El fin del mundo (nuevamente)

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Pues bien: otra vez pasamos por el fin del mundo sin mayores contratiempos. Casi ni se sintió. O en una de esas fue cancelado por causas de fuerza mayor. La cosa es que nadie apretó el botón ni bajó el switch ni tronó nada ni nada. No hubo marcianos ni ángeles; ni parusí­as ni cataclismos. Igual que al pasar del 1999 al 2000: no pasó nada. Chin. Escribí­ la última vez que se acabó el mundo: hasta los cataclismos son inconfiables.

Se percibe cierta decepción en el ambiente. Más de uno exige a los mayas que regresen las entradas. Más de uno lamentó que el tan anunciado CATAPLíšM no llegara ni a gemidito (para citar, majaderamente, a T.S. Eliot). Más de uno alzó la mirada hacia el vulgar cielo cotidiano, tan indiferente a su carácter de estreno, ostentosamente desprovisto de cuatro jinetes, anillos flamí­geros o una segunda luna, y le masculló un discreto reclamo al Cácaro Pantocrátor.

Un dí­a como cualquier otro. Un chisporroteo aquí­ y otro allá; leves cortos circuitos. Pero ni llovieron aviones ni explotaron bombas atómicas ni llegó el tsunami definitivo. En todo caso, quizás no haya razón legí­tima para cantar victoria: el carnaval que ofrecimos ante el posible fin del mundo fue a tal grado degradante que bien nos lo hubiéramos merecido. O quizás sí­ se acabó el mundo después de todo y, noveles en la materia, ni siquiera nos dimos cuenta. Igual y a los encargados de acabar mundos les parecimos tan patéticos que, para castigarnos, nos condenan a seguir viviendo.

Qué decepción para las multiplicantes tribus amparadas por la hospitalaria «ideologí­a de la catástrofe», como la llama Eugen Weber (Apocalypses, Cambridge, 1999). Los banales pseudomayas que se morí­an de ganas de que nos muriéramos. Los entenados de San Juan, los discí­pulos de Nostradamus que lanzan alaridos a diestra y siniestra. (Ignoran que los mayas profetizaron hace mil aí±os que Nostradamus no iba a dar una.)

El fin del mundo siempre emociona a sus ví­ctimas. En ví­speras del gran fin del mundo todo mundo se puso espiritual. Descargas de religiosidad light. Espiritualidad con código de barras y empacada en celofán. Cristianismo convertido en kitschianismo. La larga última cena finisecular con un Cristo de paspartú y once mil apóstoles alivianados. Budistas de Buenavista que cantan hare krishna a ritmo de cumbia norteí±a; vegetarianos que adoran al brócoli de oro; movimientos estudiantiles seguros de que el nefasto orden económico mundial se derrota a con tatuajes y octosí­labos bobitos.

Ya lo explicó Nietzsche: todo fanatismo es pintoresco. Y uno se pregunta de qué demonios sirvió la Ilustración y si no será por pura explosión demográfica que la superstición gana terreno, y si temer de ese modo el fin del mundo no será una manera de precipitarlo, y por qué estas oleadas incontenibles de sentimentalismo oficial. ¿Cómo es posible que los partidos que se suponen herederos de Hegel y Marx, que se supondrí­an ateos o al menos agnósticos, terminen venerando a un mesí­as balbuceante? ¿No se suponí­a que el agnosticismo conduce a los hombres hacia la razón, la filosofí­a, el sentido común, la «piedad natural» y las leyes? ¿No aceptábamos que la superstición es, como decí­a Bacon, «la monarquí­a absoluta en las mentes de los hombres»? ¡Bienvenidos a la primavera de la Nueva Edad Media!

En fin, que no hubo fin del mundo. ¿Nos sentiremos ridí­culos de haberlo temido o deseado? No: seguiremos atareados con su inminencia, explotando la industria de su ví­spera. Lo único distinto es que ahora sabemos que una de las caracterí­sticas del fin del mundo es su impuntualidad.  Pues bien: otra vez pasamos por el fin del mundo sin mayores contratiempos. Casi ni se sintió. O en una de esas fue cancelado por causas de fuerza mayor. La cosa es que nadie apretó el botón ni bajó el switch ni tronó nada ni nada. No hubo marcianos ni ángeles; ni parusí­as ni cataclismos. Igual que al pasar del 1999 al 2000: no pasó nada. Chin. Escribí­ la última vez que se acabó el mundo: hasta los cataclismos son inconfiables.

Se percibe cierta decepción en el ambiente. Más de uno exige a los mayas que regresen las entradas. Más de uno lamentó que el tan anunciado CATAPLíšM no llegara ni a gemidito (para citar, majaderamente, a T.S. Eliot). Más de uno alzó la mirada hacia el vulgar cielo cotidiano, tan indiferente a su carácter de estreno, ostentosamente desprovisto de cuatro jinetes, anillos flamí­geros o una segunda luna, y le masculló un discreto reclamo al Cácaro Pantocrátor.

Un dí­a como cualquier otro. Un chisporroteo aquí­ y otro allá; leves cortos circuitos. Pero ni llovieron aviones ni explotaron bombas atómicas ni llegó el tsunami definitivo. En todo caso, quizás no haya razón legí­tima para cantar victoria: el carnaval que ofrecimos ante el posible fin del mundo fue a tal grado degradante que bien nos lo hubiéramos merecido. O quizás sí­ se acabó el mundo después de todo y, noveles en la materia, ni siquiera nos dimos cuenta. Igual y a los encargados de acabar mundos les parecimos tan patéticos que, para castigarnos, nos condenan a seguir viviendo.

Qué decepción para las multiplicantes tribus amparadas por la hospitalaria «ideologí­a de la catástrofe», como la llama Eugen Weber (Apocalypses, Cambridge, 1999). Los banales pseudomayas que se morí­an de ganas de que nos muriéramos. Los entenados de San Juan, los discí­pulos de Nostradamus que lanzan alaridos a diestra y siniestra. (Ignoran que los mayas profetizaron hace mil aí±os que Nostradamus no iba a dar una.)

El fin del mundo siempre emociona a sus ví­ctimas. En ví­speras del gran fin del mundo todo mundo se puso espiritual. Descargas de religiosidad light. Espiritualidad con código de barras y empacada en celofán. Cristianismo convertido en kitschianismo. La larga última cena finisecular con un Cristo de paspartú y once mil apóstoles alivianados. Budistas de Buenavista que cantan hare krishna a ritmo de cumbia norteí±a; vegetarianos que adoran al brócoli de oro; movimientos estudiantiles seguros de que el nefasto orden económico mundial se derrota a con tatuajes y octosí­labos bobitos.

Ya lo explicó Nietzsche: todo fanatismo es pintoresco. Y uno se pregunta de qué demonios sirvió la Ilustración y si no será por pura explosión demográfica que la superstición gana terreno, y si temer de ese modo el fin del mundo no será una manera de precipitarlo, y por qué estas oleadas incontenibles de sentimentalismo oficial. ¿Cómo es posible que los partidos que se suponen herederos de Hegel y Marx, que se supondrí­an ateos o al menos agnósticos, terminen venerando a un mesí­as balbuceante? ¿No se suponí­a que el agnosticismo conduce a los hombres hacia la razón, la filosofí­a, el sentido común, la «piedad natural» y las leyes? ¿No aceptábamos que la superstición es, como decí­a Bacon, «la monarquí­a absoluta en las mentes de los hombres»? ¡Bienvenidos a la primavera de la Nueva Edad Media!

En fin, que no hubo fin del mundo. ¿Nos sentiremos ridí­culos de haberlo temido o deseado? No: seguiremos atareados con su inminencia, explotando la industria de su ví­spera. Lo único distinto es que ahora sabemos que una de las caracterí­sticas del fin del mundo es su impuntualidad.

Graciela Machuca

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