boca del Rí­o— era más que un suceso: era una noticia de riesgo.

Desde entonces 15 periodistas han sido asesinados en Veracruz, humildes reporteros y fotógrafos de nota roja, la mayorí­a profesionales mal pagados que investigaban casos de abusos y corrupción y que vieron o preguntaron lo que no debí­an. El Gobierno del Estado legisló para proteger la libertad de prensa pero las muertes siguieron produciéndose y sobre todo sin aclararse. El crimen sin castigo y la muerte de informadores continuó, en Chihuahua, en Sinaloa, en Michoacán, en Guerrero… hasta convertir a México, un paí­s democrático y en paz, en uno de los paí­ses más peligrosos del mundo para este oficio. Un centenar de informadores y fotógrafos han muerto violentamente desde el aí±o 2000, más que en toda la guerra de Vietnam o en los conflictos de Oriente Próximo en lo que llevamos de siglo.

Matar a un periodista, sí­, a un curioso, a un entrometido, un demagogo, un chismoso, un impertinente, un bohemio y un escritor, matar a todo eso, es también matar a la sociedad civil, que en el caso de México no puede seguir siendo la que pone las ví­ctimas en el duelo o en la complicidad que mantienen los poderes fácticos y el crimen organizado. Este curso empezó el 26 de septiembre con la desaparición de los 43 alumnos de Ayotzinapa y siguió con la muerte de 42 civiles, presuntos sicarios, en el Rancho del Sol, la espectacular y vergonzosa fuga de Joaquí­n el Chapo Guzmán y el asesinato la semana pasada en la capital, en donde se habí­a refugiado huyendo de las amenazas que habí­a recibido en Veracruz, del fotoperiodista Rubén Espinosa y de otras cuatro mujeres. Es hora de que los poderes públicos mexicanos además de hacer leyes tan largas como perfectas, las apliquen, los culpables paguen y las ví­ctimas sean resarcidas.

 

con información de: elpáis.com

Graciela Machuca

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