images-40

Gabriel Zaid
GRUPO REFORMA

El mayor problema polí­tico de México es actualmente el desafí­o impune a la ley. No accidental o visceral, sino planeado, por ví­a armada o «pací­fica»: el desacato, la ocupación de espacios públicos, el vandalismo, la extorsión, el secuestro, la trata de personas, el tráfico de drogas.

El mayor problema económico es el estancamiento. El mayor problema social es el desánimo y la falta de confianza en las autoridades.

Frente a todo esto, los poderes públicos han sido omisos o desacertados, y no era de esperarse. Se suponí­a que el PRI era autoritario y corrupto, pero cuando menos sabí­a imponer la paz, el desarrollo y la confianza. El pacto del PRI con los mayores partidos de oposición y el asombroso consenso sobre las reformas necesarias parecí­an renovar la tradición interrumpida: responder a lo que esperaban los votantes que lo llevaron de nuevo a la presidencia.

«Pero yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa» -dice el «Romance sonámbulo» de Garcí­a Lorca. O el PRI ya no es lo que era, o no sabe qué hacer en las nuevas circunstancias o nunca supo tanto como se creí­a. Desde luego, en los dos sexenios panistas no supo ser oposición y aprovechar la alternancia para que otros sacaran las castaí±as del fuego. Y, antes, cuando tuvo plenos poderes y una amplí­sima aceptación nacional e internacional, perdió la brújula desde 1968.

El presidente Dí­az Ordaz no supo qué hacer ante una protesta estudiantil que pudo atender, en vez de exacerbar. El presidente Echeverrí­a enfrentó los problemas innecesarios creados por el desacierto criminal de Dí­az Ordaz, pero tampoco supo qué hacer. El presidente López Portillo intentó resolver los problemas adicionales creados por Echeverrí­a, y fracasó, a pesar de la abundancia petrolera caí­da del cielo o surgida de los veneros del diablo -como dijo López Velarde. Creó una tercera generación de problemas innecesarios, que se acumularon a los anteriores.

El candidato y luego presidente De la Madrid tuvo el acierto de ver que el problema de fondo era la corrupción, y ofreció resolverlo. Cuando le preguntaron cómo, respondió: «Yo sé cómo». Pero no sabí­a. Quiso cumplir la famosa Renovación Moral, y ordenó a su gabinete: que al terminar este sexenio, no se hable más de corrupción. Y, en efecto, no se habló.

Por cierto que el presidente Peí±a Nieto y su secretario de Gobernación han tenido un éxito semejante en la guerra contra el crimen. Prometieron superar la mortandad con un cambio de estrategia. Y, en efecto, ya no sale en televisión. Lo que sale es la patética exhibición de un gobierno que no responde a los ciudadanos sometidos por los que imponen su propia ley, impunemente.

El crecimiento económico acelerado, y con poca inflación, duró hasta 1970, a cargo de licenciados en derecho. Cuando llegaron los que sí­ sabí­an: los economistas con estudios en el extranjero, se acabó el «desarrollo estabilizador», repudiado como mero «desarrollismo». El desastre económico resultante, atribuido al populismo, fue resuelto a medias por los economistas que llegaron para remediarlo y no supieron qué hacer. Recuperaron la estabilidad, a costa del crecimiento. Guillermo Ortiz, que fue secretario de Hacienda y gobernador del Banco de México, lo reconoce ahora: «Habí­a la ilusión de que con la estabilidad vendrí­a el crecimiento, lo que no se produjo» (Reforma, 29 de agosto 2013).

El secretario actual de Hacienda también tuvo una ilusión: la de ir en caballo de hacienda, gracias al Pacto por México. Sacó del archivo muerto todos los ideales recalentados de la secretarí­a y se desbocó proponiendo medidas atropelladas, que no podí­an pasar en el Congreso y no pasaron, o pasaron a gran costo polí­tico.

Como si fuera poco, los panistas y perredistas tampoco han sabido qué hacer. A los ojos de los votantes, lo que legitimaba su búsqueda del poder era el rechazo a la corrupción del PRI. Pero, una vez en el poder, cobijaron a sus propios corruptos, destruyeron su capital polí­tico y ahora no saben qué hacer.

Es normal que la polí­tica mezcle el interés público con los intereses particulares. En buena hora, si la dispersión de múltiples intereses acaba de hecho sirviendo al interés público. Pero una alineación convergente de fuerzas polí­ticas requiere claridad sobre lo que es deseable y posible, y luego capacidad de ejecución. Cuando esto falta o falla, se produce un rí­o revuelto de intereses donde no gana el interés público, sino los pescadores que andan detrás de lo suyo.

Graciela Machuca

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *