Las verdades del Photoshop

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El programa que universalizó el retoque cumple 25 aí±os. Perdida su función documental, las imágenes se han tornado en simulacro

En los inicios del pop art, los primeros artistas y crí­ticos británicos que intentaban explicar el movimiento en el que se habí­an visto envueltos utilizaban un argumento que hoy nos resulta familiar: nosotros —vení­an a decir— somos nativos de una cultura nueva con respecto a la de nuestros antecesores, nos hemos alimentado visualmente de unas imágenes que, por primera vez en la historia, no son ni pretenden ser imágenes tomadas del natural, sino que han sido producidas industrialmente y con fines comerciales, las imágenes de la cultura de consumo de masas, del cine, la televisión y la publicidad, que se convirtieron en la década de 1960 en la atmósfera iconográfica dominante en las sociedades del capitalismo avanzado. Como escribió alguna vez Gilles Deleuze, la imagen fotográfica así­ producida a escala masiva no tení­a la pretensión de competir con la pintura en la representación de la realidad, aspiraba a algo más: querí­a reinar sobre la vista,colonizarla enteramente. Y, sin duda alguna, lo ha conseguido, aunque este imperio se haya vuelto un poco ambiguo hoy, cuando se cumplen 25 aí±os del nacimiento de Photoshop, el programa informático que puso el retoque fotográfico al alcance de cualquiera.

La fotografí­a conquistó históricamente su prestigio documental a fuerza de humildad: mientras que la pintura requerí­a la mano magistral del sujeto y la interpretación del espí­ritu artí­stico, ella se conformaba con ser una simple reproducción mecánica de lo visible, y por ello se presentaba como una garantí­a de objetividad que permití­a captar lo que pasaba inadvertido al ojo, y por eso tuvo enseguida aplicaciones técnicas y cientí­ficas. Pero también las tuvo propagandí­sticas y comerciales, y gracias a ellas hemos aprendido que ese supuesto prestigio debe ser matizado. Igual que nuestros antepasados creyeron en algún momento que la escritura era una prueba de fidelidad, hasta que comprendieron que todo lo escrito puede falsificarse, y que, según la definición de signo acuí±ada por Umberto Eco, la escritura puede ser utilizada para decir la verdad con igual facilidad que para mentir, nosotros hemos perdido la ingenuidad de confundir simplemente la fotografí­a con la realidad, y hemos comprobado la eficacia polí­tica y periodí­stica que pueden tener, no ya los fotomontajes, sino incluso la simple decisión de un enfoque o la elección de un plano a la hora de interpretar una determinada realidad en el sentido elegido por el observador.

Cuando las imágenes se han vuelto digitales se ha subido un peldaí±o en su artificiosidad y, por tanto, en su manipulabilidad, especialmente cuando no se necesita ni siquiera imprimirlas para que surtan efecto, y la pantalla de cristal lí­quido les proporciona una homogeneidad que hace casi imperceptibles los retoques. Ya tenemos algunas generaciones que son nativas de la cultura digital, y que por tanto han crecido en una atmósfera tan fotorrealista como la de los jóvenes de 1960, pero con esta diferencia: la imagen fotográfica sigue imperando sobre la mirada, no representa una realidad natural, sino un mundo ya previamente convertido en imagen, en fotografí­a. Ahora las imágenes nacen ya manipuladas, no se entregan al público sin haberse sometido a un tratamiento previo que antes estaba sólo al alcance de los grandes laboratorios, de los jefes de Estado o de los estudios cinematográficos, y que hoy está a disposición casi de cualquiera.

La web del diario ‘L’Express’ muestra la fotografí­a original de Reuters (abajo) y el retoque de la revista ‘Paris-Match’ del michelí­n del presidente francés, Nicolas Sarkozy, durante sus vacaciones de verano en EE UU.

Las imágenes ya no son solamente sospechosas de una posible manipulación. En la actualidad estamos seguros de que han sido manipuladas antes de distribuirse, puesto que su confección forma parte del proceso de su construcción tan legí­timamente como el clic de la toma fotográfica, que ya no es más que una concesión mimética a los nostálgicos de lo analógico. Los defensores a ultranza de las nuevas tecnologí­as sugieren que con ello ha desaparecido la necesidad de fotógrafos profesionales (porque ahora todo el mundo es fotógrafo ”profesional», es decir, todo el mundo puede no solamente hacer fotos, sino retocarlas o montarlas a su gusto), que la fotografí­a ha perdido ya enteramente su condición documental y ha pasado a engrosar la categorí­a, en nuestro siglo tan abultada, del simulacro, es decir, de aquella imagen que no remite a ningún original externo, que es originariamente copia y manipulación en un sentido no peyorativo. De esta manera, además de ser fotógrafos profesionales, todos serí­amos fotógrafos artí­sticos, mezcladores y productores de imágenes todas ellas originales, por lo que el propio concepto de lo original se habrí­a venido abajo.

La tecnologí­a digital aumenta nuestra capacidad de engaí±arnos a nosotros mismos mediante la manipulación

Pedro también en esto hemos de depurar las ilusiones que despiertan en nosotros los avances tecnológicos. La ingenuidad de pensar que toda fotografí­a es un documento fiel del original que retrata no es mayor que la de pensar que toda fotografí­a es ella misma una obra de arte original del retratista, y la democracia estética no consiste exactamente en poner al alcance de todos los mortales el taller de Photoshop. La tecnologí­a digital aumenta nuestra capacidad de engaí±arnos a nosotros mismos al aumentar nuestras posibilidades de manipular imágenes. Si esta misma idea tiene sentido ha de ser porque hay algo que manipular y, por tanto, algo que no es manipulación en sí­ mismo. Aunque seamos nativos de un mundo previamente convertido en fotografí­a por los medios de comunicación, si alguien tiene interés en manipular las noticias o en retocar las imágenes es porque esos medios tienen aún —por muy abollados que estén— un carácter persuasivo, y sólo pueden tenerlo si pensamos que comunican algo que no es simplemente una imagen prefabricada, que la imagen es imagen de algo y no más bien de nada. Ayer nos preocupaba que las imágenes pudieran engaí±arnos. Lo que hoy nos inquieta es que, pese a todo, también conservan la capacidad de decir, a veces, la verdad.

Graciela Machuca

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