DESIGUALDAD; LA HERIDA ABIERTA

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Ricardo Rocha

En este paí­s, sólo hay un problema más grave que la pobreza y es la desigualdad. Porque en los últimos 20 aí±os hay cada vez más pobres. Pero en el mismo lapso cada vez somos más desiguales.
Todos los datos, igual del INEGI, la ONU, nuestra UNAM, el Tec de Monterrey y el sector privado, apuntan a lo mismo: en México, cada vez menos tienen más y cada vez más tienen menos. Baste decir que 10% de la población privilegiada con los mayores ingresos recibe más de 40% de la riqueza na- cional. Y si me apuran, unas cuantas decenas de familias son los accionistas mayoritarios del paí­s. Mientras que 60% de los más pobres recibe apenas la cuarta parte del PIB; de ellos, 11 millones sobreviven en casas con pisos de tierra y 2 mil pesos al mes. En materia de equidad social, ocupamos el lugar número 91 entre 124 paí­ses. Por supuesto que en América Latina somos los campeones indiscutibles en desigualdad.
Y no se trata nada más de lo económico. La desigualdad se manifiesta en todos los órde- nes de la vida: en la justicia, no es casual que 90 de cada 100 presos de nuestras cárceles sean pobres; en la educación todaví­a tenemos un ominoso rezago de 6 millones de analfabe- tas y suman también millones los jóvenes que jamás podrán terminar su educación superior. La desigualdad también nos marca brutal- mente entre un norte rico como en San Pedro Garza Garcí­a, Nuevo León, donde el ingreso por persona es de 462 mil pesos anuales, fren- te a un sur pobre como en Santiago el Pinar, Chiapas, donde sus habitantes ganan apenas 8 mil pesos al aí±o. También somos profunda- mente desiguales en el racismo y el sexismo: no hay mexicanos de rasgos indí­genas ya no digamos en algún Consejo de Administración, sino ni siquiera como gerentes de banco; en la mayor parte del paí­s las mujeres ganan hasta 14 veces menos que los hombres por el mismo trabajo y hay estados donde robarse una vaca es un delito grave pero no lo es golpear a una mujer.
La desigualdad es también una carga brutal que, aunque suene muy cruel, pagamos los causantes cautivos en programas asisten- cialistas de alimentación, salud y viviendas misérrimas en lugar de inversión productiva.
En los meses recientes he estado repor- teando en los lugares donde la desigualdad se manifiesta más inmisericorde porque coexis- ten —a veces a metros de distancia— los miserables con los inmensamente ricos: en las colonias periféricas de Cancún, donde la gente se suicida el triple que en el resto del paí­s, hay familias que sobreviven con 50 mil pesos al aí±o, que es menos de la tarifa de 5 mil dólares al dí­a de algunos hoteles donde ellos trabajan; en Monterrey ya han hecho versiones regias de murallas chinas para que los pobres no molesten a los ricos; en Guadalajara, escalo- frí­an barrios como La boca del lobo; y en el DF, basta cruzar el Puente de Los Poetas para deslumbrarse con el Santa Fe ostentoso y sim- plemente girar la vista para encontrarse con el Santa Fe apenas colgado de las barrancas.
Pese a todo, aún abrigo la convicción de que todaví­a hay un México posible. Si logramos ponernos de acuerdo.

Graciela Machuca

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