CANCíšN DEL PARAíSO AL INFIERNO

0

Herbert Carrillo Ruiz

En las inmediaciones del DIF-Municipal, las lastimadas calles de la Región 94 lucen por la tarde prácticamente abandonadas. Aún no es la hora de salida de los trabajadores de la oficina pública, cuyos vehí­cu- los rodean el improvisado local que hace algún tiempo donara el Club Rotarios de Cancún.

De pronto, como salido de la nada, un nií±o de escasos 8 aí±os, de tez morena curtida por el sol, se acerca, con firmeza y voz clara excla- ma: ”¿Puedes darme un peso?, hoy no he comido nada y tengo mucha hambre. Es para que compre un blanquillo (sic)».

Su inocente mirada y sus pí­caras palabras, eran convincentes. No se trataba de los numerosos pedigí¼eí±os, muchas veces explotados por gente sin escrúpulos. La modesta camisa y sus pantalones cortos, limpios, contrastaban con los pies descalzos y polvorientos.

No cabí­a duda. Su necesidad era real, tan real que al recibir la ayuda económica se refugió de inmediato en la tienda de la esquina de donde salió con los alimentos en la mano. No le importó el ardiente pavimento, desapareció saltando los hoyancos que constituyen un ver- dadero suplicio para la ciudadaní­a cancunense.

Al norponiente, ahí­ donde inicia el cinturón de miseria de la ciudad turí­stica más importante del paí­s. El lugar que no promueven los gobiernos, y se ocupan poco ó nada. Donde se oculta el crudo realismo del abandono y los desarrapados, sólo comparados con los personajes de Ví­ctor Hugo en su obra maestra Los Miserables.

Los escenarios de Cancún, que envuelven su fama en sábanas manchadas de sangre y muerte, parecen ser las tierras del México Salvaje donde, como cantaba el inolvidable José Alfredo Jiménez, ”la vida no vale nada».

El olor a hampa se respira en cada una de sus destrozadas y sucias calles. Tiradores de droga, nií±ez y juventud que deambulan con la mirada perdida en busca de su destino o de un mendrugo de pan. Mu- jeres que luchan por su vida o por el sustento de la familia ante la falta del hombre de la casa, posible ví­ctima de algún sanguinario sicario. O quizás, muerto por el fuego amigo ó por las balas oficiales. La gente no lo dice, pero tiene miedo. Sabe el peligro que la acecha cada instante, en su caminar diario, principalmente cuando el manto de la oscuridad enciende las pasiones insanas del sexo, el alcohol y la droga. Todo se consiente, y a veces se comparte incluso con la policí­a. Pocas familias se mantienen al margen, se refugian en sus domicilios. Una población casi con toque de queda.

Parques y jardines abandonados son las guaridas preferidas de los parias, de los enfermos de la mente y del alma. Para sus fechorí­as no cuentan la edad o el sexo. La barbarie sin lí­mites. Pedófilos, violadores, asaltantes o jóvenes asesinos. Bandas, casi 200, pelean sus territorios. También son carne de caí±ón de la delincuencia organizada o desorga- nizada, para el fin es lo mismo. Unos tienen hambre de poder y otros necesidad de comer.

Los de cuello blanco no conocen ese Cancún. Sólo se ocupan de sus cosas, de sus dineros y se pasean arrogantes con la complacencia de la autoridad en turno. Los polí­ticos sólo se empolvan los zapatos cuando las campaí±as los llaman. Luego, el poder los regresa a su reali- dad, a su cí­rculo social y al mal gobierno, deshonesto y corrupto.

La zona hotelera es el paraí­so, y los otros cancunes el infierno. Ya nada es igual, apenas es una ciudad cuarentona. Ya se habla de un éxodo a ciudades más seguras. Para los venidos del centro y norte del paí­s, Mérida es la más cercana.

Cancún ya no es más el Paraí­so, hoy es el Infierno.

Pero, como clamaba el ex alcalde gregoriano en su alabanza discograbada: ”norteeee-suuuur, esteeee-oesteee», nadie escapa de los peligros y de la inseguridad que cabalga por los caminos alejados de Dios. Los diablos andan sueltos por los cuatro puntos cardinales de este lacerado municipio. Sólo el poder de la oración protege a la gente inocente, que exige vanamente que se recupere la paz social.

Los ciudadanos de Cancún claman seguridad y justicia, servicios de calidad y buenos gobiernos. Y sobretodo ya no más impunidad.

Graciela Machuca

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *