El mundo debe dar gracias a Reino Unido

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”Nunca tantos debieron tanto a tan pocos», dijo Churchill sobre el sacrificio de los aviadores de la RAF en la segunda guerra mundial. Podemos decir lo mismo hoy del sacrificio que ha hecho Reino Unido por la humanidad.

El consenso casi total en el mundo es que al votar en el referéndum del jueves a favor de la salida de la Unión Europea los británicos (o, mejor dicho, los ingleses) cometieron un error incomprensible, demencial y de épicas proporciones. Tras conocerse el resultado, las caras pálidas, los tonos de voz entrecortados e incluso las palabras asombrosamente sobrias —no victoriosas— de los dirigentes conservadores de la campaí±a por el Brexit dieron la impresión de que se habí­an despertado la maí±ana después de una noche de alcohol y desenfreno preguntándose: ”¡Dios mí­o! ¿Qué hemos hecho?».

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Malo esto para Reino Unido, pero bueno para todos los demás. Los británicos se encuentran de repente en una crisis económica y polí­tica sin precedentes, tan gratuita como innecesaria, y de la que solo se pueden culpar ellos mismos. Como consecuencia, la democracia parlamentaria más antigua ha dado al mundo una lección de un incalculable valor, una lección en cómo no se deben hacer las cosas en un paí­s que aspira a la cordura y la prosperidad.

El ‘Brexit’ es el sí­ntoma más alarmante hasta la fecha del fenómeno global ”antiélites»

Lo que nos ha demostrado Reino Unido es que la polí­tica no es, o no deberí­a ser, un juego frí­volo; que los lí­deres demagogos que para alimentar su vanidad y sus ansias de poder alientan la noción de que la sabidurí­a de las masas es la máxima virtud de la democracia deben ser escuchados con cautela; que las decisiones de Estado son todas debatibles pero exigen que aquellos que las tomen posean un mí­nimo de responsabilidad cí­vica y un mí­nimo conocimiento de cómo funciona el Estado; que cuando los polí­ticos que gobiernan o aspiran a gobernar opinan por ejemplo sobre la economí­a, sepan de lo que hablen, o al menos sepan más que el grueso de la población.

En resumen, los que tienen en sus manos el poder de influir en las vidas de millones y millones de personas deben ser expertos. Los expertos fueron precisamente aquellos cuyos argumentos fueron rechazados por la mayorí­a británica que optó por seguir las seductoras melodí­as de los flautistas del Brexit, conduciéndolos, como el de Hamelí­n, a las cuevas del infierno.

El momento más revelador de la campaí±a del Brexit fue cuando una de sus principales figuras, Michael Gove, declaró: ”La gente de este paí­s está harta de los expertos». Gove, que fue ministro de educación durante cuatro aí±os en el gobierno de David Cameron, estaba respondiendo a las advertencias del Banco de Inglaterra, de los jefes de los sindicatos obreros, de los principales empresarios británicos, de Barack Obama y de prácticamente toda la gente informada y pensante del mundo que se expresó en contra de votar por la salida británica de la UE. Escuchen a sus corazones y a sus juicios, les decí­a Gove a los votantes, gente que en su gran mayorí­a, como la gente en todo el mundo, se interesa mucho más por el futbol, o por las telenovelas, o por los concursos de talento, o por las historias de las vidas í­ntimas de los famosos o, por supuesto, por sus familias y sus trabajos que por la polí­tica, un deporte minoritario vaya uno donde vaya. Esto, que tanto les cuesta aceptar a los ideólogos profesionales, no es ni bueno ni malo. Es lo que es, y lo que hay.

Con suerte, hará más difí­cil que los estadounidenses sucumban a Trump o los franceses a Le Pen

Y es el motivo por el cual el primer ministro Cameron pecó de una irresponsabilidad histórica y de una idiotez monumental al encomendar la decisión sobre el complejí­simo tema, entendido por una í­nfima fracción de la población, de si salir o permanecer en la UE era bueno o malo. Si hubiera sido fiel al principio de la democracia representativa, que los propios británicos patentaron en el siglo XVIII, hubiera dejado la decisión en las manos de los electos relativamente expertos diputados parlamentarios, más de tres cuartos de los cuales estaban a favor de la permanencia y ahora se encuentran en la surrealista tesitura de tener que obedecer el veredicto de las masas y solicitar formalmente a Bruselas la salida.

Dicen muchos de los comentaristas de élite que escriben para las élites que el Brexit es el sí­ntoma más alarmante hasta la fecha de un fenómeno global contemporáneo ”antiélites». Se ha vuelto un tópico esto, repetido (por un columnista élite del New York Times, por ejemplo, el viernes) hasta el aburrimiento. Así­ explican dí­a tras dí­a en Estados Unidos y en Europa y en todas partes el ascenso de Donald Trump, primo hermano de los brexiters. Si tantos lo dicen algo de verdad debe tener, se supone, pero existe una explicación más sencilla de estos fenómenos, una a la que las élites opinadoras quizá se resistan por temor a ser tachadas de elitistas: que en cuestiones polí­ticas y económicas nacionales la gente es fácilmente manipulable por los que tienen la cí­nica astucia de apelar a sus prejuicios y sus sentimientos más viscerales o tribales como, en el caso de los ingleses, el ancestral desdén y desconfianza que les inculcan desde la infancia hacia los deshumanizados ”extranjeros».

¿Por qué los londinenses y los escoceses, a excepción de casi todo el resto de Reino Unido, escucharon a los expertos, desoyeron a los populistas y votaron abrumadoramente a favor de la permanencia en Europa? Fácil. Porque los londinenses habitan en la ciudad más cosmopolita del mundo, conviven y trabajan con extranjeros todos los dí­as y ven no solo que aportan mucho a la ciudad en lo económico y en lo social sino que son tan reconociblemente humanos como ellos mismos. En el caso de los escoceses, que han recibido enormes cantidades de inmigrantes en su tierra en los últimos aí±os y que cuando son pobres son igual de pobres que los ingleses, hay una doble explicación. Una, que no se les adoctrina con sentimientos xenófobos desde una temprana edad, sino más bien todo lo contrario; y que el sistema de educación estatal en Escocia es, como el exministro Michael Gove bien sabe, muy superior al inglés. Los escoceses poseen en mayor abundancia que los ingleses las facultades mentales necesarias para saber distinguir entre los predicadores farsantes y los sinceros, entre las polí­ticas que les convienen y las que no.
La saludable lección que el resto del mundo debe aprender del disparate en el que han caí­do los ingleses, entonces, es estar más alerta que nunca al populismo barato de aquellos que pretenden llegar al poder apelando a sus prejuicios y resentimientos. Con suerte, el resultado del referéndum británico, y las consecuencias desastrosas que arrastrará, hará más difí­cil que los votantes estadounidenses sucumban al flautista Trump, o los franceses a Marine Le Pen, del mismo modo que el apocalí­ptico fracaso del también disparatado proyecto chavista en Venezuela con suerte servirá de advertencia a los demás paí­ses de América Latina.

Si el mundo no aprende de estas lecciones quizá llegue el dí­a en el que tengamos que replantearnos la idea de que la democracia es el sistema polí­tico menos malo que ha inventado la humanidad. Mi padre, que combatió en la RAF de 1939 a 1945, decí­a con frecuencia algo que recuerdo mucho estos dí­as: que el mejor sistema de gobierno era la autocracia moderada por el asesinato. Siempre pensé que era una locura y que lo decí­a en broma. Ya no estoy tan seguro.

 

http://internacional.elpais.com

Graciela Machuca

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