Un amasijo de hambre permanente, una jaurí­a carcelaria derrotada por un pedazo de pastel y un trozo de carne. Eso significa ”celebrar» una fecha especial en una cárcel de máxima seguridad. TEXTO: J. JESíšS LEMUS / ILUSTRACIONES: JUAN JOSí‰ Lí“PEZ GALINDO

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Con todo mi carií±o para Ví­ctor y Samuel

í‰ramos una jaurí­a hambrienta, con ojos brillosos de llanto. Grotescamente ataviados con el café carcelario federal, cada preso sumido en sus pensamientos, cada quien tragándose la furia del momento, cada quien matando y tratando de sujetar a sus propios demonios sueltos, éramos —agresivos y sumisos— como animales a la espera de un pedazo de carne. Era una vez la navidad en la cárcel federal de Puente Grande.

En la calle la navidad puede pasar desapercibida, pero en la cárcel es un dí­a especial: desde la maí±ana el dolor se va acumulando lentamente en los huesos, los recuerdos de mejores momentos —cualquier cosa es mejor que la prisión— no dejan de nublar la mirada. El aire se impregna de frutas frescas y delirios de libertad. El frí­o va congelando todo.

Viví­ tres navidades en prisión. Ninguna me parece digna de recordarse. Por eso cuando Sam me pidió que escribiera sobre cómo se siente —y digo cómo se siente, porque no puedo decir cómo se vive— una navidad en la cárcel, lo primero que sentí­ fue un tirón de tripas. Es —pensé— como pedirle a un martirizado de la santa inquisición que se vuelva a subir al potro.

Acepté para saciar ese morbo que se le asoma entre sonrisa y sonrisa.

Puente Grande

Decidí­ escribir sobre la navidad en la cárcel porque además, en contraofensiva, no puedo dejar de imaginarme a Sam hablando despacito, casi al oí­do, murmurando algunas palabras sediciosas a los oí­dos de Ví­ctor, el que seguramente a través de sus redondos lentes habrá de fustigar —con su inocencia nata— la sintaxis de lo escrito y el dolor derramado en las letras. El dolor siempre le parecerá poco a Ví­ctor, sólo para complacer a Sam. De cualquier forma —me digo en un acto de auto conmiseración— ya viví­ la navidad en la cárcel. ¿Qué tiene de malo saciar el morbo?

Como les decí­a, éramos una jaurí­a hambrienta.

—¡Levántense cabrones! ¡Esto no es un hotel de seí±oritas! ¡Los quiero a todos frente a la reja! —gritó el jefe de custodios en punto de las cinco de la maí±ana de aquel 24 de diciembre de algún aí±o pasado. El trato era férreo. Era un dí­a más en la cárcel federal de Puente Grande.

Hubo murmullos y mentadas de madre hací­a el oficial. Aparentemente no se dio cuenta el custodio. Ordenó silencio. Cuando el jefe de custodios nos tuvo a todos los presos de aquella galera de frente a las rejas, en posición de firmes, con postura marcial, dictó la instrucción del dí­a:

—Para hoy, seí±ores, quiero tranquilidad —advirtió—, no quiero un motí­n ni nada que me obligue a matar a nadie. Hoy es nochebuena y van a cenar lomo, pastel y una coca cola.

Una navidad en Puente Grande

El anuncio del festejo estalló la hilaridad de todos los presos, que avizoramos una guardia tranquila. Era de agradecerlo al cielo. Durante los últimos 20 dí­as anteriores a la fecha habí­amos tenido guardias muy duras, en las que ni siquiera nos permitieron comer, menos salir de la celda. Nos habí­an suspendido la alimentación no menos dos veces por semana.

Las tripas fueron las más felices al escuchar la cena de esa noche.

Tras el pase de lista de las seis de la maí±ana, aquel oficial, larguirucho y con el rostro de un cristo rasurado, ordenó la salida al patio. Después de casi 30 dí­as de encierro aquel puí±ado de presos salió, tembloroso, por 30 minutos, de su celda. í‰ramos unos perros flacos, parados a mitad del patio, tratando de tragar un rayo de sol. Con la cara al cielo y los ojos cerrados frente aquella cálida luminiscencia, abriendo la boca, cada quien se hundió en sus pensamientos. Mis recuerdos corrieron veloces por sentirme lejos de casa. En la cárcel lo más difí­cil es llorar. Ese dí­a en el patio miré a varios presos que discretamente se limpiaron las lágrimas.

Después de 30 minutos de sol, parados como palos que resisten la tempestad en el muelle, aquellos inmóviles presos fuimos regresados a las celdas. El frí­o de las paredes muerde la carne. Se mete por todos los poros de la piel y en menos de lo que se imaginan se apodera del alma. Ese dí­a, el calor con el que llegamos del patio ofreció algo de resistencia antes de que el cuerpo se abandonara al frí­o. El resto del dí­a lo pasamos como se pasa la vida en la cárcel: encerrados en cuerpo y alma.

El teniente Baltazar, que viví­a al fondo del pasillo, intentó cantar. Comenzó con el estribillo de un villancico navideí±o. El reticente y amargado público comenzó una rechifla que por poco nos cuesta la cena a todos. El oficial de guardia llegó al pasillo ordenando silencio so pena de ordenar la cancelación de la cena. Hasta el más fiero de los criminales se quedó callado.

En ese pasillo estaba —en ese tiempo— el sargento Rafael T. Gómez, uno de los jefes más sanguinarios del cártel de los Zetas. í‰l mismo reconoció la ejecución de por lo menos doscientas personas. Y fue precisamente Rafael T. Gómez quien, de favor, con una voz que nadie le conocí­a, le pidió al Teniente Baltazar que dejara de cantar.

—¡Baltita! —le dijo Rafael T. Gómez—, amiguito —casi le susurró desde su celda—, ¡Baltita! ¿Serí­a usted tan amable de no alterar el orden? Acuérdese que hoy cenamos bien, no sea usted hijo de su puta madre y nos vaya a echar a perder la cena. —Remató con palabras que parecí­an que provení­an de un sacerdote.

Baltazar no dijo nada. El villancico suspendido a la mitad fue la más clara seí±al de que habí­a entendido la orden de aquel multiasesino.

—Gracias —le dijo Rafael T. Gómez—, Dios lo bendiga a usted y a toda su familia, incluyendo a su puta madre que lo parió.

Navidad en Puente Grande

Tras esa advertencia la tarde transcurrió en silencio. La mayorí­a de los presos de aquel pasillo estuvieron dialogando en voz muy baja. Otros optaron por la lectura. Yo me tendí­ en mis escritos, estaba escribiendo un capí­tulo de Cara de Diablo. Era la única forma de fugarme del lugar. Me dolí­a especialmente la ausencia de mis padres, de los que ese mismo dí­a recibí­ una carta.

Afuera de la celda, el viento frí­o de diciembre soplaba quejoso por las rendijas metálicas.

Como a las siete de la tarde las cerraduras eléctricas de las celdas comenzaron a cantar. La promesa del pastel, la coca cola y el pedazo de lomo hizo salivar a todos los presos. Yo era como el perro de Pávlov: en cuanto se abrió la puerta me consumí­a el hambre. Yo fui el primero en salir de mi celda, la 149. Atrás de mí­ salió Alfredo. Frente a la pared, en la fila, ya esperaba la mitad de los presos. Rafael Caro Quintero me miró con ojos compasivos, seguramente notó el hambre que se me desbordaba por el cuerpo.

Como en procesión, todos los presos caminamos en silencio, con la vista al suelo y las manos a la espalda, hacia el comedor. Bajamos el nivel que nos separaba del área de servicios. Dentro de aquel galerón con frí­as mesas de concreto y blancas luces que nunca dormí­an, el aroma de la cena de navidad era incomparable: nada que ver con la rutina hedionda del caldo de res a medio podrir o los gelatinosos frijoles sobre los que nadaba siempre una triste y verduzca gelatina de limón. Ahora sí­, olí­a a comida. Los presos venteábamos como los perros.

El aroma a cerdo era una caricia en el alma.

Una Navidad en Puente Grande

En el aire un intenso olor a pií±a fresca con retama sazonaba el pensamiento. La fuga era incompleta: la mente volaba pero el cuerpo seguí­a anclado al frí­o metálico de las celdas. Uno a uno fuimos acomodados en las mesas en espera de la instrucción de aquel minúsculo cocinero que siempre nos trataba con desprecio. Su humanidad se crecí­a por el simple hecho de tener el cucharón por el mango. Sus rasgos feminoides lo empujaban a ser colérico y agresivo con los presos.

—Todas las nií±as viendo hacia la pared —gritaba el cocinero, cuando se dirigí­a a los presos.

En una ocasión, cansado de los insultos, Humberto Rodrí­guez Baí±uelos, alias la Rana, el que se encuentra procesado por la muerte del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, se dirigió al cocinero que no medí­a más de un metro con cincuenta centí­metros.

—Vuélvame a decir nií±a y me lo cojo, a usted y a su puta madre, pinche cocinero de mierda —le escupió en la cara.

El cocinero no dijo nada. El rostro se le iluminó de rojo y los ojos le brillaron intensamente. Suspiró. Para los que lo vimos no pasó desapercibido el trago de saliva que denunció el apretado gaznate. Recargó las manos sobre la barra en la que descansaba la cena de aquella ocasión. Pudo salir de su letargo y apenas su voz alcanzó a ser audible.

—Eso me encantarí­a, chiquillo —le dijo como si el mundo hubiese desaparecido a su alrededor.

Después, nadie pudo disociar que el cocinero estaba locamente enamorado de Humberto Rodrí­guez Baí±uelos, por el que no disimulaba su afecto y donde los guií±os eran las menores muestras de ese amor platónico.

El Cocinerito —así­ le llamábamos en el módulo uno— comenzó a servir la cena de navidad. Uno a uno fue llamando a los presos que estaban enfilados a la entrada del comedor, siempre de cara a la pared. En un plato de unicel fue poniendo un pedazo de lomo y un pedazo de pastel. En la mano entregaba una coca cola. A cada uno de los presos le acarició la mano en un éxtasis que sólo él pudo entender. Y a cada uno de los presos poco nos importó aquella caricia, al ver una coca cola en nuestras manos.

Apenas habí­a terminado la fila para pasar con el Cocinerito, el guardia ordenó silencio para hacer una reflexión antes de comenzar a cenar. Aquel jefe de custodios era cristiano y hasta cerró los ojos para ofrecer aquellos alimentos a la gloria de Dios.

El pastel no me dejó cerrar los ojos. Todos los presos babeábamos por comenzar a la cena.

—¡¡Puta, la tuya!! —se escuchó una voz que gritaba en el fondo del comedor.

Después todo fue confusión. Los platos volaban de un lado hacia otro en aquel comedor. Las coca colas fueron improvisadas proyectiles que cruzaban en el salón. Como espectador en primera fila, miré como se trenzaban a golpes el teniente Baltazar y el sargento Rafael T. Gómez. Los militares de un bando y otro se sumaron al conflicto, y en menos de lo que lo cuento ya estaba frente al comedor un grupo antimotines. Nadie alcanzó a comer pastel.

Pronto el agrio sabor del gas lacrimógeno estaba invadiendo el lugar. Todos estábamos tirados al suelo, con las manos sobre la cabeza y los pies cruzados. Una sirena ululaba en el aire de la noche. Los perros se hicieron presentes en la escena. A lo lejos alcancé a mirar cómo habí­an quedado, como después de un accidente en carretera, varias coca colas rodando y algunos pedazos de pastel y carne de cerdo regados por en el suelo.

La celebración acabó antes de iniciar.

Una navidad en Puente Grande

Fuimos llevados a la celda en medio de un fuerte operativo. Nadie tení­a permitido hablar ni levantar la vista. Otra vez la eléctrica voz de las celdas volvió a sonar. Las tripas chillaron de tristeza. Se abrieron las rejas y todos fuimos entregados a la penumbra y el silencio de la crují­a. Era la navidad oscura, dolorosa y cargada de recuerdos. Era otra vez el descenso al infierno.

Allí­ estábamos de nuevo. í‰ramos un amasijo de hambre permanente, una jaurí­a carcelaria derrotada por un pedazo de pastel y un trozo de carne. Una recua de presos al borde del infantil llanto que provoca saberse lejos de los que uno ama. í‰ramos perros del mal, amarrados, hombres solos en el abismo del hambre. Por eso les digo que allá éramos una jaurí­a hambrienta.

A mí­, la navidad me recuerda lo que es tener hambre. Me recuerda el animal que fui.

Graciela Machuca

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