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Rosa Montero/Elpais.com

Una maí±ana de principios de 1977 recibí­ una llamada angustiada de Félix Bayón desde el flamante diario EL PAíS, que apenas llevaba cuatro meses en la calle. Conocí­a a Bayón de la revista Posible, en la que yo habí­a colaborado haciendo entrevistas; Félix, estupendo periodista, grande de sonrisa, de cuerpo y de corazón (tan grande, en realidad, que esa desmesurada ví­scera acabó matándolo prematuramente), estaba llevando el suplemento dominical del nuevo periódico. Se les acababa de caer ya no recuerdo por qué la extensa entrevista que la revista sacaba cada semana y necesitaban una, la que fuera, en menos de 24 horas, porque estaban cerrando el número. ¿Serí­a yo capaz de hacerle una larga entrevista a alguien interesante y escribirla y entregarla antes de las doce del dí­a siguiente? Yo era free lance, es decir, colaboradora, y un colaborador dice a todo que sí­, de modo que acepté. Lo más difí­cil era encontrar a un personaje importante que se dejara atracar de ese modo; tras pensarlo un poco, llamé a Ana Belén, a quien conocí­a y sabí­a accesible y amable, mientras cruzaba los dedos para que estuviera en Madrid y, por aí±adidura, localizable en su casa (déjenme recordar a los más jóvenes que por entonces aún faltaba mucho para que se inventaran los móviles). Y debe de existir un dios para los redactores en apuros, porque Ana Belén contestó al teléfono y tuvo la generosidad de recibirme un par de horas más tarde. Hicimos la entrevista, la pasé, la escribí­ y la entregué a tiempo, no sé ni cómo; fue mi primera colaboración con El PAíS. Y ese cúmulo de casualidades unió mi existencia a este diario y en especial al suplemento dominical: vivimos zarandeados por el azar.

Desde 1977, que es cuando salió esta entrevista, hasta hoy han pasado 38 aí±os, y siempre he estado unida de algún modo a este El Paí­s Semanal. Empecé de colaboradora, entré en nómina, incluso dirigí­ el semanal durante cierto tiempo y ahora vuelvo a ser colaboradora, pero ahí­ sigo. Me ha durado más que ninguna pareja, más que ninguna casa en la que he residido. De alguna manera define mi vida. Y ahora, pensando para este artí­culo en los cientos de entrevistas que he hecho aquí­, creo que El Paí­s Semanal también define la vida de todos. Que hay un relato del devenir de Espaí±a y del mundo que podemos seguir a través de sus páginas.

Por ejemplo, las entrevistas de la primera época eran esencialmente nacionales. Y es que, en la Transición, necesitábamos sobre todo hablar entre nosotros, recuperar la fluidez y la veracidad del discurso público, tan agarrotado y censurado en la dictadura; necesitábamos nombrar las palabras para dejarlas libres. Mi segunda entrevista fue con López Bravo, varias veces ministro con Franco y miembro del Opus Dei; y le pregunté qué opinaba del divorcio, del aborto, de la homosexualidad: ¿y qué le parecerí­a tener un hijo gay? Hoy serí­a una entrevista tópica, pero entonces empezábamos a tocar abiertamente esos temas por vez primera. Recuerdo el absoluto desconcierto de López Bravo, sus titubeos, sus circunloquios. Era obvio que hasta entonces no se habí­a planteado que en esos temas se pudiera tener otra opinión.

De modo que en aquellos primeros aí±os cultivé sobre todo el género patrio; desde Fraga, en un encuentro al que acudí­ tiritando de miedo, porque acercarse a don Manuel en los tiempos tronantes de ”La calle es mí­a» era como rondar el Vesubio minutos antes de la catástrofe de Pompeya, hasta Tarradellas, que acababa de volver del exilio y que, con su ”Ja soc aquí­« gritado desde el balcón del palacio de la Generalitat, habí­a liberado simbólicamente a los catalanes de las últimas ataduras franquistas. Por cierto que Tarradellas me pareció un personaje memorable, un abuelo malandrí­n, desmesurado y cabezota; discutimos empeí±osamente sobre su prohibición del uso de pantalones por parte de las empleadas del palacio y cuando me fui insistió en regalarme libros y más libros de la Generalitat, tantos y tan grandes que eran imposibles de acarrear y se los iba entregando mayestáticamente a un esforzado ujier que nos seguí­a; yo intenté negarme, detener de algún modo el alud de papel que amenazaba con sepultarnos, pero todo fue inútil; hasta que atrapé una mirada de connivencia del conserje por detrás de la torre de volúmenes, un guií±o, una seí±al. Comprendí­ y me callé; di las gracias al honorable y nos despedimos, y después el sabio ujier volvió a colocar los libros en su lugar. Nadie le llevaba la contraria a Tarradellas.

Poco después Espaí±a empezó a salir de su ensimismamiento, del saco amniótico de los primeros momentos de la Transición, y comenzaron también las entrevistas internacionales. Como la del ayatolá Jomeini, hecha en enero de 1979, en los últimos dí­as de su exilio en Neauphle-le-Chí¢teau, a 70 kilómetros de Parí­s. En aquel pequeí±o pueblo nevado estaba concentrada toda la oposición iraní­; por entonces la izquierda mundial veí­a con buenos ojos a ese clérigo bajito y cejijunto, por la sencilla razón de que se oponí­a al tiránico sha. Era un mundo todaví­a ignorante e inocente y aún no habí­amos aprendido que oponerse a algo malo no implica necesariamente representar el bien. Para hablar con Jomeini tuve que cubrir con un paí±uelo mis cabellos y también las cejas, que no asomara ni una hebra de mi pecaminoso pelo; pero lo peor fue que me dijeron que mantuviera constantemente mi cabeza más baja que la del ayatolá, cosa harto difí­cil porque se trataba de un anciano muy pequeí±o que además estaba sentado sobre un cojí­n en el suelo. De manera que aquella entrevista, la más estrafalaria de toda mi vida, la hice prácticamente tumbada sobre la alfombra. No me dejaron muy buen sabor de boca ni el procedimiento ni las respuestas de aquel viejo clérigo de rostro sombrí­o e iracundo, de modo que en mi texto planteé ciertas tí­midas crí­ticas que fueron a su vez muy criticadas por la izquierda convencional: ya digo que entonces Jomeini era de los buenos. Un mes más tarde regresó a Irán y enseguida comenzaron las ejecuciones públicas en los estadios. Acababa de inaugurarse oficialmente la nueva ola del integrismo islámico.

Pensando en las entrevistas que he hecho aquí­, creo que El Paí­s Semanal’ define la vida de todos, que hay un relato del devenir del mundo

También recuerdo la entrevista con Indira Gandhi; su ascético despacho (una mesa desnuda con una hilera de seis pobres sillas delante), que más que una estancia oficial parecí­a un aula parroquial para enseí±ar catequesis; su dureza, que no era frialdad, sino una especie de violenta emoción contenida; y, sobre todo, su profunda melancolí­a. La boca de Indira no parecí­a estar hecha para sonreí­r y la rodeaba una especie de halo trágico, como si conociera el destino cesáreo que le esperaba, las 32 balas con que la acribillarí­an sus guardaespaldas. De aquella misma época fue la entrevista con Olof Palme, primer ministro de Suecia y personaje singular. Viniendo de una Espaí±a a la sazón masacrada por ETA (los terroristas vascos llegaron a matar a 90 personas en un aí±o), me chocó profundamente, y envidié, la falta de seguridad que rodeaba a Palme. Aí±os después, en 1986, serí­a asesinado al salir de un cine con su esposa. Todaví­a no se sabe quién lo hizo.

Dos personajes que me decepcionaron profundamente, por razones muy distintas, fueron Yasir Arafat y Margaret Thatcher. Al primero lo entrevisté en 1989, en Túnez, antes de que regresara a los territorios ocupados; temí­a, con toda razón, ser asesinado, así­ que dormí­a cada noche en un lugar distinto. Para poder hablar con él debí­as instalarte en un hotel de Túnez y quedarte ahí­ de guardia, sin salir jamás, esperando a que te llamaran. El fotógrafo y yo nos mantuvimos así­ durante una semana hasta que una noche fuimos despertados a las tres de la madrugada. Nos recogió una chica aterrada y temblorosa, al borde del llanto, que decí­a que habí­amos tardado mucho en levantarnos; iba con nosotros un periodista danés, que fue el primero en preguntar al lí­der, pero a la tercera cuestión Arafat se sumió en una cólera helada y la entrevista terminó.

Graciela Machuca

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