Una entrevista de Elena Poniatowska con Diego Rivera

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jornada.unam

La única entrevista a la que me acompaí±ó mi mamá en los 50 fue a la de Diego Rivera. Diego habí­a pintado muchas veces a mi tí­a Pita Amor, y en una de esas la desnudó y para que no cupiera duda —aunque Pita en el retrato parece un pescadito rosa, un charal— escribió bajo sus pies: ”Yo soy la poetisa Pita Amor». Mamá esperó en el coche mientras yo subí­a al estudio en Altavista y me topé con uno de los hombres más desconcertantes y encantadores que me ha tocado entrevistar. Además me pareció generoso porque siempre tuvo tiempo para los periodistas, entre otros, una muchacha como yo. Su secretaria Teresita Proenza se asomaba de vez en cuando y le sonreí­a a mi juventud. Lento e indulgente accedió a contestar cuanta pregunta le hiciera, los ojos acuosos, sentado sobre una silla demasiado pequeí±a, elefante equilibrista y barrigón, barrigón (en el fondo todas las palabras en ”on» se hicieron para Diego Rivera: Grandulón, concepción, cabezón, revolución, tragón —él mismo comentó que se echaba de un solo empujón un litro de tequila—, contemplación, ojón, —aluvión de mentiras que al final de cuentas resultaron verdades— y corazón; sí­, porque a Diego se le salió del pecho. Saltó porque ”el sapo es todo corazón» y se refugió en un medallón antiguo que a Frida le colgaba del pecho).

—¿Cuál es para usted el colmo de la felicidad?

—No haber nacido.

—Pero, ¿por qué dice usted eso?

(La seí±orita Judith Ferreto, quien llegó con una perrita, Capulina, interrumpe:)

—¿Ni siquiera el amor de Frida Kahlo justifica tu existencia, Dieguito?

—No. Porque en realidad le di tanta lata y le hice tanto daí±o que mejor serí­a no haber nacido.

—Su madre no dirí­a lo mismo, maestro.

—Yo nunca quise a mi madre, y jamás me llevé bien con ella…

—Está usted como un seí±or que empieza su obra con un: ”Yo odio a mi madre».

—Bueno, no tanto.

(Declara Diego que hizo sufrir a Frida, y sin embargo, me acuerdo de un pasaje de la propio Frida: ”Quizá esperen oí­r de mí­ lamentos de lo mucho que se sufre’ viviendo con un hombre como Diego. Pero yo no creo que las márgenes de un rí­o sufran por dejarlo correr…»)

—A ver, otra preguntita —sonrí­e Diego.

—Perdone maestro, me distraje. ¿Cuál es para usted el colmo de la infelicidad?

—El colmo de la infelicidad oscila entre el estreí±imiento y asistir sin ganas a una reunión mundana.

—Sin embargo usted aparece en los periódicos un dí­a sí­ y otro también. ¿No es usted amigo de los ”Trescientos y algunos más»? ¿No le interesan a usted?

—No.

—¡Pero bien que los retrata!

—Sí­. Pero no los conozco.

—¿Ni siquiera los conoce para retratarlos? Entonces, ¿cómo le hace?

—Para retratar no hay necesidad de interesarse ni de conocer al modelo.

—¡Eso es imposible!

—Me explico. Hay dos sentidos de conocer. El mundano, en el cual yo no conozco a la sociedad, puesto que no tengo el honor de frecuentarla. Y el sentido bí­blico, en el cual puede decirse que la conozco.

—¿Y cuál es el sentido bí­blico?

—¡No se haga, no se haga! ¿A poco no sabe? Es el sentido en que Noé conoció a sus hijas para crecer y multiplicarse el género humano. Además, no es preciso el conocimiento mundano para entender a la sociedad y saber todo lo que a ella concierne desde su origen hasta su presente y próximo futuro y observarla profundamente y con apasionado cuidado, e inclusive amarla en la persona de sus mejores ejemplares femeninos. Creo que es por eso que he podido pintarla. Nada importa que el amor no haya sido correspondido en la mayorí­a de los casos…

—¿Y quiénes son las mujeres que usted ha amado?

—¿Las mujeres que he amado? Tuve la suerte de amar a la mujer más maravillosa que he conocido. Ella fue la poesí­a misma y el genio mismo. Desgraciadamente no supe amarla a ella sola, pues he sido siempre incapaz de amar a una sola mujer. Dicen mis amigos que mi corazón es un multifamiliar. Por mi parte, creo que el mandato ”amaos los unos a los otros» no indica limitación numérica de ninguna especie sino que antes bien, abarca a la humanidad entera.

—Pero yo lo que necesito son nombres, seí±or Rivera, nombres… ¿Cómo se llaman las mujeres a quienes usted ama?

—Si me pusiera a decirle nombres disgustarí­a a las nombradas… ¡y que nuestra Madre de Guadalupe nos libre de tal cosa! En segundo, ganarí­a fama de presumido, pedante y rajón, y habrí­a cerrado para mi las veredas únicas que me interesa recorrer en esta cochina vida.

—¿Pero usted sólo considera a las mujeres como hembras? ¿O cree usted en su inteligencia y en su superioridad? ¿Cree usted en el matriarcado?

—En primer lugar yo estoy totalmente seguro de que la mujer no es de la misma especie del hombre. La humanidad es la mujer. Los hombres somos una subespecie de animales, casi estúpidos, insensitivos, inadecuados completamente para el amor, creados por la mujer para ponerse al servicio del ser inteligente y sensitivo que ellas representan. Un animal semi inteligente que ejecuta las tareas necesarias mediante la dirección de las mujeres, es decir, el hombre es a la mujer lo que el caballo es al hombre y nada más.

(La seí±orita Ferreto rí­e. ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! Mira a Diego y se retuerce un poco, interrumpe mimosa:)

—¿No te importa ser caballo, Dieguito?

—¡Burro, con tal de que me ensillen!

(Con razón dijo Frida: ”No hablaré de Diego como de mi ”esposo» porque serí­a ridí­culo. Diego no ha sido jamás ni será ”esposo» de nadie. Tampoco como de un amante, porque él abarca mucho más allá de las limitaciones sexuales, y si hablara de él como de mi hijo, no harí­a sino describir o pintar mi propia emoción, casi mi autorretrato y no el de Diego).

—Darí­a todo lo que he podido hacer gozar, inclusive el amor de Frida Kahlo, lo único realmente grande que he tenido, con tal de haber evitado el asco y las molestias que he tenido que aguantar para vivir. Esto no quiere decir que sea yo pesimista. Soy más bien epicúreo y hedonista, dentro de lo que puede caber de estas tendencias en el marxismo. Por eso es evidente que el mayor placer es el de existir dentro de la maravillosa organización universal de la materia y aguantar las molestias del ciudadano habitante de uno de los mundos más mal hechos que sea posible concebir, que es nuestra querida Tierra.

—Entonces, si se pudiera volver a nacer, ¿regresarí­a a la Tierra?

—Ni de chiste.

—¿A dónde irí­a?

—A todas partes menos a la Tierra.

—¿Usted no cree en Dios?

—Definitivamente no. Porque no se puede creer en una fuerza que está implí­cita y presente en toda manifestación de energí­a o materia. No se cree más que cuando no se entiende. Y el concepto de los dioses es una miserable disminución a escala de un mundo en donde todo ser animado necesita asesinar para vivir, un rebajamiento del maravilloso principio vital que todo lo anima, lo mismo lo deseable que lo indeseable que tal vez sea indeseable solamente porque nosotros no lo entendemos claro.

(He conservado el modo de hablar de Diego por ”alrevesado» que me parezca…)

—Pero maestro, ¿qué no le interesan las religiones?

—Yo respeto todas las religiones. Me interesan extraordinariamente en el mismo plano y por análogas razones con que respeto todas las enfermedades y me intereso extraordinariamente en su curación.

—¿Y cuál serí­a la curación para las enfermedades religiosas?

—La curación es la nueva sociedad socialista en su pleno desarrollo que implicará la muerte del Estado previa la difusión general del máximo conocimiento posible de la existencia universal cuando no haya represiones, autoridades, ignorancia, temor a la muerte, impotencia para evitar el dolor. Cuando se entiendan claro, las fuerzas del universo, no habrá ninguna razón para inventar dioses que nos den lo que no somos capaces de obtener por nuestras propias fuerzas…

—Pero maestro, nos falta siempre algo por obtener, y eso a lo cual aspiramos desde lo más profundo de nuestro ser eternamente incompleto, es Dios.

(En este momento, Capulina brinca sobre las rodillas de Diego. Es una perrita pelona, con un abrigo de cuadritos morados y las uí±as pintadas de rojo. Diego la apapacha, porque estuvo en la cama de Frida, en la noche en que ella murió. No sé por qué, pero toda esta casa de San íngel sabe a Frida Kahlo. Será porque Teresita, la infatigable secretaria de Diego, que en ese instante le trae su té y sus medicinas, la recuerda constantemente: ”Sabe usted, seí±orita, Fridita era tan valiente, tan generosa. Yo la oí­a hablar por teléfono: Fí­jate, yo me siento muy bien, pero dice el doctor que me va a tener que cortar la pata…)

Miro a Diego, que sorbe lentamente su té en un dedal con pretensiones de taza. Yo me habí­a imaginado a Diego bebiendo inmensos tarros de cerveza y cantando en ruso. Y resulta que es un blando y sumiso cordero que obedece el mandato de Teresita: ”Dieguito, tómate tus medicinas», y que pronuncia palabras en el francés más claro y cartesiano que pueda escucharse. Es un inmenso elefante de felpa, el papá de Dumbo, obediente y adormilado.

—¿Cuál es el hecho histórico que más admira?

(Al elefante, se le quita de pronto, la felpa).

—La Revolución de octubre que dio el poder al proletariado soviético y como consecuencia lo dará al proletariado mundial.

—¿Qué reforma social espera con ansia?

—La implantación del comunismo a escala mundial y en consecuencia, la de la muerte del Estado.

—Pero maestro, ¿qué es lo que el Partido Comunista hace por México?

—El Partido Comunista es el único que defiende los intereses del pueblo, es decir, de las mayorí­as productivas, manuales e intelectuales, contra sus explotadores del interior y del exterior. En todo aquello que representa algo favorable para el pueblo de México durante los últimos 35 aí±os, está presente y visible la acción del partido, lo cual quiere decir que lo que hace el Partido Comunista es ejercer el patriotismo o sea el amor a México, expresado en acciones favorables al paí­s. Ningún otro partido puede decir lo mismo, y un dí­a todo el pueblo de México pertenecerá al Partido Comunista. Entonces se habrá establecido en nuestra patria la solidaridad humana, y el mayor bienestar posible dentro de las condiciones reales del mundo, vendrá como consecuencia.

(Los judas complacidos asienten con la cabeza. Con sus ojos de cartón fijos y vigilantes miran al hombre sentado a sus pies. Un hombre muy ampón, con un gran vientre forrado de tweed y una camisa azul rey. Unos ojos saltones bordados de rosa y una mano pequeí±a. La mano de Diego es menuda, transparente casi, y a mí­ siempre me han impresionado los seí±ores cuyas manos y cuyos pies terminan en chiquito. ¡Como que están mal acabados! ¡Ya no alcanzó la piel y hubo que remachar rápidamente! Pero las manos de Diego son herramientas exactas, utilerí­a de gran precisión, creadoras inagotables, sensibles e inteligentes. La presencia de los judas es maligna y se deja caer sobre la entrevista. ¡No me dejan desvariar! Cada vez que levanto los ojos encuentro un brazo de cartón blanco o unos labios de papel pintado…)

—Elenita, ¿usted le toma el pelo a los entrevistados, o no?

—No tanto, no tanto, maestro… ¿Le hago la siguiente pregunta?

—Bueno.

—¿Por cuál personaje histórico siente la mayor admiración?

—No podrí­a elegir entre Lenin, Carlos Marx y Federico Engels.

—¿Por cuáles defectos siente usted una mayor indulgencia?

—Por los más grandes.

—¿Podrí­a darme una definición de su carácter?

—Desgraciadamente no soy adivino, ni sicoanalista, ni siquiera filósofo. En cuanto a mi carácter vaya usted a saber porque no me conozco… Creo que…

—¿Y no intenta conocerse?

—Sí­, pero no me interrumpa usted. Toda mi vida he tratado de conocerme, sin conseguirlo. La introspección ha sido en mí­ un completo fracaso.

—¿Y cree usted que hay alguien que lo conozca?

—Supongo que todas las mujeres que han tenido relaciones conmigo, aunque no sean sino amistosas o profesionales, por ejemplo, usted misma, Elenita Poniatowska.

—¿Usted cree en la virtud?

—Don Francisco de Quevedo dijo hace mucho tiempo: ”No existe la virtud estando a oscuras». Extiendo la realidad fí­sica a la realidad sicológica e imaginativa y con esto estoy completamente de acuerdo con Don Francisco de Quevedo.

—¿Cuál es el escritor que más le ha impresionado?

—Rabelais.

—¿Por qué?

—Esto no está en el cuestionario de Marcel Proust y no se lo voy a contestar porque serí­a interminable.

(El ogro rí­e amablemente mostrándome una hilera de dientes pequeí±os. ¿Serán de leche? Indudablemente Diego Rivera no quiere ser tomado por Gargantúa).

—¿Cuáles son sus héroes y sus heroí­nas en la vida real?

—Es muy larga la lista, pero puedo citar cuando menos a Madame Lovachewska, a Marie Curie y a Frida Kahlo. Y volviéndonos a la cabeza de la lista, la reina Nefertiti.

—¿Por qué a Nefertiti?

—Nefertiti inventó el sistema central para el funcionamiento planetario y el monoteí­smo que transmitió más tarde a Moisés haciendo posible el concepto moderno social. Admiro a Madame Lovachewska porque en su concepción del universo ovoidal descubrió que las paralelas no actúan como querí­a Euclides sino que siempre se juntan. Sin este cerebro femenino polonés no hubiera sido posible la ciencia moderna. Cada vez que los hombres encuentran un callejón sin salida en sus conclusiones cientí­ficas, la mujer derrumba el muro que lo cerraba para que el hombre siga adelante. Así­ lo hizo Nefertiti y después la Lovachewska. Nada de la actual ciencia hubiera sido posible dentro del concepto euclidiano, y cuando el hombre no pudo seguir adelante en el camino iniciado por la sabia polonesa, otro gran cerebro femenino dio la posibilidad. Los descubrimientos de Marí­a Curie hicieron posible todos los tremendos espacios donde se desarrolla actualmente el conocimiento de la materia, especialmente en lo relativo a lo más esencial de su estructura: el átomo. Yo no hubiera sabido —y creo que algún dí­a lo sabrán todas las gentes—, a lo que puede llegar el heroí­smo ante el dolor, la alegrí­a a pesar del tormento, la ternura sin lí­mite y el genio plástico en lo que tiene de más í­ntimo y directo, si no hubiera conocido a Frida Kahlo. Por eso es una de mis heroí­nas.

Para mi sorpresa, al finalizar la entrevista, Diego me acompaí±ó hasta el coche porque le dije que mi mamá me esperaba. La saludó con una cortesí­a manifiesta y le preguntó si podrí­a yo venir a posar porque necesitaba una carita eslava para encabezar el cuadro de una manifestación en Rusia. ¿O serí­a una procesión? ”Voy a ponerle, como las campesinas rusas, una mascada en la cabeza». Mamá, muy seria, casi no le respondió. Después al arrancar el automóvil me dijo:

—Ni de chiste, no te vaya a pintar como a tu tí­a Pita.

(Texto original: http://www.jornada.unam.mx/2007/12/02/index.php?section=opinion&article=a04a1cul)

Graciela Machuca

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