Paul Ehrlich, el cientí­fico que tuvo la idea que le dio inicio a la medicina moderna

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En resumen: si te tomas una medicina para curar una enfermedad, se lo debes a Paul Ehrlich.

Imagí­nate a un hombre barbudo, envuelto en el humo de su cigarro, caminando de un lado a otro en la sala de su casa mientras su esposa interpreta tonadas alegres en el piano para ayudarle a pensar.

Está tratando de entender algo en lo que ha estado trabajando durante décadas, gota a gota.

Si lo logra, podrá salvar miles de vidas. Decenas de miles.

En su mente, se está imaginando una gota de tintura azul cayendo sobre un pedazo de tejido humano en un portaobjetos de vidrio.

La tintura se esparce, coloreando las células del tejido. Pero no las mancha igual a todas. Algunas se tornan de color í­ndigo oscuro y otras, azul cielo.

Aí±os atrás, habí­a observado ese tejido manchado y habí­a pensado: «Si algunas células absorben más tintura que otras, quizás podrí­amos hacer un veneno que algunas células admitan más que otras».

Esa podrí­a ser una fórmula milagrosa para atacar las células de una enfermedad sin afectar a las sanas.

Si puedes manchar una enfermedad, puedes envenenarla. Si la puedes envenenar, la puedes erradicar del cuerpo.

El barbudo era Paul Ehrlich, un doctor alemán que fue galardonado con el Premio Nobel de Medicina y creó la primera cura efectiva para la sí­filis.

Su concepto fue el principio de la medicina moderna: de los antibióticos, de la quimioterapia.

Su idea se esparció irrefrenablemente y ha salvado millones de vidas.

Y una vez una gota de color cae, no la puedes volver a sacar.

Sí­filis: puede herir tu sensibilidad

Hoy en dí­a es fácil desestimar el flagelo que era la sí­filis en Occidente a principios del siglo XX.

Se estima que en el cambio de siglo, casi el 10% de todas las admisiones en los hospitales alemanes eran sifilí­ticos.

Si los números no te dicen tanto, piénsalo de esta manera: la sí­filis sin tratar va empeorando.

Primero causa úlceras, llagas y lesiones en el lugar de la infección. Luego desaparece.

Unas semanas más tarde, la erupción se esparce. El cuerpo del afectado se cubre de nódulos y pústulas infecciosas.

Eventualmente, carcome el rostro -el puente de la nariz colapsa, bolas con aspecto de tumores crecen en la cara-. La infección puede llegar a la médula espinal y roer el cráneo y el cerebro.

Es horrible. Es visible. Es un estigma.

Si caminas por la calle, la gente sabrá que tienes esa enfermedad sexual. Si naces con sí­filis congénita, posiblemente murmuren que tu madre fue una prostituta.

No puedes esconderla y, al principio del siglo XX, no podí­as curarla.

Las curas peligrosas

A tu disposición tení­as la posibilidad de tomar mercurio, que podí­a matarte.

O compuestos de arsénico, que también podrí­an acabar con tu vida.

¿La otra opción? Vivir con ella.

Gracias a Ehrlich, dejó de ser la maldición que era.

En busca de la entrada

Habí­a nacido en 1854 en Prusia, el hijo único de una familia judí­a de clase media, intelectualmente curiosa.

Su primo, 9 aí±os más grande, trabajaba como quí­mico y fue él quien hizo que se interesara en los tintes.

El tema de su tesis de doctorado fue tinción o coloración celular, y sus compaí±eros y tutores recordaban que andaba siempre con dedos multicolores.

Fue entonces cuando notó que algunas células se coloreaban más que otras y escribió que no sabí­a exactamente cómo el tinte entraba en ellas, «pero no hay duda de que depende del tamaí±o de la molécula».

Ya se estaba imaginando lo que iba a ser su revolucionaria revelación: que existí­an ví­as para entrar a las células. Y que, claramente, sólo algunos quí­micos «tení­an entrada».

 

Para cuando tení­a 24 aí±os, Ehrlich ya habí­a identificado una nueva clase de célula en el cuerpo humano: los mastocitos o células cebadas.

Suena extraordinario -¡un estudiante de doctorado identificando un nuevo tipo de célula!- pero el final del siglo XIX y principio del XX fue una época de descubrimientos muy rápidos en biologí­a.

Alemania en particular era un centro mundial de investigación sobre el sistema inmune, teorí­a microbiana de la enfermedad y bacterias.

Era un momento increí­blemente excitante y Ehrlich, con su inteligencia inquieta y penetrante y sus ansias de descubrimiento, podí­a entender cuánto bien se podí­a hacer en ese campo.

Ganó el Premio Nobel en 1908, antes de haber siquiera empezado su trabajo con la sí­filis, por sus contribuciones a la compresión del sistema inmunológico.

No obstante, esa idea temprana siempre lo acompaí±ó. Cuando no era más que una teorí­a, una esperanza, la describió como «zauber kugel«, una «bala mágica«que al dispararla le pegarí­a sólo a la enfermedad y no al paciente.

Las gotas siguieron cayendo

Un descubrimiento siguió a otro y ese llevó a un tercero.

En 1905, la bacteria con forma de sacacorchos que causa sí­filis fue identificada.Una gota.

Otro inmunólogo alemán probó que un compuesto de arsénico podí­a matar esa bacteria… pero le producí­a un daí±o irreparable a los nervios. Otra gota.

Por eso Ehrlich caminaba de un lado a otro en la sala de su casa pensando en las gotas, mientras su esposa tocaba el piano.

Nunca hubo un momento ‘eureka’ en el descubrimiento de esta cura.

El concepto de la bala mágica habí­a sido una gran idea pero encontrarla requirió de mucho y muy meticuloso trabajo.

Estaba convencido de que por medio de ensayo y error encontrarí­a una forma de arsénico que las células de sí­filis absorbieran más que el cuerpo humano.

Con su asistente japonés Hata Sahachiro experimentaron con cientos de compuestos.

«Creo que 606 es muy eficiente«, anotó Sahachiro al llegar a ese número de ensayos… y tení­a razón: el compuesto 606 era asfrenamina y fue comercializada con el nombre de «Salvarsán«.

Era el arsénico que salvaba. Y lo hizo.

Tras una sola inyección de Salvarsán, los doctores vieron que las heridas faciales de sus pacientes sifilí­ticos empezaban a curarse, sus úlceras se desvanecí­an, sus salpullidos se secaban.

Era lo más extraordinario que muchos habí­an visto. La incidencia de sí­filis en Alemania se redujo en un 70% entre 1919 y 1928.

 Nace la medicina moderna

Salvarsán fue la primera droga de la historia diseí±ada para curar una enfermedad.

Fue la primera que funcionó.

Sin embargo, lo que Ehrlich habí­a descubierto no era sólo una cura para la sí­filis.

Al probar que podí­a existir una «bala mágica», abrió el camino para que se inventaran más medicinas que pudieran meterse dentro de las células germinales sin afectar las células humanas.

En resumen: si te tomas una medicina para curar una enfermedad, se lo debes a Paul Ehrlich.

¿O será que nos equivocamos al exaltarlo como un héroe?

Lo que desató

Una vez Salvarsán salió a la venta, Ehrlich fue blanco de una avalancha de crí­ticas.

Fue acusado de obtener ganancias excesivas con su droga y de habérsela dado a la fuerza a prostitutas, a pesar de haber encontrado la cura para el flagelo que atormentó a los europeos hasta entonces.

«Era hasta un tema polí­tico: en esa época de racismo y nacionalismo, preocupaba que esta enfermedad, que además se heredaba, estuviera degenerando la raza«, subraya Nick Hopwood, profesor de Historia de Ciencia y Medicina en la Universidad de Cambridge.

«La mayorí­a de las crí­ticas eran antisemitas, pero también estaban las de socialistas que condenaban la droga por su precio; otros decí­an que la droga debió haber salido al mercado antes; otros, que después -pues al principio producí­a graves efectos secundarios-«, explica Hopwood, cuya especialidad es la historia de la ciencia de los germano parlantes.

«Además, hubo una campaí±a fuerte de los que defendí­an la medicina alternativa contra una medicina que era la epí­tome de lo que ellos denigraban, lo que llamaban ‘medicina de escuela’. Temí­an que el Estado reconociera Salvarsán como la única cura y ordenara que se usara».

Más que eso: temí­an que esa forma de curar se convirtiera en la norma. Y la historia probó que sus temores no eran infundados.

«Tampoco lo eran otros cuestionamientos», apunta Hopwood.

«Muchos de los que lo criticaban eran unos personajes francamente desagradables; uno de los peores fue acusado por blasfemia y condenado a un aí±o de prisión».

Pero no todos.

«Piensa que para nosotros ahora es fácil reconocer que el camino que tomó era el correcto -el de atacar la enfermedad y buscar panaceas-, sin embargo en ese momento no era tan claro».

Respecto al precio, «Ehrlich lo justificaba explicando que la investigación habí­a tomado mucho tiempo, esfuerzo y fondos. Agregaba que gran parte de las ganancias se reinvertí­an en la búsqueda de nuevas medicinas».

«Sin embargo, reconocí­a que serí­a mejor que el Estado estableciera un monopolio para la producción de medicamentos esenciales, pero que mientras eso sucediera, eran los investigadores y los fabricantes los que se arriesgaban».

A los ojos de unos, eso no compaginaba con un «benefactor de la humanidad»; a los de otros, eso confirmaba la maldad de los judí­os.

Fueron debates que hicieron eco durante el siglo XX… y hasta el XIX

«Salvarsán es el modelo tanto de cómo se desarrollan los farmacéuticos modernos así­ como de la manera en la que se calcula su precio».

«Curiosamente, esta historia poco conocida nos ayuda a reflexionar sobre una amplia gama de cuestionamientos que aún son de peso para la medicina y las farmacéuticas«, concluye Hopwood.

Graciela Machuca

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