Recuerdos de Gí¼nter, el nií±o que no quiso crecer

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El mediodí­a en que el Nobel Gí¼nter Grass se preparaba, en diciembre de 1999, para recibir las honras del premio mayor de la literatura mundial pasó algo por su cabeza que lo llevó de nuevo a la infancia, el territorio más duro y feliz de su vida.

No era en ese momento el abuelo de familia numerosa (ahora ya era varias veces bisabuelo) sino el muchacho que nunca pudo llevar a su madre a los paí­ses fantásticos que le inventaba en sus cuentos, en la nií±ez.

La madre no lo estaba esperando, claro, aquel mediodí­a: lo estaba esperando el nií±o que fue, el muchacho que nunca quiso crecer.

Travieso e ingenuo, risueí±o, descolocado en un mundo al que quiso abatir, como el personaje de su mayor novela, El tambor de hojalata,gritando palabras como quien quiere romper los cristales de todos los palacios, Grass bajó de su habitación lujosa vestido ya para la ceremonia que tendrí­a lugar cinco horas más tarde.

Cuando lo vi allí­, vestido de pingí¼ino, con su pipa rocosa entre las manos, le pregunté qué hací­a con esas solemnidades, ”ese traje es para más tarde».

Entonces él hizo con la nariz y con la cara, una cara hecha a golpe de los martillos del tiempo, desconfiado como un campesino, temeroso como un adolescente ante los peligros subrepticios de la vida, un gesto que era habitual en los momentos de cierta travesura: arrugó la nariz y esbozó una sonrisa chiquita que ya habrí­a ensayado como una pillerí­a.

–Es que quiero que me vean mis nietos primero.

Ahora que estuve con él en Lí¼beck, cerca de Hamburgo, donde murió el lunes de una pulmoní­a, me acordé de esa risa de Gí¼nter en Estocolmo, porque la esbozó también para hablar de sus numerosos biznietos, de sus hijos, y de su madre.

De su madre hablaba Grass continuamente; en Pelando la cebolla, su libro más polémico, cuenta escenas escalofriantes en las que su madre es ví­ctima de las barbaries de la guerra; su madre fue, me dijo tres semanas antes de morir, la persona que le habí­a abierto al arte, y a las distintas panorámicas que ofrecen la poesí­a y la pintura para explicar el alma humana.

A su madre le explicaba él mismo, siendo un nií±o, historias de enorme fantasí­a, y le hací­a promesas (me dijo entonces) que nunca pudo cumplir después de la guerra. Fue muy emocionante escuchar a este hombre, curtido en batallas en las que no quiso estar, como í“scar, que no quiso crecer, hablando con esa ternura culpable de su relación con la madre.

Después de la guerra, en la que él estuvo como soldado juvenil de Hitler (leo por ahí­ que tení­a 17 aí±os: él insiste, me insistió entonces, que era un adolescente de 16), y fue además preso por las tropas que acabaron con la dictadura nazi, él se volvió a encontrar con su madre, que era aún joven; y la vio envejecida y triste, apabullada por el fantasma que ensombreció Alemania.

Ese fue un momento muy intenso de la mirada de Grass, que fumaba y respiraba como si estuviera compartiendo camarote en un barco viejo con dos Gí¼nter a la vez, el hombre aquejado de la afección respiratoria que finalmente acabó con su vida y el hombre juvenil que creyó que se iba a detener en la infancia contándole cuentos a su madre.

La vida fue muy en serio, decí­a, para aquella generación de alemanes, nií±os tristes de la guerra que se hicieron adolescentes combatiendo por un ideal que nació muerto. í‰l explicó varias veces, desde el final de la guerra, que estuvo allí­: no fue un secreto para los que leyeron algunos de sus libros primerizos, tampoco fue un secreto para los que, en los aí±os 50, lo escucharon confesarlo a través de las ondas de Radio Berlí­n.

í‰l explicó más tarde (me lo explicó en Faro, en Portugal, donde tení­a una casa, lo explicó en muchos sitios) que en efecto habí­a confesado con anterioridad, y no se explicaba muy bien por qué se habí­a armado tanto jaleo cuando, con ocasión de la publicación de Pelando la cebolla (2006), ya lo dijo con todas las seí±ales de la autoinculpación.

í‰l decí­a que seguramente tras la guerra la gente no prestaba atención a esas autoinculpaciones, pues todo el mundo, adolescentes y maduros, tuvo algo que ver con aquellas atrocidades; en 2006 él era un hombre muy seí±alado por la fama, y por tanto era un blanco móvil muy apetitoso para el fusilamiento moral al amanecer. Ese fusilamiento ha seguido hasta hoy que ha muerto, y se prolongará, supongo, porque frente a la explicación la venganza sigue teniendo sus argumentos melifluos.

Aquel episodio lo entristeció gravemente; se refugió, si puede decirse así­, en aquella casa de Faro, y poco a poco fue rehaciéndose, frente a los que lo acusaron de no estarse quieto, de ser, como fue, la conciencia de Alemania, el hombre que habí­a advertido de las (malas) consecuencias que tení­a una errónea unificación alemana y de las consecuencias nefastas del desmoronamiento de la URSS antes de pensar qué hacer con ese bloque que iba a dejar al mundo en las manos sudorosas del capitalismo.

Una vez repuesto de aquella tremenda vaharada de odio que desató su confesión, Grass siguió pintando y escribiendo, bajo la sombra (literalmente) de los cuadros negros de Goya; en ese estudio, donde lo vi por última vez, hablando de poesí­a y de la vida, desarrollaba su tarea de diarista impertérrito y de fabulista que ahora no tení­a a la madre, sino a los biznietos, como testigos de su pasión por contar.

En ese espacio lo escuché reí­r por última vez, y se lo dije. ”Me gusta verte reí­r». La risa de Grass era la risa de un asmático entonces, y sólo los asmáticos saben cuánto gratifica a los pulmones tener energí­a para una risa. En ese momento, como si me viniera otra vez la imagen de Estocolmo, Grass vestido de etiqueta a la hora en que tení­a que estar en pantuflas, le pregunté si él no sentí­a que él mismo habí­a sido el trasunto de Oscar, el nií±o que no quiso crecer y que domina, como una metáfora del siglo sombrí­o, en El tambor de hojalata. í‰l me respondió, riendo otra vez, y apartando la pipa de la que se despegó sólo de vez en cuando:

–¡No he conseguido parar mi crecimiento!

Era una risa sorda, como melancólica, pero cómplice, la risa de un nií±o que ha envejecido como si el tiempo fuera la sombra armada de un asesino.

Le seguí­ preguntando.

–¿Te habrí­a gustado ser í“scar?

Me miró como si él mismo se hubiera hecho la pregunta. Y así­ siguió el diálogo:

–No, en el fondo no, no me hubiera gustado ser í“scar.

–Estás contento de ser Gí¼nter Grass.

–No soy idéntico a í“scar; lo que ocurre es que la figura de Matzerath sale y tiene su raí­z en la picaresca, representa una especie de espejo capaz de provocar un incendio, una especie de lupa capaz de reflejar el infantilismo del siglo XX, del que no se quiere participar ni defenderse.

–Me has dicho que escribes con placer, con alegrí­a. ¿Siempre fue así­? ¿Incluso con los libros más dolorosos?

–No dirí­a con placer, pero sí­ con alegrí­a y con la sensación de felicidad cuando después de un largo trabajo un párrafo sale bien… De lo que disfruto es de la maravillosa soledad del autor, capaz de crear con medios muy sencillos, tinta y papel, un mundo y un contramundo, que inventa personajes que se independizan de uno y que muchas veces contradicen al propio autor, de modo que tienes la impresión de que el autor es sólo el instrumento de los personajes. Esto me produce momentos de auténtica felicidad y alegrí­a.

Luego hizo una pausa y exclamó:

–¡No soy de los que se quejan continuamente de la carga de su profesión, de escribir! ¡No!

Entonces fue cuando rió; tení­a 87 aí±os, se iba a ir de viaje con Ute, su mujer; hablaba bajo la luz tranquila de su casa, del restaurante viejo al que nos llevó; esa risa que exclamó como si se burlara del mundo entero y también de los solemnes me llevó a aquel momento de Estocolmo.

Fue un hombre que sufrió el siglo XX, fue su testigo, su cómplice y su ví­ctima; no hubo un instante en que ese tiempo que habí­a sobre su espalda de leí±ador cansado no le hubiera causado las heridas que cultivaron la piel de su literatura.

Esa risa, otra vez, como la de aquel mediodí­a en Estocolmo, era su manera de expresar que í“scar viví­a en él y que la risa era su venganza. Querí­a seguir rompiendo cristales, pero se le acabó la respiración, su relación ya difí­cil con el aire.

Una vez lo vi bajar de un autobús, en Lanzarote, porque habí­a visto un paisaje increí­ble y quiso plasmarlo en un cuaderno de pintura. Afanosamente, alejado del mundo, en medio de aquella sinfoní­a extraí±a de volcanes; como un nií±o enfurruí±ado tratando de parar la realidad como otras veces, hasta el fin, quiso parar el tiempo.

Quise mucho a este hombre, por eso lo buscaba siempre que imaginaba que pudiera estar triste o luchando. Acaso cuando más lo entendí­ fue cuando lo vi triste en Faro y riendo en Estocolmo.

Graciela Machuca

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