Villoro y la tiraní­a de los modernos

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Jesús Silva-Herzog Márquez/ Nexos

En 1958, en el seminario de filosofí­a moderna que dirigí­a José Gaos, Luis Villoro atendió la inquietud de su maestro: ¿de dónde viene la vocación del filósofo? ¿Cuándo surge el llamado de la filosofí­a? El transterrado, como recuerda Aurelia Valero, se acercaba con amargura al tema: se consideraba un fracasado, un profesor que habí­a dedicado su vida a la filosofí­a sin haber logrado el libro que expusiera su noción del mundo. Se sentí­a ya rezagado, anacrónico.1 A punto de cumplir los 60, necesitaba escudrií±ar la relación entre vida y obra. Gaos habí­a conseguido, sin embargo, discí­pulos, esto es: interlocutores. Los principales eran, desde luego, los integrantes del grupo Hiperión donde figuraban, además de Villoro, Emilio Uranga, Alejandro Rossi y Ricardo Guerra. El consuelo de Gaos llegaba pronto. En noviembre del 59 el maestro anotaba en su diario: ”Llega un momento en que el maestro tiene que tratar a los discí­pulos como iguales y, si lo merecen, hasta como superiores. Entonces ellos, aunque discrepen de él y hasta le critiquen, no lo reniegan ni abandonan».

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Villoro, un profesor de 36 aí±os, discrepa de la pregunta misma y rechaza el carácter filosófico del interrogante. Los motivos que disparan nuestras preguntas pertenecen al orden mundano, prefilosófico. Pero aprovecha la mesa para reflexionar sobre la naturaleza y las exigencias de la disciplina. Y escribe así­, con la elegancia y la claridad con que siempre escribió: ”La filosofí­a consiste por esencia en un poner en cuestión, hacer dubitable, desconectar el orden mundano natural al cual pertenecen esos motivos y exigencias». Y encontraba en ese ejercicio del cuestionamiento una doble radicalidad: radicalidad del saber y radicalidad del vivir.2 Es el mundo entero lo que se cuestiona y por eso el filósofo huye del conocimiento ordinario que se detiene siempre en los bordes, en la envoltura de las cosas. Y es también una liberación de los valores mundanos que sellan el tráfico cotidiano. La filosofí­a no es vocación sino misión. Dejemos de preguntar qué seí±uelo nos condujo a los caminos de la filosofí­a: preguntémonos si estamos a la altura de su llamado. ”¿Cómo podemos justificarnos ante la filosofí­a?», pregunta Villoro.

Rigor, serí­a la primera respuesta. El amor al que se entrega el filósofo es severo y exigente. Requiere un trabajo minucioso y atento para taladrar las ideas hasta su raí­z. En un intercambio con Leopoldo Zea precisó su idea de esta exigencia: ”Por filosofí­a rigurosa’ no debe entenderse filosofí­a académica, informada de las últimas publicaciones en lengua inglesa o alemana, tampoco significa filosofí­a aséptica frente a las motivaciones de la realidad en que vive el filósofo. Filosofí­a rigurosa quiere decir simplemente filosofí­a que intenta llevar hasta el final, con el ejercicio de la propia razón, el examen de los fundamentos de las opiniones y doctrinas recibidas, filosofí­a que no se detiene en razonamientos vagos o figuras retóricas, que no toma prestadas, sin ponerlas en cuestión, opiniones manejadas por otros. Filosofí­a rigurosa es reflexión que aspira a ser clara, precisa, radical. En ese sentido, toda filosofí­a rigurosa es liberadora, pero su labor liberadora no consiste en prédicas de acción o adoctrinamientos polí­ticos, sino en poner en cuestión los sistemas de creencias recibidos».3

La filosofí­a no es un empeí±o inocente. El esfuerzo de comprensión que supone su cultivo termina por desafiar irremediablemente la realidad. Luis Villoro fue el mejor defensor de la filosofí­a —aventura y compromiso— que ha encontrado México. En sus trabajos se muestra la vitalidad de ese ahí­nco por cuestionar el dogma, rechazar lo que la herencia impone. Interrogar lo que suele aceptarse sin pregunta. Creí­a, con Kant, que la filosofí­a no puede enseí±arse: ”sólo se enseí±a a filosofar». Es que la filosofí­a no está en las ideas que solidifican en doctrina. Es lo contrario: un pensamiento disruptivo, un disolvente de las creencias. La filosofí­a es la razón punzante.

Curiosa tarea: el filósofo lo cuestiona todo sin pretender conocimiento. Aun tras aclarar el reino de los significados, ofreciendo conceptos pulcros para la comprensión, nada dice de los hechos del mundo. No es propiamente una ciencia y tal vez sea su reverso o su conciencia. Por eso Villoro, en su brillante discurso de ingreso al Colegio Nacional, dijo: ”la filosofí­a propiamente no conoce, piensa«. La filosofí­a es dinamita para la razón soberbia. No es la memoria de un pensamiento muerto que se reitera en manuales de preparatoria o revistas de académicos. Por el contrario, la filosofí­a expresa la indocilidad de la inteligencia. La idea incuestionada, el sistema confortable, el prejuicio legitimado por el uso pasando por el ácido de la razón. Enemiga mortal de la doctrina, la filosofí­a destroza las coartadas del poder. Desde el primer momento, ha querido salir de la caverna. Por eso la filosofí­a rehúye la neutralidad. Debe estar del lado opuesto a esa dominación que siempre encubre su mando.

Abrirse a una nueva comprensión del mundo no es más que el primer paso para vivir de otro modo. A la filosofí­a, dice Villoro, le corresponde también buscar la ”vida buena». Ahí­, en su mayor servicio, la filosofí­a encuentra también su maldición. El pensamiento puede fijarse en fórmulas, degenerar en programa, decretarse como mandato imperativo. Al parecer, el virus de la creencia es congénito a la filosofí­a. Cuando la polí­tica engulle a la filosofí­a apaga su chispa; la razón ya no conversa, impone. Ya no invita a un cambio de vida, ordena al otro que se sujete a su verdad. La doctrina es filosofí­a amaestrada. Por eso el verdadero filósofo no deja de formularse preguntas, de interrogar al mundo y de interrogarse.

Hay un destino trágico en la filosofí­a: se levanta para cuestionar el dogma y suele encallar en dogma. Si los brebajes de la medicina provocaran periódicamente epidemias letales, la ciencia estarí­a tan dedicada a romper antibióticos como a descubrirlos. Así­ la tarea de la filosofí­a es la perpetua erosión de sus certezas. Las doctrinas polí­ticas nacen liberadoras y mueren opresivas. í‰se es el caso del marxismo… y del liberalismo. El liberalismo es, para Villoro, una ideologí­a conformista que ha terminado por encubrir la opresión, la falsedad, la miseria. Los liberales defienden una libertad abstracta mientras ignoran o justifican la exclusión concreta. En la tradición republicana pero, sobre todo, en el comunitarismo de los pueblos indí­genas creyó encontrar una alternativa práctica al liberalismo.

Más que el liberalismo, su contrapunto intelectual fue la modernidad. La tecnologí­a de los derechos y los contrapesos, el territorio de las soledades era, en realidad, consecuencia de un desbarranco de siglos. Padecemos la decrepitud de lo moderno. Para entender el malestar hay que remontarnos al origen. Contemplar las promesas dulces y envenenadas del Renacimiento. Las bellí­simas conferencias que Villoro impartió en El Colegio Nacional entre junio y julio de 1990 dan cuenta de esa exploración crí­tica que no deja de ser inquietud de circunstancia.4

Antes del Renacimiento, cada cosa tení­a sitio y se situaba fijamente frente a su centro. El hombre anclado en sitio firme desde la cuna hasta la tumba. Es Calderón de la Barca quien le ofrece a Villoro la imagen más elocuente de una sociedad aferrada a sus ordenaciones irrevocables. Dios ha otorgado a cada personaje su papel en la comedia. ”Hay un apuntador encargado de repetir a los actores el papel que deben desempeí±ar: es la conciencia. Y cada quien, al entrar en escena, se viste del traje que le corresponde según el lugar que le está asignado. Entra en escena, tiene que desempeí±ar brevemente su papel y hacer mutis. Es buen actor y será premiado por quien repartió los papeles, aquel que desempeí±e exactamente la función que le corresponde. Quien tiene el papel de labrador debe ser durante toda la representación el mejor labrador posible, sin tratar de ser otra cosa; quien ha recibido el papel de rey debe representarlo lo mejor posible, sin dejar nunca de ser rey; quien tiene asignado el papel de mendigo debe de ser buen mendigo toda la representación».5

El Renacimiento desprende el alfiler que fija las cosas a su sitio y hace estallar el centro que gobernaba la brújula. Pérdida de los referentes de certidumbre, llama Claude Lefort a este proceso literalmente desgarrador. Nicolás de Cusa rompe el mapa ancestral del universo: Dios es ”una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna». El mundo pierde núcleo. La liberación enciende un entusiasmo y una angustia. El hombre llega al mundo para elegir su ser. Lo propio del hombre, dice Villoro, es la apertura de las posibilidades, la anticipación del futuro. ”El hombre no tiene, como las demás creaturas, una naturaleza fija; vací­o de atributos incambiables, está determinado por su elección. Cada hombre debe elegirse a sí­ mismo, trazar su propia figura, promulgar su propia ley. Cada quien es fuente de sentido y de valor. El individuo debe llegar a ser él mismo, insustituible, obra de sus propias manos. Desde entonces el individualismo será un rasgo de la modernidad».6 La fundación de las posibilidades resulta, a un tiempo, excitación y ansiedad. Al diluirse el centro, el hombre pierde lugar en el mundo. Ha de conquistarlo, si es que puede. La modernidad empancipa… y desampara.

El Renacimiento no solamente transforma la mirada del hombre. También altera el poder de sus manos. ”El mundo es considerado material moldeable, transformable en instrumento por el arte y la técnica. El mundo en torno está allí­ para ser organizado, medido, estructurado por la razón humana, remodelado, destruido y reconstruido por el trabajo del hombre. El hombre se impone al mundo externo, lo conoce hasta encontrar las ví­as para liberarse de su constricción y dominarlo. Rompe el curso ciego de las cosas, las convierte en medios para sus propios proyectos. El pensamiento moderno es un pensamiento de emancipación, pero también de dominio». El mundo se puebla de objetos obedientes, de personas obedientes.

La afirmación del individuo termina por desencantar al mundo. Al creerse amo del mundo, el hombre no construyó una casa de mayor belleza. No hicimos de la naturaleza un espí­ritu como anhelaron los renacentistas. Siendo maleables a nuestro antojo, las cosas del mundo dejan de tener sentido en sí­ mismas. ”El hombre deja entonces de escuchar lo que tengan que decirle las cosas, para exigir que se plieguen al lugar que les seí±ala en su discurso. El árbol solitario ya no es esa vida extraí±a cuyo sentido es desarrollarse en plenitud, florecer, albergar las aves, ofrecer sus ramas al sol, en comunión con la riqueza inagotable del universo; su sentido no le está dado por su relación con el todo. No, el árbol es ahora un caso que comprueba las reglas que mi razón ha descubierto, o bien es un espécimen que puedo medir, calcular, ordenar según mis categorí­as; de cualquier modo es una instancia que cae en alguna de mis clasificaciones. Es también un útil: madera para cortar, soporte para edificar, adorno tal vez para disfrutar. En realidad, ni siquiera pregunto si su vida tiene un sentido propio, no trato de escucharlo, porque sé que sólo es un material dispuesto a revestirse del sentido que yo le presto».7

La modernidad somete al mundo y lo convierte en artefacto, dice Villoro. Es el lenguaje de la poesí­a lo que puede restituir el significado intrí­nseco de las cosas, dice Villoro invocando ”la otra voz» que entona Octavio Paz. El árbol no es el ingrediente de la mesa, requisito para la fabricación de una silla. El árbol habla. Los pájaros también:

Cantan los pájaros, cantan
Sin saber lo que cantan:
Todo su entendimiento es su garganta

La polí­tica de la modernidad se engarrota en la misma técnica: una ingenierí­a del poder. A ella se subordina la democracia liberal. Una tecnologí­a que cercena la comunidad, que encubre la dominación, que falsifica la voluntad común, que excluye. Por eso Villoro invita a una aventura intelectual: ”levantar (en el sentido del Aufhebung hegeliano: superar conservando) la democracia comunitaria a nivel de la democracia moderna».8 Las comunidades indí­genas ofrecerí­an, a su juicio, el aliento para renovar la polí­tica contemporánea y darle sentido a las democracias.

Villoro construye así­ una estampa ideal de las democracias comunitarias que contrasta con la decepcionante y aun afrentosa realidad de las democracias liberales. En aquellos refugios de la tradición los deberes de la comunidad tienen prioridad sobre los derechos individuales. El servicio es testimonio de pertenencia y la pertenencia es condición de los derechos. La polí­tica convoca realmente a todos, impidiendo que el poder se encierre en unos cuantos. Nuestros indí­genas lo resumen en dos palabras, dice el filósofo dando dignidad de argumento a un lema: ”mandar obedeciendo».

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Del individualismo moderno brota una imagen inhóspita del mundo. Un territorio marcado por la indiferencia y la explotación; por la soledad y aun el desprecio del otro. La helada maquinaria de los partidos concentra el poder y no lo suelta. La representación polí­tica es un teatro de falsedades; la competencia un espectáculo grotesco. La ciudadaní­a, ese principio motriz de la democracia, queda reducida a la cáscara del votante episódico. Se nos convoca a votar y a ver. Se trata, como dirí­a Nadia Urbinati, de la ”tiraní­a de los modernos».9 Un individualismo que no solamente es apartamiento de los demás sino también olvido de uno mismo.

La crí­tica al individualismo liberal es, por supuesto, muy pertinente. Hoy como nunca vale denunciar el distanciamiento del poder, la osificación de los gobiernos, la vacuidad de la competencia electoral, el olvido del ámbito público. Me resulta menos convincente la prescripción. La idea de que las democracias pueden encontrar sustancia vivificante en las ceremonias y los ritos de las comunidades indí­genas no me parece persuasiva. No lo es, en primer lugar porque, en su exposición, Villoro contrasta el ideal con la realidad. Villoro es sociólogo de las democracias representativas y mitógrafo de las democracias comunitarias. John Stuart Mill coincidí­a con muchas crí­ticas socialistas al individualismo posesivo sin dejarse seducir por las alternativas comunitarias. Su argumento puede encontrarse, no en su elogio de los raros que conocemos como Ensayo sobre la libertad, sino en una reseí±a a un libro ya olvidado de economí­a polí­tica. Tiene sentido la objeción moral a la competencia, dice ahí­. Sí­: es repudiable armar a un hombre contra otro, hacer que el bien de uno cuelgue del mal del otro, pintar la sociedad como si fuera un campo de hostilidades. ”El socialismo, mientras ataca el individualismo reinante tiene la victoria en la bolsa; su debilidad empieza en el momento en que propone sustitutos».10 Me temo que esta especie de republicanismo originario tropieza con la misma piedra que quiere trascender: ”El dominador, escribe en un texto sobre Ernesto Garzón Valdés, se cree siempre portador de un mensaje universal» que tiene el deber de imponer a la humanidad.11 El universalismo de religiones y doctrinas polí­ticas, habrí­a que decir, no es la única coartada del poder. La identidad es una justificación tan presente en la historia de la dominación como el universalismo. Bajo el manto del nosotros se cometen tantas atrocidades como bajo el embrujo de la verdadera religión o la última filosofí­a.

 

De la aventura a la que convoca Luis Villoro queda encendido el valor al que apunta. Por eso valdrí­a recuperar la pregunta que esquivaba el discí­pulo de Gaos. ¿Dónde nace el deseo de la filosofí­a? Habrá sido, apenas al salir de la infancia, recién llegado a México. La familia tení­a haciendas que producí­an mezcal. En una de ellas, Cerro Prieto se llamaba, los peones se formaron para darle la bienvenida. Así­ lo recuerda él:

… todos me saludaban con gran devoción porque yo era el patroncito, era yo el nií±o de la patrona. Uno de estos indí­genas se acercó a mí­ con gran reverencia, me tomó la mano y me la besó. Esto fue para mí­ una impresión verdaderamente terrible. Que un viejo calentado por el sol que está haciendo las faenas del campo más duras viniera a mí­, un pobre chamaco que no tení­a nada que ver con él, y viniera a mí­, y con un rasgo de respeto me besara la mano. Para mí­ fue una cosa a la vez terrible, insultante en el interior de mí­ mismo y de un respeto último, grandí­simo para este individuo, para este viejo. í‰ste fue un rasgo que se me quedó grabado en toda mi vida. [Yo creo que mi libro] Los grandes momentos del indigenismo en México […] obedece a este rasgo que yo tuve en ese momento.12

Sin dignidad no hay democracia posible. Aquella vergí¼enza no se expresa solamente en el impulso de escribir aquel libro, sino en el afán de comprender desde la raí­z el mundo y cambiar, desde la raí­z, la vida. ”La filosofí­a, dijo, es la actividad disruptiva de la razón. […] La filosofí­a es una forma de pensamiento, el pensamiento que trabajosamente, una y otra vez, intenta concebir, sin lograrlo nunca plenamente, lo otro, lo distinto, lo alejado de toda sociedad en que la razón esté sujeta. Lo otro, lo nunca alcanzado, buscado siempre en la perplejidad y en la duda, es veracidad frente a prejuicio, ilusión o engaí±o, autenticidad frente a enajenación, libertad frente a opresión».

 

Jesús Silva-Herzog Márquez
Profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Entre sus libros: La idiotez de lo perfecto y Andar y ver.

Graciela Machuca

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