La solidaridad que mueve escombros y rescata nií±os

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Una multitud de mexicanos se echa a las calles para ayudar con herramientas, comida o medicinas o su propia vivienda a los afectados

JACOBO GARCíA | EL PAíS

Hay algo que une al mexicano más que sus alegrí­as; sus desgracias. Es ahí­ donde se une, organiza y responde como un titán bien entrenado. Nada más terminar de temblar la tierra, una legión de voluntarios y espontáneos tomaron las calles para ayudar. Con picos, palas, sierras, guantes, cascos, agua…Lo que fuera.

No dio tiempo a recuperar el aliento, cuando comenzaron a organizarse: uno atravesó el coche en la calle para cortar la circulación, otro logró una cinta, otro más acordonó el lugar. Los que podí­an, moví­an piedras, cargaban cubetas o trepaban sobre los escombros buscando alguna un voz, un grito, algo que indicara que habí­a vida sepultada como en el colegio de la calle Zacatecas.

La heroica escena se repitió en la calle ílvaro Obregón, donde cientos de personas removí­an cascotes desafiando réplicas que paralizarí­an a cualquiera.

Una voz pide agua y decenas de voluntarios consiguen y cargan los pesados garrafones que derramar sobre los escombros para que el lí­quido se filtre entre las piedras. Junto a él una estudiante vocea los insumos necesarios: ”agua, alcohol, vendas, derivados de penicilina…». Poco después, ya hay en la farola una lista con los nombres de los supervivientes rescatados.  En caso de terremoto, los mexicanos llevan en el ADN la necesidad de ayudar y de saber qué hacer.

Entrada la noche no cesó la movilización y lugares como el Parque Espaí±a o La Cibeles quedaron desbordados de ví­veres y voluntarios.

”Porque somos mexicanos» defiende Mónica Zamora de 35 aí±os. «Es impresionante ver cómo la gente que no se conoce de nada se organiza, ayuda, trae lo que tiene…», seí±ala frente a un edificio derruido en la calle Puebla. Mónica y su hermano César Zamora se organizaron junto a un grupo de amigos y pasaron toda la noche repartiendo tortas y botellas de agua frente a los edificios derruidos. Después de La Roma, a las cuatro de la madrugada, se dirigieron a Tlalpan porque escucharon que allí­ los necesitan más.

A esa hora misma hora Juan Santos y su hija, toman por fin un descanso en la Plaza Cibeles después de muchas horas repartiendo café y pan dulce a los rescatistas. Cuando sus vecinos de San Mateo Tecoloapa, a una hora de distancia de la capital, supieron que vení­a a la capital comenzaron espontáneamente a llenarle el coche de sandwichs, refrescos, mantas, …Para que también lo entregara. ”Ver a tanta gente movilizada es emocionante. Venimos desde el Estado de México porque siento que no se puede confiar en ninguna institución y tenemos que ayudarnos entre nosotros. Nos necesitamos todos» reflexiona.

Más silenciosa pasa la noche Roberta Villegas, tras muchas horas sentada en una banqueta de la calle ílvaro Obregón esperando noticias. Su hijo trabajaba en el edificio reducido a un gigante acordeón que tiene frente a ella. ”Hay veces que tengo esperanza, luego decaigo, luego vuelvo a tenerla» dice. Su hijo César apenas llevaba unos meses trabajando como contable cuando a las 1:20 el suelo se movió bajo sus pies y el edificio de cinco pisos se vino abajo con él.

Los protocolos internacionales seí±alan que deben pasar 72 horas antes de abandonar la búsqueda o dar por muertos a las personas atrapadas en caso de sismo. Sin embargo, terremotos como el de Haití­ o el de México en 1985 demostraron, que es posible encontrar supervivientes más de una semana después del sismo. Al menos en las primeras horas, en este terremoto, igual que hace más de tres décadas, la organización social superó a la organización oficial.

Pero un terremoto de 7,1 en una de las ciudades más pobladas del planeta está lleno de momentos colectivos heroicos y pequeí±os milagros individuales.

Como cuando entre todos sacaron una seí±ora viva de los escombros de la calle Medellí­n y la multitud comenzó a aplaudir y llorar emocionada. O como esa mujer de la tercera edad que desafió la mole que estaba a punto de caer en la calle Jalapa y, durante los cien segundos que duró el terremoto, entró en la vecindad de al lado y al grito de ”¡todos fuera ya!» y empujó a todos a salir rápidamente antes de que se viniera encima la construcción. Cuando salieron los vecinos los cristales caí­an como espadas sobre la acera, mientras ella se perdí­a en el caos y el olor a gas.

A las cinco de la maí±ana soldados y jóvenes dan el relevo a otros y dejan la montaí±a de escombros con el cubrebocas a la altura del cuello, las manos destrozadas y el rostro lleno de polvo. Roberta se emociona, cada vez que los rescatistas levantan el puí±o y ordenan guardar silencio, porque escuchan una voz, que podrí­a ser de su hijo. Un joven se acerca a ella para ofrecerle una silla y un poco de chocolate.

La noche postemblor es más negra y silenciosa. Pero también más humana. La desgracia teje un poso solidario que suaviza la espera frente a los escombros y revierte la ecuación de la derrota.

Graciela Machuca

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