MORIR EN EDOMEX | LA HISTORIA DE SONIA: ”LA ENTERRí‰ CON SUS MUí‘ECAS»

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Chimalhuacán, Estado de México, 28 de julio (SinEmbargo).- La madre de Reina enviudó y la vida se le hizo sofocante, con el hambre siempre al acecho.

Recogió a algunos de sus hijos de su pueblo, Asunción Nochixtlán, Oaxaca, y los trajo a un pedazo de Chimalhuacán, entonces, más que hoy, un llano de salitre y cascajo.

Inicialmente dejó a Reina en la milpa, pero la trajo cuando consideró que necesitaba quien le ayudara en la ciudad. Empleó a su hija de ocho aí±os primero en el cuidado de sus pequeí±os primos y después en un puesto de tamales que colocaban afuera del estadio Neza 86; cada dí­a la nií±a caminaba cuarenta minutos por los llanos polvorientos. Hoy, Reina, de 41 aí±os de edad, no recuerda un dí­a de su vida que no haya trabajado.

En su adolescencia conoció a un hombre con quien quiso huir de la casa de su madre y de la doble servidumbre a la que estaba sometida con sus hermanos varones y los dueí±os de las casas en que trabajaba. Casó con íngel e hicieron su hogar en casa de la madre de él, por lo que Reina quedó sujeta a sus patrones de siempre y a una desconocida.

En ese tiempo íngel era ayudante de albaí±il; tení­a las manos duras y pesadas como tabiques y las lanzaba contra lo que fuera cuando inhalaba solventes, lo que hací­a casi a diario además de beber. La golpeó desde el primer dí­a: cuando supo que su Reina sostuvo un noviazgo con su hermano antes de conocerlo a él, enloqueció.

La golpiza dejó a la mujer en cama durante un mes. No necesitaba mucho para maltratarla: el sabor de la comida, la manera en que ella caminaba en la calle, el desliz de la blusa que dejaba al descubierto un hombro; la cara de miedo de Reina, porque le recordaba su propia miseria.

De 1988 a 1991, entre tundas y palizas, nacieron cuatro hijos: íngel, í‰rika, Diego y Sonia.

La vida era más dura que las manos de íngel.

Los muchachos estrenaron poca ropa: casi todo lo que vistieron en su infancia fueron prendas usadas y regaladas por las hermanas de Reina o por las seí±oras para las que trabajó en el Distrito Federal.

Cada fin de aí±o íngel les compraba un par de zapatos, un pantalón, una chamarra y nada más; eso era todo. Luego de varios aí±os Reina compró, hace medio aí±o, un pantalón nuevo de mezclilla.

Sonia, por ejemplo, nunca fue al cine. Era feliz con unas muí±ecas pelonas, una de ellas con aspecto de recién nacida, vestida con un mameluco. Reina compró una, nueva, en un tianguis, y la otra fue un obsequio de la dueí±a de la casa para la que trabajaba en ese tiempo y adonde la mujer podí­a llegar con su hija pequeí±a.

Alguna vez conoció el Zócalo de la Ciudad de México y existen fotografí­as de ella muy pequeí±a en el Bosque de Chapultepec. Con esas excepciones, todos los minutos de su vida transcurrieron en Chimalhuacán. En su adolescencia tuvo unos tacones cafés, un par de tenis y su tesoro fueron unas botas negras que su mamá compró en abonos.

Las penurias se hací­an más intensas cuando íngel se embrutecí­a al grado de desaparecer durante un mes; su mujer e hijos sentí­an algún alivio excepto por la permanente hostilidad de la madre de él. Y el tipo siempre volví­a más violento que la ocasión anterior, listo para que su madre le pellizcara la rabia con cualquier chisme sobre el comportamiento de su esposa.

Reina consiguió el milagro del ahorro y compró un terreno de unos veinticinco metros cuadrados cerca de un rí­o de aguas negras. íngel construyó un cuarto de bloques de cemento y láminas dividido en tres espacios, cocina, sala y una sola habitación en que dormí­an los seis. No hubo dinero para construir una barda y en su lugar sólo quedó una malla de alambre que no representa ningún obstáculo para cualquier persona ajena que quiera llegar hasta la puerta. Al inicio carecí­an de agua potable, drenaje y luz eléctrica, servicios a los que accedieron apenas en 2011.

”Seguí­an los golpes y maltratos hacia mis hijos y hacia mí­. En 2000 corrí­ a mi esposo porque quiso abusar de mi hija mayor cuando ella tení­a catorce aí±os», recuerda Reina ese dí­a en que se descubrió valiente, pero después revive también las constantes apariciones de íngel para levantarle la mano, gritarle, advertirle.

—¡Andas de puta, todos me dicen que andas de puta!

Reina y sus cuatro nií±os sobreviví­an cada dí­a con el equivalente actual de cien pesos. Dos de sus muchachos estudiaban la secundaria y los otros dos la primaria: no habí­a manera de estirar ese billete con la cara del rey Nezahualcóyotl estampada.

”En las tardes me iba a planchar a otra casa, con eso salí­a el pasaje para que se fueran a la secundaria. Soí±é con el diploma de uno de mis hijos colgando en la pared de mi casa.»

Reina iniciaba cada dí­a con la esperanza de que terminara con el estómago de sus hijos lleno. Siempre ha trabajado como empleada doméstica por los rumbos de Taxqueí±a y Rojo Gómez. Cierta ocasión quiso seguir la misma ruta de algunos de sus hermanos, a quienes la miseria soltó hasta que llegaron a Nueva York. Ya separada de íngel, uno de ellos le propuso dejar México.

—Oye, hermana, ¿por qué no te vienes para acá y le echas ganas con tus hijos para que sigan estudiando?

Reina aceptó inicialmente, pero su madre se opuso recordando que tres de los nií±os aún estaban muy pequeí±os. En ese tiempo Sonia cursaba el cuarto aí±o de primaria.

—¿Qué te parece si mejor se va íngel? —propuso la madre.

íngel tení­a quince aí±os, y por ser menor de edad, los trabajos a los que podí­a aspirar eran aún peor pagados que a los adultos. Al plan se agregó que el muchacho estudiarí­a por las maí±anas y se ocuparí­a como barrendero y lavatrastes en el mismo restaurante en que su tí­o trabajaba.

El plan se concretó y íngel voló a Nueva York. Aunque el dinero que el joven lograba enviar a Chimalhuacán era poco, la situación de Reina mejoraba porque era una boca menos en su casa. í‰rika, la mayor, suplí­a a su madre en el cuidado de sus hermanos, quienes cursaban la primaria.

Reina llegaba en la noche y se enteraba con preocupación del aumento de la presencia de drogas ilegales en el vecindario y en la escuela en que estudiaban sus muchachos. Estaba convencida de que la educación que le faltó a ella les darí­a a sus hijos un mejor futuro. Se sentí­a ausente de casa y querí­a participar más decididamente en las actividades escolares de los nií±os, pero su empleo le imponí­a salir durante todo el dí­a.

Encontró trabajo como afanadora en el turno de noche del aeropuerto de la Ciudad de México. Volví­a de maí±ana con la esperanza de aguardar a sus hijos con la comida recién hecha y asistir a las reuniones convocadas por la dirección de la escuela, pero apenas llegaba a casa, la madre lidiaba inútilmente por mantenerse con los ojos abiertos, así­ que volvió a la ocupación de doméstica.

Por esos mismos dí­as Erika, con catorce aí±os de edad, dejó la secundaria para hacer vida con su novio. Reina se desalentó: se sentí­a culpable de la pobreza que habí­a empujado a dos de sus hijos a la deserción escolar, pero se animaba con la esperanza de colgar el tí­tulo universitario de los restantes. Además, sintió un nuevo alivio en el bolsillo y la casa pareció crecer un poco; en una cama dormí­a Diego solo, y en la otra madre e hija se abrazaban hasta la maí±ana. Era el mejor momento del dí­a para Reina, cuando apretaba a su nií±a contra su cuerpo y le calentaba las plantas de los pies con los suyos.

***

En 2007 Sonia comenzó a salir con Miguel, un muchacho mayor que ella, a quien la uní­a el vecindario de piedras y cascajo. Se conocieron gracias a la relación que tení­an Diego, hermano de ella, y una prima hermana de él.

La mayor coincidencia consistió en que sus madres, Reina y Marina, llegaron de Oaxaca perseguidas por el empobrecimiento del campo y la pauperización de los indí­genas. Ambas provení­an de la región mixteca, pero llegaron en distintos momentos de sus vidas.

Reina, más joven, fue traí­da de Asunción Nochixtlán a la periferia de la ciudad durante su infancia. Desde entonces la lengua mixteca dejó de serle indispensable, al contrario: el estigma de ser indí­gena en la Ciudad de México le impuso el olvido de las primeras palabras aprendidas. Junto con el idioma se deslavaron las costumbres, algunas particularmente relacionadas con la limitada independencia de las mujeres.

Marina, de mayor edad, proviene de una familia más próspera que la de Reina, propietarios de animales en San Miguel, a unas cuatro horas de Asunción, distancia suficiente para la existencia de variaciones lingí¼í­sticas y de tradiciones. La mujer llegó a una edad más avanzada y no sufrió de la misma manera la presión económica de salir de casa. Aprendió poco el espaí±ol, al que recurre por necesidad; cuando bebe, y lo hace con frecuencia, parece que la pica el diablo y grita y mienta madres en mixteco.

El noviazgo de Sonia y Miguel prosperó. í‰l se mostraba firme en la intención de formalizar el amorí­o y propuso a la muchacha que ambas familias hablaran al respecto. Ella, con catorce aí±os de edad, aceptó propiciar la reunión sin tener exactamente claras las implicaciones.

Reina siempre volví­a cansada y malhumorada por el espeso tráfico en que fluyen los habitantes del Estado de México hacia el Distrito Federal para trabajar por la maí±ana y, nuevamente, para volver a casa y dormir por las noches. Sufre dolores de cabeza desde un accidente que sufrió cuando viajaba en una combi de transporte público que fue golpeada por un camión repartidor de la Cervecerí­a Modelo que se negó a ayudarla de cualquier manera.

Una de esas tardes, Sonia se acercó y con su voz infantil le pidió atender unas visitas.

—Mami, van a venir unas personas

—¿Unas personas? ¿Y ahora qué pasó? ¿Ahora tú qué hiciste, Sonia? —emprendió Reina la reprimenda.

—No, nada, quieren hablar contigo.

—¿Quién?

—Una seí±ora por allá —seí±aló hacia la calle.

—¿Qué seí±ora? Diles que se pasen —accedió Reina cuando notó que las visitas estaban a la espera de la invitación.

Cohibida por el poco espaí±ol que habla, Marina no solicitó la formalidad del noviazgo. La solicitud fue presentada por una tí­a del muchacho con más dominio del idioma.

—Buenas noches, ¿usted es la mamá de Sonia? —inició la tí­a de Miguel sin entrar a la casa.

—Sí­, yo soy la mamá de Sonia, dí­game qué se le ofrece —contestó Reina, desacostumbrada a la rigurosa formalidad.

—Mi sobrino Miguel quiere pedirle permiso para andar de novio con Sonia.

—¿Sabe qué? Pásese a mi casa —propuso Reina cuando notó a las vecinas ansiosas por el chisme.

Entraron y se sentaron en la salita.

—Somos de San Miguel —dijo la mujer en referencia a la relativa cercaní­a de su pueblo con Asunción Nochixtlán.

—Pues Miguel es mucho más grande que Sonia —retomó Reina el tema. La nií±a apenas alcanzaba los catorce aí±os y el muchacho sentado en su sillón se veí­a cerca de los veinte.

—Vivimos aquí­ cerca. Yo soy tí­a de Miguel y vengo porque su mamá no puede hablar muy bien espaí±ol, ella habla mixteco. Yo siempre he pedido a las novias de mis sobrinos, de los hermanos de Miguel.

—Pasa que mi hija está estudiando y su papá no está enterado. Mi esposo no está en México, está en Estados Unidos. Si ustedes gustan hablar con mi esposo, yo me comunico con él.

—No… es que Sonia le comentó a Miguel que no quieren saber nada de su papá.

—Es que no sé —Reina mantení­a el miedo a su esposo a pesar de la separación y también le inquietaba la diferencia de edad. Era previsible un embarazo y el consecuente abandono de la escuela de su hija menor tal como habí­a ocurrido con la mayor, í‰rika.

—í‰l la va a respetar y la va a esperar a que termine de estudiar —pareció leer la mente la otra mujer, tan convencida en su papel formal que, en ese momento, aliviaba las dudas de Reina.

—Está bien. Te voy a tener esa confianza —aceptó Reina en el entendido de que el noviazgo ocurrirí­a a escondidas de íngel, el papá de la nií±a.

Los novios sonrieron y propusieron brindar. Miguel corrió a la tienda de la esquina y volvió con un cartón de cerveza.

”¡Por los novios!», repitieron a cada trago.

Entusiasmado, Miguel mencionó sus planes de trabajar en Nueva York, donde viví­an algunos de sus hermanos mayores, para luego casarse con Sonia.

—Pero todaví­a no, ella primero va a estudiar —repitió el muchacho.

De cualquier manera todo iba tan rápido y la nií±a se veí­a tan pequeí±a que nada se podí­a tomar demasiado en serio.

Desde el inicio Miguel se mostró celoso. Le irritaba que la muchacha saliera sin él o que no atendiera de inmediato las llamadas al teléfono celular. Reina y Marina, las suegras, coincidí­an en las reuniones convocadas por la familia del novio. Platicaban de sus pueblos, de las costumbres.

Reina veí­a con preocupación el comportamiento posesivo de su yerno. Se recordaba torturada por los interrogatorios y las sospechas de íngel, pero mantení­a la amabilidad. En un lugar en que el conflicto es costumbre, ella intenta llevar relaciones cordiales, lo que impone mantener el equilibrio consiente entre la cercaní­a y la distancia y, de estas dos posibilidades, Reina casi siempre opta por lo segundo en el vecindario.

Un dí­a, la nií±a llegó con la cara triste, los ojos aguados. Se le acurrucó en el pecho a Reina.

—Ya no quiero a Miguel. Me regaí±a, me insulta.

Reina sintió pesar por la decepción amorosa, la primera que deberí­a sufrir su hija, pero a la vez se fortalecí­a su continuidad en la escuela. El asunto continuó y empeoró. Miguel proporcionó a Sonia un teléfono celular al que la muchacha siempre debí­a atender o, de lo contrario, serí­a acusada de alguna absurda infidelidad.

Una noche, el muchacho entró a casa de Sonia con gesto grave. Pidió hablar con Reina.

Seí±ora, me voy a Nueva York, pero se queda Sonia. Sigue siendo mi novia, la relación sigue. Ella se queda estudiando acá como usted quiere, pero yo me voy a trabajar. Cuando ella termine la prepa, yo regreso y me caso con ella.

—Bueno, está bien, Miguel —asintió Reina a manera de trámite, confiada en que la distancia y la juventud pondrí­a fin a un asunto que, era claro, no hací­a bien a su hija.

Durante el aí±o que siguió, Sonia concluyó la secundaria, inició la preparatoria y conoció nuevos amigos.

Miguel estableció un régimen de conversaciones telefónicas. Cada sábado por la maí±ana, los pequeí±os sobrinos de Miguel caminaban las cuatro calles que separan las casas de Reina y Marina y, sin excusa, la nií±a debí­a atender una llamada. Sin pretexto debí­a responder el teléfono celular en el momento que fuera. Además, cuando Sonia informaba a su novio que visitarí­a a su tí­a, una hermana de Reina residente en Valle de Chalco, Miguel marcaba a esa casa para constatar que, efectivamente, la muchacha estuviera ahí­.

Durante cada llamada, Miguel advertí­a a Sonia que no debí­a hablar con ningún varón. Las peleas eran evidentes y Sonia confió a su madre que los reclamos de fidelidad del muchacho se habí­an convertido en amenazas.

—No puedes salir de tu casa, no puedes tener amigos o cuando regrese te irá muy mal —habrí­a blandido Miguel.

En las noches que dormí­an juntas, Sonia dijo algo más a su mamá.

—La seí±ora me dijo: pí­dele cinco mil pesos a Miguel y dile que es para ti.

—¿Cuántas veces ha hecho eso la seí±ora?

—Ay, mami, pues siempre que voy sola. Me dice: ”pí­dele siete mil», ”ahora pí­dele tres mil», ”ahora pí­dele 5 mil».

Reina decidió intervenir y reclamó a Marina.

—¿Es cierto que pidió esta cantidad? Porque si se entera mi esposo le va a ir muy mal a Sonia y mi hija no tiene que pedir dinero. Su hermano está en Estados Unidos, ella no necesita dinero, él nos manda.

Marina recordaba que mataba puercos y reses para vender la carne en el pueblo y que habrí­a una matanza de antologí­a para la boda de los muchachos. Redactó una lista con los aspectos cárnicos del enlace: un cerdo, quince guajolotes y veinte pollos serí­an sacrificados. Mostró el papel a Reina, para quien el asunto tení­a una relevancia diferente, menor, básicamente porque ella no habí­a crecido en la mixteca y no sopesaba de la misma manera esos detalles.

La boda se celebrarí­a en Chimalhuacán.

—Mire, para empezar, yo no sé cuántos animales usted crea que están bien, porque ninguno de mis hijos se ha casado —subrayó Reina su desapego en las usanzas del pueblo.

Marina insistí­a en el tema para llevar las cosas al compromiso indefectible lo que ocurrirí­a si se acordaba la compra de los animales para el banquete, la recepción de dinero por parte del novio o la admisión del vestido de novia.

Miguel se mantení­a informado de todo lo que ocurrí­a en casa de Sonia. Contaba con las confidencias de su prima, la novia de Diego; los chismes que con generosidad le prodigaba una tí­a, y, más importante, con la constante labor de espionaje de su madre, Marina Zertuche.

Reina seguí­a con preocupación el desarrollo de esa relación que comparaba con la suya. Las alarmas se encendieron cuando supo, por su propia hija, que Miguel habí­a aí±adido la escuela a la lista de prohibiciones y comenzaba a exigirle a la nií±a que se preparara para hacer el viaje como indocumentada a Nueva York.

—¿Sabes qué? —Reina avisó a Sonia—. Tú no te vas a ir a ningún lado, te quedas aquí­. Si sigue exigiendo, yo le voy a decir que hable con tu papá —amonestó con la esperanza de que su hija temiera a íngel padre tanto como ella.

Sonia se aplomó y terminó la relación con Miguel, cuya mala reacción quedó chica ante el escándalo emprendido por su madre. Marina se emborrachó y buscó a Sonia para confrontarla.

—¿Es verdad que ya terminaste con Mickey? Pues fí­jate que no, porque en mi pueblo cuando se da la palabra de novios es porque se van a casar. Aquí­ no hay que tener otro novio, nada más hay que tener el que decidimos hablar con sus papás. ¡No te hagas pendeja! Mi hijo está trabajando mucho para regresar y casarse contigo. Ya te mandó el dinero para tu vestido de novia.

”Mentira», dirí­a Reina aí±os después en entrevista. ”Mi hija pedí­a dinero a Miguel y él se imaginaba que todo era para ella, cuando Sonia nada más recibí­a cinco o diez pesos y eso a veces que la seí±ora le daba para comprar un litro de leche y eso era todo».

Reina volvió a tomar camino a casa de Marina. Tocó la puerta y obvió el saludo.

—Mi hija ya no quiere saber nada de Miguel. Aquí­ terminó todo, deje de molestarla. Que Miguel ni le hable ni nada. Ya terminó.

—¡No, Sonia nunca va a dejar a Miguel! Primero muerta antes que dejar a Miguel. Mi hijo toma mucho, no come por Sonia cuando se dejan. En mi pueblo, cuando ven a una mujer así­ la golpean, medio la matan y ella tiene que estar en su casa y no salir hasta que el hombre decida.

—Pues yo también soy de Oaxaca y aquí­ es Chimalhuacán. Son otras las costumbres y no creo que su papá permita eso.

—Sonia, primero muerta antes de que deje a Miguel. Ella se va a casar con Miguel y ya le mandó el vestido y ya hasta tenemos los animales que vamos a matar para la comida.

—Es que Sonia ya no quiere y yo no la puedo obligar.

—Pues en mi pueblo no es así­…

—Sonia se va a ir a Chiapas con uno de mis hermanos para que no haya problemas de que si tiene o no tiene novio.

—No, no va a dejar a Miguel.

Marina se mantuvo en pie de guerra. En cada oportunidad insultaba a Sonia, se le acercaba y le disparaba una ráfaga en mixteco y espaí±ol mientras le agitaba la mano cerca de la cara.

—Sonia, mi hijo te mandó dinero y ya lo tengo guardado, ¿me acompaí±as a cobrarlo?

—No —se resistí­a la muchacha y se preparaba para el vendaval oloroso a aguardiente que seguí­a.

—¡Qué pendeja, qué estúpida eres! ¡Chingas a tu madre!

Hoy Reina considera que el empecinamiento y el tono ofensivo obedecieron a que en el vecindario se le considera una mujer sola, sin hombre, y en consecuencia débil. De vez en cuando Miguel marcaba al celular y repetí­a las frases.

—Esto no se va a quedar así­, nadie se burla de mí­ ni de mi mamá. En mi pueblo no acostumbran eso —lo escuchaba ebrio y llorando.

***

En los últimos meses de 2007, Diego abandonó la escuela por la situación económica de la casa y se ocupó como albaí±il. Durante algún tiempo, su relación con la prima de Miguel se habí­a agriado por los conflictos familiares avenidos por la ruptura de Miguel y Sonia, pero se reconciliaron.

En alguna salida de casa descubrió que le gustaba un muchacho, Giovanni, quien correspondió las sonrisas de la nií±a. Con su madre y su hermano en el trabajo, Sonia permanecí­a sola durante casi todo el dí­a por lo que el contacto con el nuevo muchacho era frecuente.

De vez en cuando, el teléfono timbraba y ella respondí­a con la esperanza de que Miguel le dijera que, finalmente, cada quien harí­a de su vida lo que quisiera.

—Sonia, ya voy a llegar y nos vamos a casar. Ya voy a estar allá y nos vamos a casar y no me importa que tengas novio —y luego la repetición de las amenazas.

El enamoramiento con Giovanni ocurrí­a a escondidas, porque Sonia no querí­a terminar la relación con Miguel. Eso molestaba a Reina, lo que llevaba a los enamorados a esconderse más. La mujer cambió su opinión cuando Giovanni la visitó un dí­a y le pidió permiso para cortejar a la muchacha.

—Hija, tú no estás comprometida a nada. Sólo son novios —observó Reina, que además cargaba con el miedo de que íngel, el padre de sus hijos, supiera de la trama amorosa de Sonia.

En noviembre de 2007, Reina llegó a casa una noche y se encontró a su hija llorando.

—Mami, quiero que vayamos allá con Giovanni y con su tí­a porque quieren hablar contigo —sollozó Sonia.

—Es que estoy muy cansada. No quiero salir, no quiero ir.

—Mami, vamos con Giovanni.

—Sonia está embarazada —soltó Giovanni sin preámbulos—. Termina la prepa y nos juntamos.

—Ni por error me digas eso, ni por error, porque eso no puede ser. Para empezar, ella tiene novio. Sí­ vas a salir con ella, pero nada más como amigos o como quieras, pero no vas a abusar de mi hija, porque ella tiene que estudiar —Reina se escuchaba ausente.

—Yo sí­ quiero a Giovanni —atajó Sonia.

Reina quedó en silencio. No hací­a falta que dijera nada más. Estaba furiosa. Salió a la calle y lloró por la calle, un rí­o de piedras y pedazos de fierros oxidados. La muchacha caminó detrás de ella, también callada.

Reina, Diego y Sonia pasaron la última noche de 2007 en casa de Martha, hermana de Reina, en Valle de Chalco. Martha, en mejores condiciones que su hermana en Chimalhuacán, tení­a teléfono, al que Miguel se comunicaba para platicar con Sonia.

Cuando timbró el aparato, Sonia tragó saliva y asentó el tono.

—¿Sabes qué, Miguel? Estoy embarazada. Ya, ahora sí­ definitivamente ya no quiero nada contigo. Ni tú ni tu mamá nos dejan en paz. Estoy embarazada —repitió a quemarropa.

—No importa que estés embarazada, yo voy a ser el padre de ese nií±o —suplicó el muchacho.

—No, porque él tiene a su papá. Ya olví­date, ya se terminó. Mi mamá ya sabe todo.

Y colgó.

La cena se terminó de aguar cuando Diego puso sobre la mesa que su novia, la prima de Miguel, también estaba encinta, lo que no le importó para mostrar su reprobación a la maternidad de su hermana. Se levantó con fastidio de la mesa y dejó la casa de la tí­a Martha para pasar el resto de la Nochevieja con sus suegros.

Las mujeres despertaron el primer dí­a de 2008 con la sensación de un pedazo de metal oxidado en la boca.

—¿Qué voy a hacer? No tengo dinero —Reina dejó de contener el llanto—. Vivimos al dí­a —dijo frente a la sopa recalentada.

Para Reina es literal eso de vivir al dí­a. La mujer no trabajarí­a la primera semana de 2008 porque la familia para quien hací­a el aseo saldrí­a de vacaciones y, aunque fuera causa ajena a la servidora, no recibirí­a la paga de esos dí­as.

—¿Por qué no me acompaí±as al rancho? —Martha propuso ir al hogar común de las hermanas, en Oaxaca—. Necesito pagar el impuesto predial. Nos vamos hoy y volvemos maí±ana.

—Sí­, vamos —se secó las lágrimas.

Reina tomó el teléfono y habló con Diego.

—Diego, ¿estás bien?

—Sí­, mami.

—Llego a la casa como a la una. Quiero que estés ahí­ porque voy a Oaxaca con tu tí­a Martha, la voy a acompaí±ar a pagar el predial.

Reina pensó en su hija embarazada, en el hostigamiento de Marina y la furia que debí­an sentir en ese momento la mujer y su hija. Recorrió con la memoria la calle oscura y su casa sin ninguna barda. Recordó que Diego salí­a entre cinco y cinco y media de la maí±ana, un par de horas antes de la salida del sol al inicio del invierno.

Querí­a que Sonia la acompaí±ara, pero se avergonzó de pedir a Martha que también se hiciera cargo del pasaje de la muchachita. Volvieron a Chalco y la dejó en su casa.

—Sonia, te vas a quedar —le comentó la decisión a su hija—. Yo regreso maí±ana, no me voy a tardar mucho.

—Sí­, mami, voy a estar aquí­.

Diego cruzó la puerta y Reina se sintió un poco más segura.

—Te vas a quedar con tu hermana. No salgan, se encierran, y si tocan la puerta, sólo se asoman por la ventana —repitió Reina las instrucciones que daba desde hací­a algunos aí±os cuando un hombre entró a la casa y sorprendió a la mujer mientras lavaba. Tomó algunas cosas e intentó violarla, pero no logró concluir el ataque porque los gritos alertaron a sus hijos, quienes llegaron a la carrera.

Esa tarde, como muchas otras, la familia carecí­a de agua. La falta del lí­quido es constante y el desabasto se atenúa con la instalación de una cisterna, pero Reina carece de medios para construirla. Recorrió el vecindario con la mente y supuso que en casa de la chica embarazada por Diego les podrí­an obsequiar algunas cubetas.

—Sí­, manita, llévate los botes que quieras. ¿Te vas a ir a Oaxaca? —indagó la suegra de Diego.

—Sí­, te encargo mi casa.

—¿Para qué la casa? Mejor a los nií±os —jugó la mujer.

—Sí­, es cierto, mejor a mis hijos. Que se lleven la casa —replicó Reina.

—Oye, Sonia, ¿tú qué vas a hacer si mato a tu bebé? —subió el tono de la broma la otra.

Sonia sonrió incómoda. Dí­as después, Reina regresarí­a al comentario una y otra vez con la sospecha de que habí­a ido más allá del simple mal gusto: a final de cuentas, la suegra de su hijo Diego era también pariente de Miguel.

Martha y Reina abordaron el autobús en una parada junto a la vieja cárcel de mujeres del Distrito Federal.

Sonia y Diego se quedaron en casa viendo una pelí­cula. Esa misma noche, la muchacha cocinó la merienda y la comida del dí­a siguiente de su hermano.

—Sonia, no le abras a nadie, ya me voy a trabajar —susurró Diego antes del alba.

Ella respondió entre sueí±os que no.

—Mi mamá llega de Oaxaca en la tarde —recordó él antes de cerrar la puerta. Ella siguió dormida.

Esa maí±ana, Martha llamó desde Nochixtlán a su hijo para avisar que habí­an llegado con bien y ponerse al tanto.

—¿Mi tí­a Reina está bien? —preguntó el hijo de Martha en Valle de Chalco.

—Sí­.

—Quiero que se vengan ya, a mi tí­a Reina la busca la Procuradurí­a. Es urgente que venga mi tí­a —urgió el muchacho—. La mamá de Miguel… —se contuvo—. Todos están en la Procuradurí­a. El papá de Sonia, sus padrinos, todos mis tí­os. Todos están ahí­.

Algo más escuchó Martha que Reina no supo en ese momento, pero ya no dejó de temblar. Corrieron a la central camionera del pueblo. No encontraron boletos.

—Martha, ¿y ahora cómo nos vamos? —preguntó Reina a manera de trámite.

—No, Reina, es que nos tenemos que ir ahorita porque algo pasó.

—¿Qué pasó?

—Es Sonia.

—¿Pero qué le pasó?

—No… ella está bien, está bien, tu hija está bien. Vámonos en taxi de aquí­ a la central de Oaxaca —propuso refiriéndose a la capital del estado.

Viajaron calladas. De vez en cuando Reina encendí­a su teléfono celular para revisar la seí±al del aparato, pero tampoco hubo suerte. Cuando entraron a la zona conurbada de la Ciudad de México, en la pantalla del aparato aparecieron veinte mensajes. ”Te estamos localizando.» ”Es urgente.» ”¿Dónde están?» ”¡Reina!» ”¡Reina!» ”¡Reina!»

—¿Qué pasó, Martha? ¿Qué tiene Sonia?

—Ella está bien —tartamudeó la otra.

Timbró el celular de Reina.

—¿Por dónde vienen? —averiguó uno de sus hermanos.

—Estamos por la cárcel de mujeres.

—Bájense ahí­, yo pago el taxi. Vénganse a Chimalhuacán, porque urge tu presencia.

Reina reconoció a su familia afuera de la oficina de gobierno, con las caras largas y la mirada en el piso.

—Diego, ¿dónde está tu hermana?

El muchacho quedó en silencio. En su lugar respondió el padre de Sonia.

—¿Sabes qué, Reina? Mataron a Sonia.

—¿Mataron a Sonia? Ayer me fui.

—Pues sí­, pero de seguro te fuiste con un gí¼ey o con tu amante, para que hayas dejado a mi hija; ahora no está y es tu culpa —reclamó íngel.

***

”Me puse mal, ya no tuve sentidos, ya no supe nada. Ya no vi a mi hija. La familia de mi esposo me culpa. í‰l todaví­a no me cree que fui a Oaxaca, con todo y que cuando declaré mostré los boletos; hasta trajimos la boleta del predial que fuimos a pagar, mi hermana dijo que era cierto lo que yo decí­a, y todo eso dijeron de mí­.»

í‰rika, la hermana mayor de Sonia, quiso acompaí±arla y tomó a su hijo de brazos.

—Vamos a buscar a tu tí­a Sonia para que desayunemos, porque está solita y mamá Reina se fue a Oaxaca.

Alrededor de las diez de la maí±ana, í‰rika abrió la puerta de la casa y encontró revuelta la estancia; luego notarí­a que sólo las cosas de Sonia estaban tiradas. Se sorprendió por el desorden.

—Sonia, ya levántate; ya sabes que mami regresa en la tarde, te va a regaí±ar por el tiradero que tienes. —No hubo respuesta—. Levántate, vamos a la tienda para que desayunemos y luego haces el quehacer.

Notó que en el pequeí±o cuarto contiguo Sonia seguí­a acostada, envuelta en las cobijas, y caminó hacia ella; se aproximó y se inclinó hasta alcanzarla con la mano. Jaló una sábana y descubrió un cuchillo hundido en el cuello de su hermana. Jadeó y gritó; tomó al nií±o, cerró la puerta y gritó por la calle hasta llegar a su domicilio. Avisó a su marido, con quien volvió a casa de su madre. La puerta estaba abierta: entraron despacio y se aproximaron a la muerta. El cadáver seguí­a casi en la misma posición, pero el arma ya no estaba dentro del cuerpo sino en la mesita de la cocina.

El cuchillo con que asesinaron a Sonia era el mismo con que habí­a cocinado la ví­spera de su muerte, un cebollero propiedad de la familia. Quien entró, realizó un hurto único: el teléfono celular de Sonia.

”Una vecina me dijo que vio a mi hijo a las cinco y media de la maí±ana en la calle, y después, a las siete y media miró que la seí±ora salí­a de la casa. El forense dijo que a mi hija la mataron entre las siete y las siete y media de la maí±ana», repetirí­a Sonia en entrevista lo que afirmó ante el Ministerio Público.

Una herida fue en el vientre y recibió dos golpes más en el cuello. El médico determinó que Sonia murió por la hemorragia.

”La primera puí±alada fue en el vientre, me imagino que para matar al bebé. ¿Cómo no voy a estar segura de que fue la seí±ora Marina? ¿Qué otra persona querí­a sacarle el nií±o?»

La misma vecina explicó que vio a Marina desde la azotea de su casa, cercana a la de Reina, y describió a la madre de Miguel: alta, delgada, morena, con blusa roja, pantalón de mezclilla y pelo lacio y negro, sujeto en chongo como siempre.

—Marina salió de su casa —dijo a Reina—, pero después regresó. Si yo le puedo ayudar a usted en algo, la voy a ayudar.

”Creemos que la seí±ora Marina estaba ahí­, escondida en la cocina, cuando mi hija Erika buscó a Sonia. Tal vez í‰rika, de lo mal que se puso, no cerró la puerta y creyó hacerlo, pero estamos completamente seguras de que ella no le sacó el cuchillo.»

La mujer que detalló las supuestas salidas de Marina de la casa la maí±ana del asesinato habrí­a declarado, pero esto no es claro del todo porque los funcionarios de la Procuradurí­a del Estado de México a cargo del caso se negaron a dar copia a Reina de cualquier documento relacionado con la investigación.

Los agentes mexiquenses descalificaron las sospechas sobre Marina con el argumento de que no existí­an testigos; escuchaban las historias sobre los novios de Sonia y asentí­an con la cabeza, como si todo quedara entendido. Hasta donde Reina sabe, nadie se preocupó por tomar huellas dactilares en su casa la maí±ana del 1 de enero de 2008, ni siquiera del cuchillo con que asesinaron a Sonia.

”Al poco tiempo de que mi hija falleció, detuvieron a la seí±ora Marina. Supimos que declaró que los judiciales le habí­an pegado y dijo muchas cosas, pero eso no puede ser porque casi no habla espaí±ol, habla casi puro mixteco y nadie estuvo con ella para traducir. Nos enteramos de que dio 75 mil pesos y fue por ese dinero que nos dejaron sin justicia. Ella misma lo presume cuando se emborracha y grita como loca que asesinó a mi hija.

«Un dí­a se apareció bien tomada en la cocina en que trabaja mi hija, llevaba un cuchillo y la amenazó: ¡Sí­rveme, pendeja! O qué, ¿tú también quieres tu merecido?’. Se alocó y la agarró, se la quitaron de encima las personas que trabajan en el mercado. Por eso yo ya no le voy a buscar más, ya no. Yo no tengo dinero, tal vez la seí±ora sí­, porque a mí­ no me hicieron justicia. Yo dejé esto por la paz, ya no querí­a seguir porque ya no querí­a tener problemas o perder a mi otra hija. Ya me mató una, sé que me puede matar a la otra y nada pasa.

«Lo último que le compré fueron unas botas negras con una vecina que vende Price Shoes, y eso fue en pagos: daba cien pesos cada quince dí­as. Los tuve que seguir dando varias quincenas después de que mataron a mi hija.»

Sonia dejó Chimalhuacán después de muerta, su madre la enterró en el panteón de Nochixtlán. Sin dinero, Reina no pudo colocar capilla ni lápida sobre la tumba de su hija. Sobre la nií±a sólo hay tierra floja y una cruz de aluminio.

”La vestí­ de blanco y la enterré con sus muí±ecas pelonas. Ya difunta, le tomaron unas fotos que todaví­a conservo…

No sé para qué las tengo. Me he enfermado y enfermado porque me siento.»

Hasta ahora, cuando se encuentra con íngel, el padre de sus hijos, el hombre le advierte:

—Ya no te salgas. ¿Quieres que también te maten a tu otra hija? *

Graciela Machuca

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