A mis colegas del Paí­s roto.

Lidia Cacho

En una callejuela del barrio antiguo de Barcelona, entre edificios históricos, en un local cerrado sin muebles y con el suelo empolvado, se lee una manta casi del tamaí±o del ventanal: ”No es la crisis sino el patriarcado y el puto capitalismo lo que nos ha dejado en la calle».

No pude sino detenerme a pensar que esa es una imagen que deberí­a de estar en la primera plana de los diarios espaí±oles en lugar de priorizar las reiterativas argucias lingí¼í­sticas del presidente Rajoy. Sus justificaciones para los actos de corrupción se parecen tanto a las de Peí±a Nieto que cualquiera creerí­a que ambos paí­ses se pusieron de acuerdo para elegir al peor gobierno para, de una vez por todas, caer al precipicio moral y comenzar a recoger los bártulos desde el poder ciudadano, para reinventar la polí­tica y dejar atrás sus miserias y las expectativas de que los más malos lo harí­an mejor.

Frente a ese letrero me quedé de pie unos minutos en silencio. Pensando. El buen periodismo precisa sintetizar para entregar el mensaje, y el verdadero mensaje la gente lo entiende (aunque los medios hagan tan mal trabajo que logren confundir a unos cuantos), al final del dí­a lo dijeron las propietarias del negocio quebrado que dejó tras de si una cadena de deudas, una familia con hambre y un sueí±o roto difí­cil de enmendar.

Porque vaya que hicieron lo que el Estado y los economistas que se creen mucho les dijeron que debí­an hacer. Pidieron préstamos para convertirse en una mediana empresa, generaron empleos, juntaron sus ahorros y creyeron el discursillo ese de que en este mundo quien se esfuerza gana y quien cree en los bancos y en el capitalismo salvaje llega más pronto que tarde al éxito.

Y sí­, detrás de lo que llaman crisis está la filosofí­a. La del patriarcado que trata deshumaniza a sus hijos e hijas, que desprecia y maltrata, que miente, humilla y pisotea a sus hijos que no entienden que para entrar, de verdad entrar en el capitalismo salvaje, hay que dejar más que el sudor de la frente, la humanidad, la dignidad y la ética. Lo que vale es aplastar a los de abajo, verticalizar el poder y las relaciones sociales.

Y en ello no sólo van los polí­ticos y algunos multimillonarios; la prensa espaí±ola, como la mexicana está pasando por una crisis histórica que es subproducto del mismo engendro. Y ni a los polí­ticos ni a la prensa se les debe perdonar la corrupción, ni ahora ni nunca.

Los medios van desplomándose poco a poco, y, como dice el sabio letrero, no por la crisis sino por la filosofí­a que subyace en su manera de hacer negocios. Y no se le debe perdonar a un diario o a un noticiero que mienta, porque cuando lo hace pierde calidad moral para seí±alar al poder que pretende engaí±ar.

Y no se le debe perdonar al periódico que lleva el nombre de su patria, que viole todos los derechos laborales y humanos de cientos de personas que durante aí±os estuvieran comprometidas con la sociedad para informarla y acompaí±arle en la transición democrática y en la formación de un discurso ciudadano más libre y enterado de las verdades públicas. No seí±or, a los medios no debe perdonárseles que imiten el modelo aplastante de los polí­ticos neoliberales, del enriquecimiento atroz de un puí±ado de directivos o dueí±os a cambio de recortes salariales, explotación laboral, erradicación del derecho a la salud y la vivienda.

Porque en los últimos aí±os les ha dado a muchos por imitar a lo peor del poder polí­tico en lugar de combatirlo con el ejemplo. Y sí­, duele, vaya que duele encontrarse de pronto que los diarios anuncian que pagarán la mitad de sueldo, o que ofrecen a profesionales que opinen gratis porque su voz importa pero su profesionalismo no tanto, y ellos le dan ”un espacio» que debe agradecer como si fuera un mendigo recién apoltronado en la esquina del barrio.

Como si a un minero el dueí±o de la mina le dijese: ”mira chato como sé que te gusta esto de bajar a picar piedra hasta encontrar la plata, te daré la oportunidad de seguir trabajando, pero como hay crisis en lugar de pagarte te permitiré que mantengas el prestigio, que el pueblo sepa que aun eres minero».

O si el hospital anunciase a las doctoras que debido a la crisis ellas van a tener la honrosa oportunidad de trabajar gratuitamente para el pueblo, mientras el directivo sale en su BMW a cenarse un pato a la orange con un vinito de cien euros.

Las bases de un mal gobierno están en palacio y en la redacción, en la empresa o en la escuela. Las reglas están hechas para cumplirse, no para que los que tienen la sartén por el mango las rompan y luego pregonen que hay crisis, como si fuesen inocentes de crear el engendro de la desigualdad, de la injusticia y la pulverización de los derechos laborales. Y el periodismo es una profesión que se dignifica a diario gracias al riesgo que corren sus hombres y mujeres para hurgar allí­ donde el poder desea ocultar, para evidenciar el engaí±o, el hurto público, el doble discurso, la retórica embustera, los crí­menes de Estado; para presionar hasta que llegue la justicia.

Porque el buen periodismo es un instrumento social transformador y dialogante. Es negocio, sí­, pero con compromiso social. Por eso y sólo por eso los medios pierden credibilidad a diario, porque la congruencia es su patrimonio fundamental, porque actuar con el ejemplo debe ser parte de su filosofí­a fundacional y la sociedad sabe que la traicionan repitiendo como loros los discursos del poder.

No se puede pedir a un servidor público que transparente sus acciones mientras los directivos de los medios hacen acuerdos en lo oscurito; no se puede argumentar falta de dinero cuando las verdaderas causas de la crisis mediática es ética, es moral, al igual que la polí­tica. No importa cuán difí­cil sea o cuánto cueste; lo cierto es que miles de periodistas seguimos creyendo en el poder de la información, en el compromiso social de los medios y sobre todo y ante todo, en la congruencia que le debemos a quienes confí­an en nuestras palabras e investigaciones. Vale más apretarse el cinturón que morderse la lengua. A seguir colegas.

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Graciela Machuca

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