«Feminizar ofende. ¿Quiere usted agraviar, ridiculizar o degradar a un varón? Es muy sencillo: feminí­celo. Recurra directamente al femenino del insulto o dí­gale que llora o baila como nií±a, se queja o fastidia como mujer, es un mantenido o parece maricón. No olvidemos que la homofobia es prima hermana de la misoginia y que en nuestras culturas prevalece el mito de que todos los hombres homosexuales en el fondo son o quisieran ser mujeres.
Licencias lingí¼í­sticas masculinas. Si usted es mujer, ¿ha notado que en distintas situaciones cotidianas hay hombres que se arrogan el derecho de hablarle con una familiaridad que no usarí­an con uno de sus pares, usar palabras carií±osas o de clara referencia a su fí­sico, sin conocerla en absoluto? Un empleado en un aeropuerto o banco la llama «nena» si usted es joven o «linda» si ya no lo es tanto, pero conserva cierto atractivo; un camarero la llama «damita» o usa otro diminutivo que no viene al caso. Si usted es la camarera o la empleada y él es el cliente, peor será.
Imposibilidad de expresarse acerca de una mujer sin mencionar su fí­sico o su relación con un hombre. Una constante en conversaciones, reportajes periodí­sticos, editoriales, noticias y prensa rosa es que cuando se habla de una mujer, aun cuando se destaque su talento, carácter, actitud profesional o determinación para afrontar la vida, se aí±ade alguna observación sobre su belleza o falta de ella, su atractivo sexual gracias o a pesar de su edad, delgadez o gordura. También es común definirnos a partir de nuestra relación erótica o afectiva con un hombre: «es la mujer de Fulano» o «la ex amante de Sutano». Asimismo, cuando se seí±ala el machismo o la misoginia en el comportamiento o la actitud de un hombre es común que éste responda aludiendo a entes supuestamente universales y exclusivamente femeninos, como la belleza o la ternura, para justificar o eliminar del intercambio dicho comportamiento o actitud. Pensemos en respuestas tipo «¡Cómo pueden tacharme de misógino, si me encantan las mujeres!», «¿Machista, yo? Si lo primero que reconozco es su belleza, mucho hacen con alegrarnos con su presencia» o «¡Qué guapa te ves enojada!».
El cuerpo de las mujeres como bien público. El cuerpo de las mujeres no es suyo, pertenece y sirve a las televisoras, las agencias de publicidad, los medios electrónicos, las empresas que organizan concursos de belleza para nií±as de 5 aí±os hasta mujeres de veintitantos, los rotativos que adornan las páginas deportivas con semidesnudos femeninos, las instituciones religiosas, el Estado y sus polí­ticas de control o fomento de la natalidad o los ejércitos que han hecho de la violación un arma de guerra. El ví­nculo entre estos usos del cuerpo de las mujeres y la violencia verbal, psicológica, económica, sexual y fí­sica que se ejerce contra ellas se explica por un continuo que parte del cuerpo de las mujeres como el principal elemento que las define en el contexto social, un cuerpo que es propiedad de una sociedad patriarcal que califica y descalifica conforme a su imagen, se apropia y desprecia con base en lo meramente visual, premia y castiga principalmente por cómo nos vemos, qué edad tenemos y qué tan sexuales somos o parecemos. Son incontables los programas de televisión de habla hispana donde las mujeres son fundamentalmente atractivo visual o blanco de toda clase de bromas de mal gusto, programas que forman opiniones y modelos de comportamiento. La publicidad no solo continúa perpetuando los estereotipos del éxito masculino (dinero y sexo) y el éxito femenino (casa impecable, ropa sin gérmenes, nií±os sanos y comida rica); además, el cuerpo de las mujeres sigue siendo el objeto publicitario más rentable y funciona para vender prácticamente cualquier idea, producto o servicio. Se trata de un cuerpo que no es un espacio í­ntimo del que solo dispone su dueí±a, por eso en nuestras culturas tantos hombres se viven con el derecho de violentarnos por la calle con los mal llamados piropos, de invadir nuestra intimidad o interrumpir nuestros pensamientos cuando caminamos solas por la calle, y se transforman en corderitos cuando vamos acompaí±adas de un hombre, al que no solo consideran como un par, sino como dueí±o de nuestro cuerpo… y entonces nos convertimos en propiedad ajena. Por eso es posible fotografiarlo, dibujarlo, tocarlo, mirarlo o gozarlo sin permiso, transformarlo en herramienta de marketing, violarlo, golpearlo o mutilarlo.
Visto el panorama, casi dan ganas de dar la razón parcialmente a los académicos y sus inoportunos informes. Reflexionemos sobre el lenguaje periodí­stico, cómico, publicitario, empresarial, militar y polí­tico, pero también sobre nuestro lenguaje cotidiano, casi siempre plagado de expresiones que denotan una doble moral, fomentan estereotipos y legitiman la violencia sutil o descarnada.» Atenea Acevedo.

Graciela Machuca

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