Polí­tica. sexo e intriga en la casa de la Bandida

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Una narración exquicita de Sinembargo – septiembre 23 de 2012 – 0:00 INVESTIGACIONES,

La Bandida (

Grijalbo, 2012) ofrece un retrato vivo e inmejorable de uno de los personajes populares más enigmáticos del México del siglo XX. Marina Aedo o Graciela Olmos, huérfana, guerrillera, prostituta, asaltante, adicta, bandida, compositora, cantante; piadosa, caritativa, incondicional, fue la meretriz más influyente y poderosa del México posrevolucionario y es la protagonista de esta historia que cuenta la existencia y las vicisitudes no sólo de una vida, sino del funcionamiento de un México que ya no nos tocó conocer.

í‰sta es una recreación surgida de la multitud de versiones contradictorias y misterios, rencores y afectos, que rodean hasta hoy la vida de Graciela Olmos, poseedora de una personalidad con tendencia tanto al delirio psicótico como a la reflexión filosófica certera que la convirtió en uno de los personajes más enigmáticos de nuestra historia.

Sexo, intriga polí­tica, violencia, folclore lí­rico y psicologí­a de género son sólo algunos de los componentes de esta novela, la cual transcurre por varios sitios y épocas de la geografí­a nacional, desde la Revolución hasta fines de la década de los cincuenta, e incluso llega al Chicago de la Gran Depresión, donde el brutal e inesperado encuentro entre la Bandida y Al Capone ofrece algunas de las páginas más feroces de la literatura mexicana reciente.

Por cortesí­a de la editorial Random House Mondadori y de la autora de esta novela, la investigadora y periodista Magdalena González Gámez, SinEmbargo.mx reproduce para sus lectores los capí­tulos ”La gloria» y ”El infierno», que recrean los pasos de esta mujer que huyó de Estados Unidos vestida de hombre, con el cabello corto y 46 mil dólares, y ya en el Distrito Federal adquirió una casa de citas en la calle de Durango, ubicada en la colonia Condesa… con el tiempo su nombre y apodo se tornaron referencia en biografí­as de músicos como Agustí­n Lara y personajes de la élite cultural y polí­tica de la época, pues no habí­a quien no pasara por su ”casita de diversión».

LA GLORIA

Mucho consuelo se dispensó en el lugar que los caballeros referí­an como La Casa de la Bandida. Emulaba los pálidos rasgos de estabilidad que surgieron a principios de los aí±os treinta: los billetes nuevos que expedí­a el Banco de México adquirieron credibilidad; por primera vez el paí­s contaba con una moneda única. Las reservas de plata ayudaron a superar las repercusiones de la gran depresión del 29. La estancia en Chicago habí­a tenido la ventaja de salvar a Graciela de los peores aí±os posrevolucionarios, cuando seguí­a imperando la ley del más fuerte hasta que el general Plutarco Elí­as Calles propuso sustituir el liderazgo de los caudillos para dar paso a la creación de instituciones, cosa que todo el mundo alabó y trajo unidad al Congreso, anticipando el exceso de unidad que caracterizó a la organización polí­tica mexicana el resto del siglo XX.

Para garantizar aquel tránsito, el hombre de visión institucional pasó a ocupar el poder tras el trono de presidentes subsecuentes en un periodo conocido como el Maximato, y él mismo fue bautizado como el Jefe Máximo de la época.

Graciela le guardaba mucha admiración por su hombrí­a, según ella, a pesar de que los presidentes querí­an librarse de él, incluido don Abelardo. No era el caso del presidente del Partido Nacional Revolucionario y héroe de la rebelión escobarista de Sonora contra el Jefe: el general Lázaro Cárdenas. A Garcés no le habí­a caí­do muy bien su estilo de gobernar Michoacán y le chocaba que le dijeran Tata. Graciel Olmo.

Su peso polí­tico todaví­a no era registrado por la Bandida, que no estaba para chimiscolear de polí­tica, decí­a; apenas si podí­a controlar el tráfico de cuerpos, influencias, alcohol y, a veces, drogas en la casa, convertida en un pequeí±o paí­s. Seguirí­a explicándose los asuntos polí­ticos igual que siempre, atando cabos sueltos por puro sentido común, lo cual le resultaba suficiente para el marco de su existencia aunque le sirvieran para elevarlas a calidad de opiniones sobre asuntos de interés nacional frente a sus doctos invitados, quienes se intrigaban por sus fuentes, pero optaran por creer que éstas eran secretas y de primera mano. La Bandida se convertirí­a rápidamente en embajadora de la confusión.

Al cabo de la apertura de la mansión, de inmediato creció la fama entre las personalidades masculinas emergentes, nacionales e internacionales, de todos los ámbitos: polí­tico, industrial, cientí­fico, intelectual, artí­stico y del espectáculo. Quienes habí­an asistido hablaban de la limpieza, el lujo, el bienestar, la calidez y la comprensión de que eran objeto. Nadie se sentí­a un cliente sino parte de la casa.

Graciela hasta los aconsejaba; se admiraban de sus hazaí±as y de su conocimiento de la Revolución. A veces pedí­a suavemente uno que otro detalle, dizque para asesorar bien, y las copas en la plática con ella eran de cortesí­a. Se entendí­a su necesidad de resguardo personal y no pocos se interesaban sobre información a la que accedí­a sin importar la calidad ni la cantidad. Las previsiones del general Garcés se cumplieron al pie de la letra… tanto, que solí­a acosar a Graciela con peticiones explí­citas de información sobre algunos parroquianos, dar prioridad a visitas, reuniones y fiestas particulares, e incluso reservar citas con algunas mujeres en especial, situación que, muy seguido, rompí­a el orden necesario para garantizar que los ingresos fluyeran.

Sin quererlo del todo, asumí­a a veces un comportamiento sumiso con él como estratagema para negociar sus peticiones; estaba claro que el hombre no pensaba en la casa como una empresa. Su carácter resintió de inmediato tanto corajes como pérdidas, porque el general empleaba de pronto un leve tono de exigencia además de hacer preguntas sobre la marcha del negocio en su conjunto y se reservaba el derecho de invitar. —No te quejes, que luego regresarán mil veces y ahí­ recuperas, gí¼era—. Es decir, la administración de la casa jalaba a rastras a la mera dueí±a, quien si bien disminuyó el consumo de alcohol, no así­ el de cocaí­na y opio, porque le ayudaban a dejar de pensar en el cataclismo perpetuo que se habí­a echado encima.

Como suele suceder, el consumo trae consigo la distribución, razón por la cual siempre necesitaba excedentes; gustaba de compartir el perico con algún invitado. Tampoco estaba dispuesta a abandonar la bohemia con los músicos de moda. Admiraba a Juan Arvizu y a Pedro Vargas. Ella misma recomendaba algún talento por desarrollarse a sus amigos del medio.

Eso pasó con un muchachito que detentaba una voz asombrosa además de que tocaba el piano, Marco Antonio Muí±iz, a quien contrató como músico de casa. Sin saber en qué momento, comenzó a hacer el bien sin mirar a quién, según las malas lenguas. Pasó muchos dolores de cabeza para mantener el establecimiento y a las mujeres a la altura de las circunstancias durante el arranque.

Viví­a en el malabar; ella misma tuvo que acostumbrarse desde entonces a dormir a ratos y a mantener la vigilancia personal permanente. Los primeros meses todos querí­an inauguraciones como la que escucharon de los testigos de la apertura. Así­ que elaboró montajes con muchas variantes hasta que las mujeres se hicieron hábiles para improvisar en el marco de un guión que en realidad era siempre el mismo. Igualmente necesaria en extremo era la variedad musical y la presencia de músicos hasta después del amanecer. Ni qué decir de los cantineros.

El más acostumbrado a las refriegas, a diferencia de las poco experimentadas anfitrionas, era el personal de cocina. La Bandida los poní­a de ejemplo por garantizar el servicio las 24 horas, preparar rarezas nacionales e internacionales y por identificar los gustos de comensales que preferí­an más unos sabores que otros. —No sé cómo le ha hecho don Manuel, todaví­a no cumplimos tres meses y ha venido por lo menos cada quince dí­as; otros ni siquiera han alcanzado a asomar las narices de la anticipación que llevan las citas y sigue la puja andando. A veces pide sus huevos en rabo de mestiza; otras, motuleí±os. Se ve que le gusta más el chile poblano guisado en comida yucateca que en poblana.

Se da muy bien cuenta que unos llevan epazote y otros no en el cadillo de jitomate.

En la cocina ya saben que puede pedirlos a cualquier hora de la madrugada y él acepta de buena gana esperar porque la sazón necesita tiempo. Anoche de plano me pidió llevarse a la cocinera a la cama. ¿Ya ven, si no se ponen buzas? Si no hace tanta falta lo que ustedes creen tener, aunque haga falta para lo que hacen. Así­ que acuérdense: el que tiene tienda, que la atienda. Graciela Olmos y Victor Cordero.

A pesar de haber causado sensación, la Bandida no pudo aumentar la agenda de citas pero sí­ las tarifas en general. Sacó jugo a las apuestas para acceder a las mujeres en disputa. Antes de cumplir un mes, se dio cuenta de que la batalla principal era contra el cansancio de sus huestes y sus efectos devastadores. Aparecieron muy pronto contagios de enfermedades estomacales y respiratorias, así­ como infecciones. No estaba fuera de lugar cuidarse de las enfermedades venéreas a pesar de lo distinguido de la clientela. Debió atender la consecuente previsión de retiro temporal o permanente del servicio, en casos graves, entre los cuales estarí­a incluido el eventual embarazo.

Así­, hubo de considerar presupuesto para servicios médicos en distinto grado. También antes de lo previsto surgió otra exigencia: contar con reservas de mujeres. ¿Cuánto tiempo querrí­an permanecer las actuales aunque hubiera invertido tanto en refinarlas? Si bien conocí­a al mí­nimo detalle sus vidas y estaba bien apercibida sobre lo que, según ella, a cada una le convení­a en el futuro, no podí­a confiarse. Eran trazas del desgobierno que a las primeras de cambio brota ahí­ donde sea que se reúna algún grupo de personas.

Como era el caso de la Remedos, una mazatleca alta y trigueí±a, de ojos cafés y cabello castaí±o oscuro largo, busto y caderas prominentes, nalgas saltarinas, que intentaba atribuirse el derecho de elegir a sus clientes. Lo que se callaba le salí­a por los ojos y esa transparencia no era del gusto de la Bandida.

No sólo era quisquillosa en el trato con los clientes, sino que remedaba a sus interlocutores, sutilmente, pero en su cara. Las demás reí­an al ver que imitaba en femenino los gestos, los dichos y los movimientos del solicitante en cuestión sin que éste lo notara.

Graciela a veces temí­a que fuera reprendida por las malas de tan socarrona. Obvia para las mujeres; ellos de ningún modo desviaban su atención de lo que iban a consumir. Graciela preferí­a ser directa cuando algo no le gustaba, decir las cosas al chile, pero con aquélla no le veí­a el caso hablar y se regocijaba preguntando a cada rato: ¿a ver, a ver, cómo le hizo, cómo lo dijo, así­? Era increí­ble que a ninguno le importara ese cinismo casi cortesano, flemático y silencioso. —Eres bien mustia; bajita la mano andas ahí­ saliéndote con la tuya —observaba Graciela—. Quieres darte el gusto de escoger y lo único que debes hacer aquí­ es coger.

Así­ que los clientes te los pongo yo. —No sea mala, mamita, es que a veces me dan asco. Empezando por el general famoso. Ya sé que ando en esto, pero entiéndame, es por pura necesidad. No quiero ser tan rejega, pero la verdad es que no voy quedarme aquí­ muchos aí±os —contestó la Remedos, angustiada y temerosa. —¡Ah! ¿No? Entonces dime lady Godiva, como qué más sabes hacer, porque yo ya pagué mucho por ti. No me vayas a salir con una sorpresa… —dijo la Bandida, intrigada, en la antesala del encabronamiento, compasiva, y bien cruda, arrastrando la cobija por otra inauguración que resentí­a como si fuera la número cuarenta y seis. —No, no, no, mamita. Yo soy leal, ya sabe que no me gusta hablar, pero le agradezco mucho haberme mantenido todo este tiempo y tratarme bien. Yo soy la que llegué a la ciudad, sola, huérfana, con las patas partidas de la resequedad y sin saber leer. Mí­reme, gracias a usted soy otra; hasta parece que tengo dinero. Dios la puso en mi camino… —Ya, ya, ya, párale que pareces monja y hasta me estás asustando… ¿Qué te traes, pues…? —Que quiero que me deje estudiar para enfermera. Puede tomar todos mis cobros mientras me recibo y le prometo ya no respingar por ningún cliente.

Si hace falta, no duermo. Si no le parece, tons no. Pero a qué otro árbol me voy a arrimar; usted es mi madre y yo no la voy a dejar nunca. Se lo juro por ésta —y besó la cruz hecha con sus largos dedos con un tronido súbito.

Totalmente inesperada resultó la humildad de aquella muchacha, quien tení­a la fortuna de estar entre las que causaban más apuestas. Yolanda, alias la Remedos, sin saberlo aún, fue también la que ocasionó el reto a duelo en la inauguración. Graciela en verdad estaba conmovida por el agradecimiento de Yolanda. Ella, que seguí­a en guerra con el mundo, nunca pensó en recibir nada. No supo cómo reaccionar frente a su discí­pula, pero se alertó, imaginando que si una a una de las mujeres comenzaba a tomar sus propias decisiones, la casa peligraba. No era como en la Revolución, donde no habí­a alternativa, o… ¿fue eso de lo que ella se convenció? Estas mujeres viví­an ya en otro paí­s y más le valí­a ponerse al parejo. —Ve a ver lo de tu mentada escuela —le espetó fuerte para hacerle sentir que no aflojarí­a—.

Cuando hagamos números me vas a pagar peso por peso. Y recuerda que yo mando en la casa, como debe ser. Yolanda, lloriqueando, le mandó un beso de lejitos porque tuvo miedo de acercarse.

EL INFIERNO

El general Lázaro Cárdenas llegó a la presidencia. Era partidario de la socialdemocracia y se inspiraba en algunas ideas del socialismo en su programa de gobierno. Como candidato postulado por el Jefe Máximo, dio continuidad al principio de su administración aceptando a algunos de los funcionarios callistas en su gabinete, pero luego los renunció y orilló a exiliarse al propio Jefe en abril de 1935. El general Cárdenas no gustaba de los prostí­bulos y era un activo promotor de cerrarlos. Ya apresurada por Garcés, Graciela recuperaba como podí­a sus contactos de épocas revolucionarias: ”Desde 1912 para acá los conozco a todos», presumí­a, dominando ya las artes de las relaciones públicas. Ahora que la casa podrí­a correr peligro se hizo de una argucia para defenderla: organizarí­a fiestas privadas con facilidades para los asistentes. Algunos tendrí­an privilegios con tal de que la ayudaran a sostenerse.

Mesí­as estaba feliz por tan eficiente respuesta y reservó una encerrona solamente para su cí­rculo de amigos. Se acercaban las fiestas de fin de aí±o de 1934. —Pa’ dentrines nos van a dar muchachas si no me pongo águila, así­ que pasen revista a sus amigos y denme las direcciones y los teléfonos, no se hagan patas. Quiero ver quién me falta.

Apúrense porque en una de ésas se quedan sin madre que las proteja. Programó para su campaí±a —burlándose de la realizada por el general Cárdenas, la primera en que un candidato visitara todos los estados—, como fiesta inicial, la de su especie de socio, a mediados de diciembre. Garcés pidió que preparasen bocadillos y comida de Puebla, una buena reserva de Dom Perignon y coí±ac. Quiso que llevaran a Lucha Reyes a como diera lugar, vestida de china poblana, y se le antojó escuchar unos valses. Llegó el 16 de diciembre, celebración de la primera posada. Prepararon pií±atas, ponche y velitas para el canto de los peregrinos.

El chiste era tan obvio que Graciela no pudo evitar el sarcasmo: ”Qué buena idea, mi general, no se me hubiera ocurrido. Las mujeres darí­an entrada a los santos peregrinos». La sorpresa de verdad llegó al reposar la cena, cuando se suponí­a que las parejas comenzarí­an a emigrar a las habitaciones. Escuchaban un vals y la plática se desvió hacia uno de los temas polí­ticos del momento: el ascenso del nazismo. Ramsés Escudero, con empleo de editor de noticias en jefe de un diario de reciente creación en la ciudad, rememoró los orí­genes del nacionalsocialismo: Stalin habí­a desvirtuado la doctrina comunista.

Todos comenzaron a hablar de las buenas intenciones del comunismo auténtico. —¿Comunista? Comunista verdadero, yo, por la misma razón por la que soy católico, sí­, seí±or —se pronunció el general. Siguieron hablando de las aspiraciones de Hitler para liberar al pueblo alemán de la amenaza judí­a que, ciertamente, acordaban todos, tení­a controlado al mundo.

Graciela, como siempre, hilaba respuestas a algunas de sus preguntas sobre polí­tica aprovechando las conversaciones. —Yo, que ando abriendo empresas por todos lados para beneficiar a la gente. Arriesgándome a perder dinero y sacándole al gobierno créditos para que no los gasten en otra cosa. Si la gente no trabaja bien, yo soy el que pongo la cara y recibo todas las reclamaciones, pero el caso es que ahora hay muchos empleos que de otra forma no existirí­an. ¡Ah!, y no nada más eso, también logré sacar al gringo Hearst del paí­s. ¡Salud por México! —celebró orgulloso el general, quien estaba obligado a retirarse porque lo esperaba un vuelo a Juárez, siempre Juárez—. Me van a disculpar —dijo, sobando el lóbulo de la oreja de la Gí¼era—, pero debo atender una diligencia. A ver si logro establecer otra empresa en El Paso.

El resto de los invitados no extraí±arí­an tanto a Garcés. Se entusiasmaron discutiendo acerca de Hitler; de hecho, se desinhibieron al grado de dar santo y seí±a sobre actividades de nacionalsocialistas en México, así­ como de diversas intentonas de acercarse a gobiernos mexicanos. Ya desde la Revolución, agentes alemanes se habí­an acercado a varios de sus lí­deres, entre los que estaba el general Villa, y ahora, el propio presidente.

De casualidad, uno de ellos llevaba una bandera nazi, que le dio por extender en la barra cantinera sin pedir permiso. Surgieron observaciones eruditas sobre la extensión del fascismo en Europa y datos de sus cabecillas en diferentes paí­ses: Benito Mussolini, Primo de Rivera. Otro participante del convivio, que vení­a de Guanajuato, leyó una carta que pretendí­a dirigir a la Academia Alemana de Ciencias Polí­ticas y Jurí­dicas: En mi patria tiene lugar una revaloración polí­tico-social que seguramente conducirá a un confrontamiento de dos posiciones: una marxista-internacionalista y otra nacional-socialista. Las nuevas experiencias y experimentos alemanes han sido y serán una ayuda insuperable para esa clara delimitación de los frentes, pues han demostrado cuán serio es el peligro del comunismo internacional […] Analizaré nuestra verdadera situación a este respecto, como ya lo estoy haciendo en el diario Novedades.

En otro comentario sustancioso, otro de los asistentes insistió en puntualizar de nuevo algunos de los intereses alemanes en México desde la Revolución, para lo cual —justificó— los diplomáticos de ese origen debieron acercarse a los bandos más representativos. Sin embargo —subrayó—, dada la preeminencia de los intereses británicos, nunca fue posible.

De todos modos, no descartó las bondades de una colaboración, que ahora hallarí­a probablemente nuevos obstáculos con la llegada al poder de Cárdenas. —Efectivamente —seí±aló un parroquiano más—, el interés del Fí¼hrer en México debe ser grande —dijo, poniendo énfasis en que hací­a una mera suposición—, pues sabe que en ningún lugar del mundo podí­an las estructuras económicas de dos paí­ses complementarse como las de México y Alemania. Todas las materias primas de que ellos carecen, existen en México en grandes cantidades, mientras que Alemania con sus productos industriales podrí­a suministrar a México todos los medios para explotar sus recursos minerales, para mejorar y ampliar el sistema de transporte y crear industrias nacionales, incluso bajo las directrices del Plan Sexenal —seí±aló, esta vez de manera contundente—. Además, ningún otro paí­s en el mundo, salvo Alemania, podrí­a tener interés en incrementar la producción mundial de materias primas y de productos agrí­colas mediante el desarrollo en gran escala de la riqueza mineral de México y de su producción agrí­cola, dando lugar así­ al surgimiento de un nuevo competidor en todas las esferas. México, por lo tanto, tendrí­a que contar con que la exportación de sus productos a los mercados mundiales hallarí­a oposición en todas partes, con presiones de todo tipo, pero particularmente por parte de los paí­ses económicamente poderosos: Estados Unidos y Gran Bretaí±a.

En consecuencia, la explotación de los recursos económicos de México deberí­a complementarse con la adquisición de un mercado seguro. Tal mercado existe en Alemania siempre y cuando México estuviera dispuesto a importar, en cantidades mucho mayores que hasta ahora, productos industriales alemanes a cambio —terminó la perorata que parecí­a de memoria, acariciando su barba y mirando pistiojo al resto de los asistentes. Graciela era toda oí­dos. Por supuesto que ignoraba bien a bien de lo que se hablaba, pero siempre poní­a cara de que cualquier tema le resultaba familiar.

El ambiente se calentó, los caballeros competí­an a ver quién sabí­a más detalles… Agustí­n Lara y Graciela Olmos.—Todos aquí­ son muy valientes — casi gritó, Graciela—. ¿Quieren un poco de música? ¿Están a gusto con las muchachas? —un guardaespaldas se acercó a decirle que habí­a tocado a la puerta un cliente acompaí±ado por otro seí±or—. Pero ustedes ya saben que hay fiesta privada, dí­ganles que hoy no recibimos —refunfuí±ó la dueí±a. —Sí­, pero el seí±or es muy insistente, que porque su acompaí±ante es diplomático y sale maí±ana del paí­s. —¿Está de necio? —No; al contrario, seí±ora, es muy amable. —Diplomático de dónde… —inquirió Graciela. —De Espaí±a, seí±ora… —¿Es del gobierno? —No, seí±ora… —respondió el interrogado ya con impaciencia. Graciela dudó mucho pero no resistió la curiosidad de ir a verificar el charolazo, ¡decirle que no a un diplomático!, y fue a asomarse: —Dí­game, joven. El joven tartamudeó, cosa a la que aquellas mujeres empezaban a acostumbrarse, aun sin ser conscientes de lo fuerte de su presencia ante los hombres. —Seí±ora divina, disculpe la imprudencia, pero… le presento al ex secretario de… que viene de Espaí±a y se va maí±ana. Yo le dije que esta casa es muy especial… y… —Pasen pues, pero hay una fiesta privada. No los puedo atender como se debe… —accedió, impulsiva, la Bandida. —No se preocupe, lo importante es estar un rato en su casa, que ya es muy famosa.

Los hombres entraron; Graciela envió a algunas mujeres y servicio a un salón anexo a la sala central, donde continuaban las alabanzas nazis. La Bandida comenzó a sentir simpatí­a por esos botarates boquiabiertos, maravillados con la casa, paralizados al recibir a las doncellas, como dijo el espaí±ol, que llegaron para hacerles compaí±í­a. Pidieron de cenar mientras Graciela regresó a la fiesta principal. Yolanda, que logró zafarse de aquella punta de pelafustanes, se sintió muy bien con la timidez del joven mexicano, que resultó periodista y dueí±o de una librerí­a heredada de su padre. —Pero ¿qué hace una muchacha tan delicada como usted en un lugar así­? —le preguntó el joven con ojitos de borrego a medio morir. —Aquí­ me cuidan mejor que en ningún otro lugar —contestó Yolanda, sin perder su incontenible costumbre de arremedar—; no me verí­as así­ de bonita ni de delicada ni de distinguida porque no nací­ en cuna de oro, chiquillo. ¿Ves cómo es mejor estar aquí­? —se le acercó muy de frente, sujetándole la barbilla y extendiendo uno de sus largos dedos para repasarlo por su rostro, faltando al mandamiento ”No tocarás», impuesto por Graciela—. ¿Cómo te llamas? —Conrado Sanmartí­n —respondió, sin poder arrancar los ojos del escote de Yolanda. Ella, siguiendo esta vez las directrices de la casa, mostró sus notables senos sin acercarse mucho más. El espaí±ol, mudo y visiblemente rí­gido, poniendo boca de raya, se limitaba a mover nerviosamente los ojos por la entera geografí­a de las mujeres. —Y ¿hoy no estás ocupada?… ¿Cuánto?… ¿Cuánto? —¿Para cuánto te gusto? —sonrió socarronamente Yolanda.

Conrado no reparó en lo que dijo: —Para cuanto dure y cueste mi vida… —¡Ah, qué hombre me saliste! —respondió, de veras sorprendida—. ¡Me cuadras completito! —exhaló, dejándole caer su aliento en el rostro. La fiesta fue animándose en la inmensa sala central. Se sobre- saltaron un poco creyendo escuchar una que otra voz en cuello diciendo: ”¡Heil, Hitler!», mientras aumentaba poco a poco el taconeo incipiente de una marcha militar, con la cual fueron emparejándose el resto de los comensales, quienes caballerosamente invitaron a integrarse a las más de cuarenta expectantes damas.

Uno de los participantes, en vez de unirse a la marcha, se acercó a preguntarle a Graciela sobre las razones de su desaparición momentánea. Ella respondió que un diplomático, de los que suelen venir a la casa, subrayó con lentitud, habí­a ido a cenar y que no se le podí­a negar el servicio. —Pero, Graciela, esta fiesta es privada —y acto seguido llamó a uno de sus guardaespaldas—. Voy a tener que ver quién es, Graciela —ella asintió mientras el corazón se le subí­a a la garganta. —Discretamente, por favor —suplicó. El tipo se asomó al salón y quedó petrificado en el acto, al igual que el diplomático espaí±ol. Regresó por Graciela, jalándola del cabello para preguntarle: —¿Qué carajos hace ese maldito rojo espaí±ol aquí­?, ¿estás colaborando con él para que nos espí­e? —y la puso de rodillas, inmisericorde, mientras el desfile militar se alejaba ya hacia las habitaciones. —í‰l me dijo que vení­a en misión de parte de La Falange —mintió abiertamente Graciela, tratando de confundir a su opresor, haciéndose a su vez la confundida y aprovechando la información que recién habí­a oí­do—. Creo que me engaí±ó. Porque… sépanlo ustedes dos —continuó, entrando de veras en pánico—, ¡aquí­ respetamos a generales como Franco! ¡Lárguense! —dijo en un grito, mezcla de miedo y súplica—. Que los acompaí±e mi seguridad a la salida. ¡í“rale, reaccionen! El par de hombres salió huyendo. Yolanda quiso enganchar la mirada de Conrado antes de irse. Cí­nicamente, caminó frente al amigo de Garcés para distraer como fuera su atención de Graciela, hasta que finalmente el amigo del general la botó contra el piso. —Verás cómo esto no se queda así­. Pobre de ti si dejaste entrar espí­as comunistas —amenazó el hombre, dirigiéndose a la salida. Yolanda levantó a Graciela pasmada, imposibilitada para llorar. —Ya, mamita, ¡tráiganle un sotol y un bolillo seco para el susto! Graciela amaneció amarilla. Una parte de ella reconocí­a la ayuda de Garcés; hasta le dedicarí­a un corrido, que estrenarí­a al cabo del tiempo… Pepito con V de verga, comunista de los buenos y millonario de veras. Soldado sin uniforme nuevo, revolucionario enérgico, coronel de verbo y fuego. Tú pones el ejemplo a los ricos de esta tierra de cómo se gasta el dinero. … pero no imaginó hasta dónde llegarí­a el berrinche.

Graciela Machuca

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