Una Disneylandia para la Magna Grecia

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ROMA

Leo en los periódicos y en Internet que en Albanella, a 20 kilómetros del templo de Paestum y a 60 del de Velia, se construirá, con un costo de 1500 millones de euros, un parque arqueológico llamado Megale Hellas (que puede significar Magna Grecia), con un templo falso pero í­ntegro, todo de hormigón armado y revestido en mármol travertino. Los que cuestionan la iniciativa dicen que a pocos kilómetros se encuentra un templo verdadero del siglo IV-V antes de Cristo, dedicado a Deméter, y a nadie se le ocurre sacarlo a la luz; los que la respaldan, en cambio, piensan en un flujo turí­stico mayor del permitido en los templos verdaderos, y tienen presente más bien a la Venecia reconstruida en Las Vegas, o el Partenón de Nashville, y quizá también las diversas Disneylandia, iniciativas de las que se puede decir lo que se quiera, pero no que no atraen gente (y dinero).

Entiendo las reacciones de los que se escandalizan por la iniciativa, y lamento contribuir a su disgusto, afirmando que todos deberí­amos ver con buenos ojos este emprendimiento, y justamente para salvar nuestro patrimonio artí­stico.

Por cierto, antes los lugares sagrados del arte y de la historia sólo eran visitados por viajeros aristocráticos, profesionales del grand tour o del viaje italiano, y el asunto inspiraba algunas melancólicas reflexiones, no sólo a causa de la justicia social, sino más bien porque a aquellos viajeros embelesados les parecí­a muy bien que las iglesias y palacios estuvieran abandonados; las grandes obras pictóricas, encerradas en sacristí­as llenas de humedad; las estatuas, cubiertas de lí­quenes. Después se inició un turismo «burgués», siempre de elite, pero representado por cientos de miles de viajeros cultos y sensibles; para satisfacer sus exigencias, los lugares y obras de arte fueron restaurados, y de aquella afluencia turí­stica pueblos y ciudades sacaron provecho económico.

En una tercera etapa, con el advenimiento del turismo masivo, metrópolis y pueblos por cierto han aumentado sus ingresos, pero se han ensuciado y afeado, hasta convertirse en depósitos de latas de Coca-Cola y bolsas de plástico, filas y filas de baratillos para abastecer a los amantes de los souvenirs , recovecos hormigueantes repletos del gentí­o rumoroso y transpirado. En cuanto a las obras de arte, se sabe, de hecho, que el contacto con millones de visitantes suele ponerlas en peligro y, dado que el pedestal de ciertas estatuas de santos está ya alisado y deformado por el continuo manoseo de los fieles, ni siquiera las pirámides podrán resistir por mucho tiempo al contacto cotidiano con sus visitantes.

¿Qué hacer? ¿Impedir el acceso de la multitud al arte, contradiciendo de ese modo los ideales democráticos y favoreciendo a los reaccionarios que anhelan volver al pasado, auspiciando el retorno del turismo de muy pocos? ¿Desalentar de hecho las visitas, como ya ocurre en el caso del Cenáculo de Milán, donde el número de visitantes admitidos por vez, la fila de espera, el anticipo con el que hay que anotarse, hacen que muchos que tienen suficiente dignidad cultural como para gozar de la experiencia deban abandonar la empresa? ¿Lamentarse de manera racista de que su lugar sea ocupado por el enjambre de asiáticos de los vuelos chárter que no saben siquiera qué es lo que van a ver, del mismo modo que para un europeo que va a Oriente, en el fondo un templo es como todos los templos y que tiene la impresión de que cuando ha visto uno ha visto todos?

En cambio, habrí­a que explotar la tendencia natural del turismo masivo, por la cual se va a visitar indiferentemente la Pietí  Rondanini y el Mulino Bianco, por la que a muchos estadounidenses les resulta más romano el Caesars Palace de Las Vegas que el Coliseo. Pensemos cuánta gente quedará más satisfecha de ver el falso templo de Albanella, completo, í­ntegro y resplandeciente, que de visitar el templo fatigosamente entrevisto en Paestum. Y al desviar hacia Albanella a la multitud que ingiere bocadillos, Paestum queda para los que lo visitan con conocimiento de causa y no lo dejan lleno de envoltorios y envases de la merienda.

¡Qué productiva serí­a una Uffizilandia, construida en la periferia de Florencia, con reproducciones perfectas de las obras de la galerí­a Uffizi, pero con los colores ligeramente retocados, como se hace con los labios de los difuntos en las pompas fúnebres estadounidenses! Si la gente se amontona ante el Palazzo Vecchio para admirar un David que no es el original (pero no lo sabe, o no le molesta), ¿por qué no irí­an todos a Uffizilandia? Menos bocas impuras pondrí­an en peligro, con su aliento mefí­tico, la Primavera de Botticelli.

Y que no se diga que la discriminación serí­a «clasista» en el sentido de separar a los refinados de los trogloditas: los dividirí­a, es cierto, pero cada uno decidirí­a a cuál de las dos categorí­as pertenece por propia voluntad y no por condena social, del mismo modo que por propia voluntad millones de personas, incluso de buena situación económica, ven TV basura. De este modo, a diferencia de los proletarios de memoria marxista, los nuevos proletarios del arte no sabrí­an siquiera que lo son y se sentirí­an satisfechos y afortunados por haber visitado, entre todos, el templo más nuevo y resplandeciente.

© LA NACION/ L Espresso (Distributed by The New York Times Syndicate) .

Graciela Machuca

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