Modernos Prometeos: Turing y Hawking

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Prometeo, se sabe, nos dio el fuego. Y por esa transgresión habrí­a de ser castigado, habrí­a de pagar las consecuencias. Pero el desafí­o prometéico sigue representando, aún en nuestros dí­as, el conocimiento cientí­fico: el conocimiento de las leyes naturales como logro humano.

De la misma forma que Prometeo, Galileo pagó las consecuencias de su transgresión. Al igual que el Titán, restó importancia a  los dioses, quienes se descubrieron sin fuego y fuera del centro del universo. El castigo, para ambos, debí­a ser ejemplar.

No sorprende, pues, que las historias de cientí­ficos atormentados nos despierten fascinación: nos acompaí±an desde hace siglos, y sus protagonistas han sido los constructores de una sociedad en donde la ciencia despierta la veneración de una religión laica.

El siglo XX fue uno de cientí­ficos excepcionales, muchos de ellos misteriosos, enigmáticos o perseguidos. Einstein, claro, es el más conocido; pero también fue el siglo de Heisenberg, de Schrí¶dinger y de Bohr. Fue un siglo también marcado por la guerra. Prometeos modernos como J. Robert Oppenheimer o John Forbes Nash pusieron su conocimiento al servicio de la lucha contra los enemigos de su paí­s; la ciencia se trasladó a la lí­nea de combate.

prometeos

Las historias de estos personajes no han sido ignoradas, narrativamente hablando. La vida de Oppenheimer, quien fuera una de las ví­ctimas del macartismo después de haber construido la bomba atómica, fue adaptada en la genial ópera de John Adams Doctor Atomic; John Nash, por su parte, fue representado por Russell Crowe en la que acaso sea la mejor pelí­cula de Ron Howard: Una mente brillante.

En esta misma lí­nea, recientemente han sido estrenadas dos pelí­culas con cientí­ficos como protagonistas: La teorí­a del todo sobre la vida de Stephen Hawking y Código Enigma, sobre uno de los grandes genios del siglo pasado: el matemático Alan Turing.

Ambas cintas, en boga por sus numerosas nominaciones a los premios Oscar, tienen poco más en común que tener como protagonistas a cientí­ficos; son más interesantes sus diferencias—ya que resultan determinantes. Comencemos por el material que ambas utilizan de inspiración. Mientras que Código Enigma parte de  Alan Turing: The enigma, la biografí­a canónica del matemático a cargo de  Andrew Hodges, La teorí­a del todo se basa en  Travelling to Infinity: My life with Stephen, de la ex esposa del fí­sico, Jane Wilde Hawking.

Me parece necesario comenzar por las fuentes porque el resultado es notorio, y es algo que el espectador deberí­a conocer de antemano para comprender a cabalidad el tratamiento narrativo que se le da a los cientí­ficos. Lo que vemos en Código Enigma es una adaptación de un material objetivo, una investigación histórica aunque con libertades narrativas; La teorí­a del todo parte de una visión parcial de su protagonista—y viniendo de la ex esposa uno puede imaginar el tipo de sesgo.

Ahora bien, los personajes: Stephen Hawking, fí­sico teórico, es mundialmente famoso no tanto por sus aportaciones al conocimiento del universo y las singularidades del espacio tiempo—se dice sobre Una breve historia del tiempo, su obra más conocida, que es, entre los libros más vendidos, el menos leí­do— sino por su condición fí­sica y su papel como un apasionado divulgador de la ciencia.

Si uno lo mira de cerca, Hawking es uno de los personajes más narrativamente explotables que nos dio el siglo XX: no sólo es un genio, es en sí­ mismo un milagro viviente. Cuando le diagnosticaron, siendo muy joven, esclerosis lateral amiotrófica, no le dieron más que unos meses de vida; como sabemos, vive hasta el dí­a de hoy. Habiendo tanto material para contar una historia emotiva e interesante, sorprende la decisión de centrar La teorí­a del todo en la historia de su matrimonio.

Se promete una historia de amor, y en su nombre se sacrifica narrativamente a Hawking, el cientí­fico, por Hawking el milagro médico. Y sin embargo, la prometida historia de amor no sale a flote. Nada sabemos de cómo llega Hawking a las aportaciones cientí­ficas que le darí­an reconocimiento académico—se espera que entendamos su proceso analí­tico a partir de una sola secuencia en la que se atora en un suéter. En cambio, se describen los detalles de cómo su condición, y los cuidados que ésta requiere de parte de su esposa, van terminando con su matrimonio.

Es comprensible que se haya buscado la empatí­a del espectador mediante el patetismo, además de que sirve como vehí­culo de lucimiento para los actores —la actuación de Eddie Redmayne, hay que reconocer, es notable—, pero la simplificación que se hace de Stephen Hawking es escandalosa—que Una mente brillante, pelí­cula sobre alguien que descubrió algo tan árido como el equilibrio Nash, sea más emocionante que la historia de un cientí­fico cuyos temas son nuestra concepción misma del tiempo y el espacio es la muestra más clara. Para quien le interese conocer más sobre Hawking, tanto como persona como cientí­fico, vale mucho más la pena revisitar A Brief Historiy of Time, el extraordinario retrato que le hizo Errol Morris que esta pelí­cula que bien pudo haberse llamado Una teorí­a del resentimiento.

Ahora bien, ahí­ donde La teorí­a del todo fracasa, Código Enigma consigue salir bien librada principalmente porque decide aproximarse a su personaje, Alan Turing, con dignidad y no con tierna condescendencia. Turing, comprensible y al mismo tiempo injustamente, es menos popular que Hawking. No fue un divulgador de la ciencia, y los demonios que lo persiguieron en vida no fueron del conocimiento público; sin embargo, el procesador de texto en el que escribo estas lí­neas funciona en una máquina que no existirí­a sin sus aportaciones. Además de que, claro está, fue determinante en la derrota del fascismo.

Es precisamente en esos aí±os en donde se centra la historia. Turing, reconocido matemático, es reclutado para tratar de romper el código de comunicación Nazi—elenigma del tí­tulo. Taciturno y brillante, Turing concibe la idea de que sólo una máquina puede derrotar a otra máquina. Bajo la pantalla de una fábrica de radios, él y su equipo intentarán resolver un acertijo irresoluble—y en el transcurso crearán la primera computadora.

Además de su genialidad, Turing es, acaso desde Galileo, el ejemplo más atroz del trágico destino de un cientí­fico. Sin importar sus méritos y aportaciones —incluida la victoria aliada— Alan Turing fue acusado de indecencia cuando las leyes británicas aún consideraban ilegal la homosexualidad —no está de más subrayar que, en efecto, es de mediados del siglo XX que estamos hablando. Para evitar la prisión eligió someterse a tratamiento hormonal, una forma polí­ticamente correcta para referirse a la castración quí­mica—se suicidarí­a poco tiempo después.

Retratar la complejidad de una persona como Alan Turing es difí­cil. De ahí­ que la decisión de centrarse en la lucha contra el código alemán y dar saltos temporales para explicar sus demonios es acertada. Del matemático reconocido brincamos al nií±o incomprendido, aquel que aprende a guardar celosamente secretos, y a protegerse lo más posible de los que lo rodean. La elección de Benedict Cumberbatch para personificarlo es acertada: detrás de su mirada fija logra mostrar los matices del genio, y del incomprendido.

Narrativamente competente, Código Enigma también es una justa reivindicación de un personaje que reclama su lugar en la Historia. Alguien que, apenas hace unos aí±os, recibió un perdón real por algo que no necesitaba perdonarse. Posiblemente sea en nuestras vidas cuando se le ofrezca lo que realmente merece: una disculpa.

Si bien dispares, tanto La teorí­a del todo como Código Enigma nos recuerdan nuestra fascinación por los cientí­ficos —siendo más especí­ficos: los genios— aquellos artí­fices de la sociedad en la que vivimos; aquellos que desafí­an a los dioses. Nuestros modernos Prometeos.

FUENTE: NEXOS

Graciela Machuca

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