Chingando a toda pastilla

0

Mi padre nació en Barcelona, mi madre en Yucatán y yo en Ciudad de México. ”La lengua común que nos separa», dice un conocido refrán para referirse a los paí­ses que hablan espaí±ol. Crecí­ con tres nombres para las mismas cosas. En nuestra versión lingí¼í­stica de la Sagrada Familia, el padre, la madre y el nií±o usábamos tres palabraspara el color de mi mochila: marrón, atabacado o café.

Naturalmente, habí­a una jerarquí­a de los idiomas. Nuestro hábitat reproducí­a las aventuras del espaí±ol en el mapamundi: mi padre hablaba con la autoridad de quien tiene ”denominación de origen» y además es profesor; mi madre se las arreglaba para adaptar eso a las necesidades de la casa, y yo hablaba como podí­a. La Real Academia, las voces de provincia y el influjo de la calle se mezclaban en la mesa, con distintos grados de aceptación. Mi padre —que usaba la prestigiosa palabra ”peonza» en vez de la vernácula ”trompo»— ejercí­a los derechos de quien ocupa la cabecera y me censuraba por exclamar ”¡chin!». Esta expresión me parecí­a simpática, parecida al ”glug-glug» con que se ahogaban las caricaturas. Como buen filósofo, mi padre me reprendí­a con explicaciones: ”No uses ese apócope». Durante aí±os pensé que ”apócope» era una injuria. Tardé mucho en saber que ”chin» era una abreviatura del verbo más popular de México: ”chingar».

Disponer de modismos diferentes nos hací­a sentir originales. Mi abuela yucateca usaba palabras mayas, le decí­a tuch al ombligo y xixa las migajas. Nos entusiasmaba la posibilidad de ser incomprensibles. No éramos ricos, pero hablábamos raro. Por desgracia, los demás nos acababan entendiendo. No tení­amos el lenguaje cifrado de los espí­as, la dramática tara de Babel o la alucinada elocuencia de los chiflados. í‰ramos comprensibles; es decir, banales.

He encontrado esa pasión por el lenguaje privado en tertulias con amigos hispanohablantes donde cada quien trata de ser único y hermético. Buscamos demostrar que en nuestros paí­ses nada se dice del mismo modo, hasta que descubrimos que llevamos horas hablando sin problemas de la dificultad de entendernos.

La verdad, es casi imposible que los variados herederos de Cervantes practiquen el selectivo privilegio de no entenderse. Un millón de palabras diferentes nos conducen a malentendidos y transitorias fugas de significado, pero cuando creemos estar en una selva oscura, volvemos al ordenado jardí­n de la lengua compartida.

Un millón de palabras diferentes nos conducen a malentendidos, pero cuando creemos estar en una selva oscura, volvemos al ordenado jardí­n de la lengua compartida

Las diferencias existen, claro está. A veces jugamos a exagerarlas y otras a ignorarlas por completo. Me parece enriquecedor que en Espaí±a se use el vosotros, se distinga la pronunciación de la ”ce» y la ”zeta» de la ”ese», y que el lenguaje se renueve con expresiones contraculturales como ”a toda pastilla», prueba de que la velocidad es adictiva.

Escribir desde América Latina supone un trato peculiar con los vocablos. Existen lenguas anteriores (el guaraní­, el quechua, el náhuatl); en consecuencia, somos nativos en un lenguaje adquirido. La relación con las palabras es más frágil cuando ahí­ detrás hay otras palabras.

Expresiones espaí±olas tan frecuentes como ”que te lo digo yo» o ”las cosas como son» carecen de fortuna en América Latina, porque la realidad y el lenguaje no siempre se hablan de tú. Cuesta trabajo ser literal en culturas donde las palabras fueron instrumento de dominación. Aprenderlas llevó a una apropiación peculiar, donde alterar el idioma significaba resistir.

La colonia vio nacer un espaí±ol lleno de valores entendidos, alusiones indirectas, mezclas hí­bridas con las lenguas originarias. Inevitablemente, también aquí­ ”las cosas son», pero sobran maneras de decirlo y escribir adquiere cierta condición exploratoria. Esto fomenta la incertidumbre, pero también la creatividad y aun el disparate (recordemos el humor voluntario de Cantinflas para hablar sin sentido y el humor involuntario de los polí­ticos, que declaran para ocultar los hechos).

Una de las mayores conquistas de la Academia Mexicana de la Lengua fue que se aceptara el uso de la palabra ”espaí±olismo». También Castilla puede caer en excesos de regionalismo.

Espaí±a tiene inmensos traductores (baste mencionar a Javier Marí­as y su Tristram Shandy o José Marí­a Micó y su Orlando furioso), pero son tantos los libros que ahí­ se traducen que con frecuencia parten de la hipótesis, más atribuible al desdén que a sueí±os imperiales, de que los espaí±olismos son cosmopolitas. Fuera de la Pení­nsula, resulta absurdo que un teniente del imperio austrohúngaro creado por Arthur Schnitzler diga que un hombre fornido es un ”tí­o cachas» o que un rubicundo personaje de J. M. Coetzee tenga ”michelines».

Hay casos en verdad descomunales, como el de la novela de Don Winslow El poder del perro, ubicada en la frontera entre México y Estados Unidos, y donde los agentes de la migra y los sicarios hablan como personajes de una narcozarzuela, improbable Verbena de la Paloma con cocaí­na. En una obra tan dialogada como esa, que se adentra en los bajos fondos, los regionalismos son válidos. Lo extraí±o es que no se acuda a los de la zona, que no pertenecen a una tribu exigua, sino al paí­s con más hispanohablantes del planeta.

Como en la mesa de mi infancia, Espaí±a ha ocupado la cabecera del idioma, pero la suerte de los platillos se ha decidido en diversos sitios. Me parece sintomático que el escritor de habla hispana con mayor influencia en los últimos aí±os sea Roberto Bolaí±o. Sus detectives salvajes combinan localismos de todos los paí­ses. Con desenfado, uno de sus personajes mexicanos dice ”guardabarros» por ”salpicaderas» sin perder carta de identidad.

Muchos aí±os después de enterarme de que ”chin» es apócope de ”chingar» —es decir, ”joder»—, el espaí±ol continúa su promiscuo y fecundo intercambio de vocablos. Aunque es prestigioso suponer que no nos comprendemos y que cada uno de nosotros habla un lenguaje propio, tarde o temprano entendemos los caprichos de un idioma que se la pasa chingando a toda pastilla.

 

FUENTE: JUAN VILLORO/ EL PAíS

Graciela Machuca

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *