«Cuando ya no pueda pensar, quiero que me ayuden a morir con dignidad»

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El 22 de abril cumple 100 aí±os Rita Levi-Montalcini. La cientí­fica italiana, premio Nobel de Medicina, soltera y feminista perpetua -«yo soy mi propio marido», dijo siempre- y senadora vitalicia produce todaví­a más fascinación cuando se la conoce de cerca. Apenas oye y ve con dificultad, pero no para: investiga, da conferencias, ayuda a los menos favorecidos, y conversa y recuerda con lucidez asombrosa.

Sobrada de carácter, deja ver su coqueterí­a en las preciosas joyas que luce, un brazalete que hizo ella misma para su gemela Paola, el anillo de pedida de su madre, un espléndido broche también diseí±ado por ella. Desde sus ojos verdes viví­simos, Levi-Montalcini escruta a un reducido grupo de periodistas en la sede de su fundación romana, donde cada tarde impulsa programas de educación para las mujeres africanas.

«Decidí­ no casarme cuando era adolescente. Nunca habrí­a obedecido a un hombre, como mi madre a mi padre»

Por las maí±anas visita el European Brain Research Institute, el instituto que creó en Roma, y supervisa los experimentos de «un grupo de estupendas cientí­ficas jóvenes, todas mujeres», que siguen aprendiendo cosas sobre la molécula proteica llamada Factor de Crecimiento Nervioso (NGF), que ella descubrió en 1951 y que juega un papel esencial en la multiplicación de las células, y sobre el cerebro, su gran especialidad. «Son todas féminas, sí­, y eso demuestra que el talento no tiene sexo. Mujeres y hombres tenemos idéntica capacidad mental», dice.

Con ella está, desde hace 40 aí±os, su mano derecha, Giuseppina Tripodi, con quien acaba de publicar un libro de memorias, La clepsidra de una vida, sí­ntesis de su apasionante historia: su nacimiento en Turí­n dentro de una familia de origen sefardí­, la decisión precoz de estudiar y no casarse para no repetir el modelo de su madre, sometida al «dominio victoriano» del padre; el fascismo y las leyes raciales de Mussolini que le obligaron a huir a Bélgica y a dejar la universidad; sus aí±os de trabajo como zoóloga en Misuri (Estados Unidos), el premio en Estocolmo -«ese asunto que me hizo feliz pero famosa»-, sus lecturas y sus amigos (Kafka, Calvino, el í­ntimo Primo Levi), hasta llegar al presente.

Sigue viviendo a fondo, come una sola vez al dí­a y duerme tres horas. Su actitud cientí­fica y vital sigue siendo de izquierdas. Pura cuestión de raciocinio, explica, porque la culpa de las grandes desdichas de la humanidad la tiene el hemisferio derecho del cerebro. «Es la parte instintiva, la que sirvió para hacer bajar al australopithecus del árbol y salvarle la vida. La tenemos poco desarrollada y es la zona a la que apelan los dictadores para que las masas les sigan. Todas las tragedias se apoyan siempre en ese hemisferio que desconfí­a del diferente».

Laica y rigurosa, apoya sin rodeos el testamento biológico y la eutanasia. Y no teme a la muerte. «Es lo natural, llegará un dí­a pero no matará lo que hice. Sólo acabará con mi cuerpo». Para su centenario, la profesora no quiere regalos, fiestas ni honores. Ese dí­a dará una conferencia sobre el cerebro.

Pregunta. ¿Cómo es la vida a los cien aí±os?

Respuesta. Estupenda. Sólo oigo con audí­fono y veo poco, pero el cerebro sigue funcionando. Mejor que nunca. Acumulas experiencias y aprendes a descartar lo que no sirve.

P. ¿Se arrepiente de no haber tenido hijos?

R. No. Era adolescente cuando decidí­ que nunca me casarí­a. Nunca habrí­a obedecido a un hombre como mi madre obedecí­a a mi padre.

P. ¿Recuerda el momento en que decidió estudiar? ¿Qué dijo su padre?

R. Era el periodo victoriano. Mi padre era una persona de gran valor intelectual y moral, pero un victoriano. Desde nií±a estaba contra eso, porque veí­a a mi padre dominar todo, y decidí­ que no querí­a estar en un segundo plano como mi madre, a la que adoraba. Ella no mandaba. Dije a mi padre que no querí­a ser ni madre ni esposa, que querí­a ser cientí­fica y dedicarme a los otros, utilizar las poquí­simas capacidades que tení­a para ayudar a los que necesitaban. Que querí­a ser médica y ayudar a los que sufrí­an. í‰l me dijo: «No lo apruebo pero no puedo impedí­rtelo».

P. ¿Qué momentos de su vida han sido más emocionantes?

R. El descubrimiento que hice, que hoy es más importante que entonces. Cuando cada experimento confirmaba mi hipótesis, que iba completamente contra los dogmas de ese tiempo, viví­ momentos emocionantes. Quizás el más emocionante. Por el resto, el reconocimiento de Estocolmo me dio mucho placer, claro, pero fue menos emocionante.

P. Su tesis demostró que, de los dos hemisferios del cerebro, uno está menos desarrollado que el otro.

R. Sí­, el cerebro lí­mbico, el hemisferio derecho, no ha tenido un desarrollo somático ni funcional. Y, desgraciadamente, todaví­a hoy predomina sobre el otro. Todo lo que pasa en las grandes tragedias se debe al hecho de que este cerebro arcaico domina al de la verdadera razón. Por eso debemos estar alerta. Hoy puede ser el fin de la humanidad. En todas las grandes tragedias se camufla la inteligencia y el razonamiento con ese instinto de bajo nivel. Los regí­menes totalitarios de Mussolini, Hitler y Stalin convencieron a las poblaciones con ese raciocinio, que es puro instinto y surge en el origen de la vida de los vertebrados, pero que no tiene que ver con el razonamiento. El peligro es que aquello que salvó al australopithecus cuando bajó del árbol siga predominando.

P. En cien aí±os usted ha conocido esos totalitarismos. ¿Cómo se puede evitar que vuelvan?

R. Hay que comenzar en la infancia, con la educación. El comportamiento humano no es genético sino epigenético, el nií±o de dos o tres aí±os asume el ambiente en el que vive, y también el odio por el diferente y todas esas cosas atroces que han pasado y que pasan todaví­a.

P. ¿Qué aprendió de sus padres? ¿Qué valores le transmitieron?

R. Lo más importante era comportarse de una manera razonable, saber lo que vale de verdad. Tener un comportamiento riguroso y bueno, pero sin la idea del premio o el castigo. No existí­a la idea del cielo y el infierno. í‰ramos religiosos, pero la actitud ante la vida no tení­a que ver con la religión. Existí­a el sentido del deber, pero sin compensación post mortem. Debí­amos comportarnos bien, eso era una obligación. Entonces no se hablaba de genética, pero era ese espí­ritu. Sin premio ni miedo.

P. Su origen es sefardí­. ¿Hablaban espaí±ol en casa?

R. No, nunca tuvimos mucha relación con esa lengua. Sabí­amos que vení­amos de la parte sefardí­ y no de la askenazi, pero no se hablaba de ello, no nos importaba mucho ser de una u otra. Spinoza me hací­a feliz, era un gran referente cultural, y todo lo que sabí­amos procedí­a de los grandes pensadores hebreos, pero no habí­a un sentido de orgullo, de ser mejores, nunca pensamos así­.

P. ¿Basta un siglo para comprender a Italia?

R. Es un paí­s maravilloso, por el clima, por la historia del Renacimiento, y por sus enormes contribuciones, su historia formidable de capacidad y descubrimientos. Me sentí­ siempre judí­a e italiana, las dos cosas al 100%. No veí­a dificultad en eso.

P. ¿Cómo ve a Italia hoy?

R. Tiene un fortí­simo capital humano, capacidad innovadora y de convivencia, orgullo del pasado, y no se siente demasiado afectada por las cosas negativas, como la mafia. Siempre sentí­ que era un paí­s del que era una suerte formar parte y haber nacido. Ser italianos era parte de nosotros, nadie nos preguntaba si éramos italianos o no. También era una suerte ser judí­a. No conocí­ la Biblia, no tuve una educación religiosa, y me reflejaba en el capital artí­stico y moral italiano y judí­o. No pertenecí­ a una pequeí±a minorí­a perseguida, sabí­a que eso ocurrí­a, pero no me sentí­a parte de ello. Desde nií±a me sentí­a igual que los demás. Cuando me preguntaban «¿cuál es tu religión?», contestaba: «Yo, librepensadora», y nadie sabí­a qué era eso. Y tu padre qué es: ingeniero.

P. ¿Cómo vivió el fascismo?

R. No siento rencor personal. Sin las leyes raciales, que determinaron que los judí­os éramos una raza inferior, no hubiera tenido que recluirme en mi habitación para trabajar, en Turí­n y luego en Asti. Pero nunca me sentí­ inferior.

P. ¿Así­ que no sintió miedo?

R. Miedo, no; desprecio y odio sí­, netamente por Mussolini. A mi profesor Giuseppe Levi lo seguí­ paso a paso y era feliz por lo que él valientemente osaba hacer y decir. Nunca sentí­ la persecución porque mis compaí±eros de universidad católicos me consideraban igual. Y no tuve sensación de peligro. Cuando empezaron las persecuciones, eran tan inmundas las cosas que se decí­an que no me daba por aludida. Estaba ya licenciada en 1936, habí­a estudiado con Renato Dulbecco, católico, y Salvatore Luria, judí­o, y no tení­a sensación de ser distinta.

P. ¿Cree que hay peligro de que vuelva el fascismo?

R. Sí­, en los momentos crí­ticos prevalece más la componente instintiva del cerebro, que se camufla de raciocinio y anima a los jóvenes a razonar como si fueran parte de una raza superior.

P. ¿Ha seguido la polémica sobre el Papa, los preservativos y el sida?

R. No comparto lo que ha dicho.

P. ¿Y qué piensa del poder que tiene la Iglesia? ¿Es demasiado?

R. Sí­. Fui la primera mujer admitida en la Academia Pontificia y tuve una buena relación con Pablo VI y con Wojtyla, también con Ratzinger, aunque menos profunda que con Pablo VI, al que estimaba mucho. No la tuve en cambio con aquel considerado el Papa Bueno, Roncalli (Juan XXIII), que para mí­ no era bueno, porque era muy amigo de Mussolini y cuando comenzaron las leyes antifascistas dijo que habí­a hecho un gran bien a Italia.

P. ¿Ha cambiado mucho su pensamiento a lo largo de la vida?

R. Poco, poco. Siempre pensé que la mujer estaba destruida porque el hombre imponí­a su poder por la fuerza fí­sica y no por la mental. Y con la fuerza fí­sica puedes ser maletero, pero no un genio. Lo pienso todaví­a.

P. ¿Le importó alguna vez la gloria?

R. Para mí­, la medicina era la forma de ayudar a los que no tení­an la suerte de vivir en una familia de alto nivel cultural como la mí­a. Esa lí­nea recta no ha cambiado. La actividad cientí­fica y la social son la misma cosa. La ayuda a las mujeres africanas y la medicina son lo mismo.

P. ¿El cerebro sigue siendo un misterio?

R. No. Ahora es mucho menos misterioso. El desarrollo de la ciencia es formidable, sabemos cómo funciona desde el lado cientí­fico y tecnológico. Su estudio ya no es un privilegio de los expertos en anatomí­a, fisiologí­a o comportamiento. Los anatomistas no han hecho gran cosa, quitando algunos. Ahora ya no hay barreras. Fí­sicos, matemáticos, informáticos, bioquí­micos y biomoleculares, todos aportan cosas nuevas. Y eso abre posibilidades a nuevos descubrimientos cada dí­a. Yo misma, a los 100 aí±os, sigo haciendo descubrimientos que creo importantes sobre el funcionamiento del factor que descubrí­ hace más de 50 aí±os.

P. ¿Hará fiesta de cumpleaí±os?

R. No, me gustarí­a ser olvidada, ésa es mi esperanza. No hay culpa ni mérito en cumplir 100 aí±os. Puedo decir que la vista y el oí­do han caí­do, pero el cerebro no. Tengo una capacidad mental quizá superior a la de los 20 aí±os. No ha decaí­do la capacidad de pensar ni de vivir…

P. Dí­ganos el secreto.

R. La única forma es seguir pensando, desinteresarse de uno mismo y ser indiferente a la muerte, porque la muerte no nos golpea a nosotros sino a nuestro cuerpo, y los mensajes que uno deja persisten. Cuando muera, solo morirá mi pequeí±í­simo cuerpo.

P. ¿Está preparada?

R. No hace falta. Morir es lógico.

P. ¿Cuánto desearí­a vivir?

R. El tiempo que funcione el cerebro. Cuando por factores quí­micos pierda la capacidad de pensar, dejaré dicho en mi testamento biológico que quiero ser ayudada a dejar mi vida con dignidad. Puede pasar maí±ana o pasado maí±ana. Eso no es importante. Lo importante es vivir con serenidad, y pensar siempre con el hemisferio izquierdo, no con el derecho. Porque ése lleva a la Shoah, a la tragedia y a la miseria. Y puede suponer la extinción de la especie humana.

Esta entrevista pertenece al suplemento Domingo del 19 de abril de 2009

con información del Pais.

Graciela Machuca

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