La verdadera historia de la ciudad de México

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Margo Glantz/Nexos

Mucho se ha escrito sobre la ciudad de México, pero poco se habí­a escrito, hasta donde alcanzan mis luces, un libro tan extenso, tan documentado, tan noticioso sobre el pasado glorioso, hélas! desaparecido, de nuestra ciudad. Siempre he admirado la acuciosidad y el rigor con que investiga Marí­a José Rodilla, su sentido del humor, su capacidad de despertar el interés del lector y su inteligencia para indagar en aquellos rincones de la realidad que por lo general se descuidan y se pasan por alto. Debo agregar que en general soy parca en elogios, pero esta vez me deshago en ellos y la felicito y los invito masivamente a leerAquestas son de México las seí±as. La capital de la Nueva Espaí±a según los cronistas, poetas y viajeros (siglos XVI al XVIII), México, Iberoamericana/UAM-I, 2014.  y a utilizar como libro de cabecera este bello ensayo.

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Marí­a José es extremeí±a, de la tierra donde nació Cortés, y es mexicana por elección y por amor, como ella misma dice en su nota introductoria:

En mis aí±os universitarios en la Vieja Espaí±a contemplé desde un balcón muchas veces las torres de los descendientes de la hija de Moctezuma, Tecuichpo, bautizada Isabel, y de su quinto marido —la felicitamos— el conquistador Juan Cano. La torre se yergue orgullosa como sí­mbolo de mestizaje junto al Arco de la Estrella, puerta de entrada principal a la ciudad monumental de Cáceres, a cuyo nombre, sentada en las escaleras que dividen el casco de la vieja Plaza Mayor, soí±é acaso con escribir sobre la otra ciudad que albergaba las majestuosas casas del admirado y temido rey Moctezuma. Durante varios aí±os viví­ en la calle Moctezuma en Coyoacán y cuando redactaba estas lí­neas quiso el azar que viviera en un piso de Madrid dentro de un remodelado palacio de 1679, que a principios del XIX perteneció al conde de Moctezuma, seí±or de la provincia de Tula en la Nueva Espaí±a, un grande de Espaí±a y letrado, que fue patrono del colegio mayor de San Ildefonso, Alcalá de Henares […]

El azar juntaba las piezas para que esa investigación —exhaustiva agregarí­a yo— se fuera creando y yo sentí­a que tantas casualidades no eran más que buenos augurios para comenzarla.

Ensayo en verdad iniciado con buenos augurios y mejor terminación. Pero basta de elogios y entremos en materia.

Los cronistas de Indias, ampliamente consultados aquí­, son una fuente fundamental e ineludible para ir separando capa a capa lo que Marí­a José llama palimpsesto textual y efectivo en la realidad de entonces, ese lento o acelerado proceso que fue encubriendo a la antigua ciudad indí­gena, ciudad lacustre, de la cual sabemos sólo lo que a través de los ojos y la pluma de los conquistadores y también de los misioneros cronistas y los cronistas indí­genas nos fue dado conocer a través de su pluma.

Ya decí­a Oscar Wilde que siempre matamos lo que amamos y, evidentemente, Cortés amaba la ciudad que destruyó y reconstruyó en la escritura de una de sus Cartas de Relación,  pues como he afirmado en otra parte:

Significativamente, cuando, por fin, después de múltiples peripecias y posposiciones angustiosas, la ciudad de Tenochtitlán aparece ante los ojos maravillados de los espaí±oles, Cortés la describe jerarquizando sus preferencias, y aunque asegure que ”la pasión es la cosa que más aborrezco», se contradice acudiendo a la hipérbole como verbalización incompleta de su entusiasmo. Al contemplar por primera vez la gran urbe, dice: ”Porque para dar cuenta, muy poderoso seí±or, a vuestra real excelencia, de la grandeza, extraí±as y maravillosas cosas de esta gran ciudad de Temixtitán […] serí­a menester mucho tiempo, y ser muchos relatores y muy expertos; no podré yo decir de cien partes una, de las que de ellas se podrí­an decir, mas como pudiere diré algunas cosas de las que vi que, aunque mal dichas, bien sé que serán de tanta admiración que no se podrán creer, porque los que acá con nuestros propios ojos las vemos, no las podemos con el entendimiento comprender».

La incapacidad de verbalizar la maravilla termina en el silencio. Lo que las palabras pueden describir es lo concreto, aquello que ”el entendimiento sí­ puede comprender»; comienza con la topografí­a y seí±ala las ”ásperas sierras» que rodean al llano donde están las dos lagunas, la de agua salada y la de agua dulce; habla el polí­tico, el militar; descubre los múltiples peligros a los que los espaí±oles estarí­an expuestos si no tomaran medidas estratégicas, primero para prevenir sorpresas en una ciudad cuya estructura acuática las propicia en gran medida por los numerosos puentes que cruzan sus calles de tierra y de agua, permitiendo el ”trato», es decir, un organizado y admirable comercio, pero también las emboscadas. Cabe aquí­ hacer una digresión: en el plano llamado de Cortés, enviado por éste a Carlos V, descrito por Pedro Mártir de Anglerí­a y publicado en Nuremberg en 1524 junto con la Segunda y Tercera Cartas de Relación, la ciudad parece inexpugnable; tanto, que Durero la toma como modelo arquitectónico —de la ciudad ideal, punto de partida de los arquitectos visionarios del Renacimiento. De nuevo realidad y ”desfiguro» se juntan permitiendo un muy débil margen de diferenciación.

Destruida la ciudad indí­gena y reconstruida en la escritura, Cortés procede a trazar la nueva; utiliza otra vez la figura del palimpsesto para lograrlo, verificación textual de Rodilla que creo necesario subrayar para entender el importante cambio que no sólo la ciudad emblemática sufrió, sino también el resto del territorio dominado por los aztecas y luego por los espaí±oles.

De la Ciudad-Palimpsesto pasamos a la Ciudad de los Palacios, en sí­ misma creada también en forma de palimpsesto, pues sobre la ciudad indí­gena se fueron amontonando literalmente ciudades sobre ciudades, como era de costumbre entonces; por una doble razón, piensa Marí­a José: la primera está relacionada con la práctica de la guerra, consiste en destruir y transformar el sitio, darle un nuevo aspecto a imagen y semejanza de las ciudades de los conquistadores, y la segunda razón serí­a evangélica para ”la destrucción del mal, de los í­dolos y templos cuajados de sangre reseca y para encalar los muros y sobreponer la imágenes católicas».

Los espacios reconquistados se rehacen de acuerdo con cuestiones de linaje, un linaje que se asienta en el de los antiguos espaí±oles y en los nuevos que han engendrado las hazaí±as de guerra, ”A cada uno de los que fueron conquistadores en nombre de su Real Alteza yo les di un solar», escribe Cortés a Carlos V en su Cuarta Carta de Relación. Y de allí­ para el verdadero real: comienza el fasto, el despilfarro, los privilegios, las desigualdades, la separación de razas, la discriminación, el inicio de las castas, pero también la belleza. Los palacios, las universidades, las plazas, los templos, los jardines, los trajes, van apareciendo ante nuestros ojos tan maravillados como los de Cortés, y los diversos cronistas y los poetas y los viajeros comienzan a desfilar y a hacernos leer sus textos, compilados sabiamente aquí­, también en forma de palimpsesto: Zorita, Las Casas, el conquistador anónimo, Torquemada, Motoliní­a, Durán, Valbuena, Cervantes de Salazar, sor Juana, Siguí«nza, Ribera, Sandoval y Zapata, Antonio de Robles, Gage, Gemelli Careri, Vázquez de Espinosa, Viera, Guijo, decretos, ordenanzas, y un amplí­simo conjunto de documentos de archivos diversos, etcétera, etcétera.

Templos y edificios van enjoyándose, se pliegan a los distintos estilos que sucesivamente se crean a lo largo de los siglos en esta ciudad colonial, pues es sólo la época colonial la revisada en este ensayo; los restos del mudéjar y del gótico, el plateresco, el herreriano, el salomónico, el churrigueresco, el neoclásico hacen de la ciudad colonial una ciudad nobilí­sima, regia e imperial. Es más, siendo todaví­a una ciudad acuática, a pesar de que se ha efectuado una lenta labor de desecación, como bien lo plantearí­a después don Alfonso Reyes en su Visión de Anáhuac, la ciudad es vista como puerto de Oriente y Occidente, a ella llegan todas las noticias y mercaderí­as que entran por los puertos marinos de Veracruz y Acapulco:

¡Qué diversidad de lozas y labores de la China y Japón, dice el padre Viera, citado aquí­. ¡Qué de cristales. Así­ de Venecia, como de Roca! ¡Qué de curiosidades de marfil, de pala y metal! ¡Qué de reloxes! ¡Qué de ternos y pedrerí­as! ¡Qué de láminas guarnecidas de plata! ¡Qué de juguetes de cristal, de China! ¡Qué miniaturas! ¡Qué de caxas de tabaco!

En una ciudad suceden muchas cosas, cada una de ellas analizada minuciosamente por Marí­a José Rodilla: los mercados y las calles de mercaderes, la alimentación de la gente, los precios de las subsistencias y su distribución, las regulaciones que les concerní­an, las plazas y sobre todo la Mayor, los múltiples cambios que ha sufrido, los mercados y los edificios allí­ emplazados, su arreglo, la gente que las frecuentaban, los carros, los caballos, las mulas, indios y criollos, su orden concierto o desconcierto, su relación con la escritura, objeto de uno de los más bellos capí­tulos del libro, el último.

Pero no todo es belleza y esplendor, también hay lodo y oscuridad. Algunas descripciones me recuerdan la ciudad actual y los malos manejos de los chapulines que, por ejemplo, tienen a Coyoacán convertido en Hoyoacán, hundido en la oscuridad o en luminosidad perpetua porque nunca se apagan las luces con el consiguiente despilfarro de energí­a. Sí­, la oscuridad y el lodo hacen de la ciudad ”un mexicano pantanoso cieno», cuando las lluvias torrentosas o sobre todo las inundaciones que solí­an asolar a la ciudad se convierten en verdaderas amenazas para su misma existencia:

El agua, tema candente y actual como pocos, proporcionaba mucho material a los cronistas para bien o para mal; encontramos en las crónicas magní­ficas descripciones de manantiales y rí­os que descienden por laderas, la forma de llenado de las lagunas, los rí­os que como venas las nutren, el agua dulce que nace en Santa Fe y es conducida desde Chapultepec por arcos hasta el Salto del Agua —ahora sólo un nombre a secas— al lado de terribles relatos de sequí­as e inundaciones, semejantes al Diluvio, atribuidos por muchos a castigos de Dios.

El agua a borbotones o su escasez han producido una literatura y una ingenierí­a de las que están llenas las paginas de nuestra historia.

El agua remite de inmediato a otra noción, la de la higiene y salubridad. Es evidente, como afirma Marí­a José, que una ciudad con agua propicia el comercio, pero al mismo tiempo las enfermedades y las infecciones que hay que combatir. ¿Cuáles fueron las medidas propuestas y ejecutadas para regular el flujo de las aguas y sus consecuencias? Obviamente, múltiples construcciones, algunas asombrosas, fuentes para el consumo público, así­ como ordenanzas sin fin para regularlas, enfermedad burocrática que seguimos padeciendo. Pero ¿cómo vive la gente en una ciudad?

Las prácticas sociales festivas en los virreinatos son una continuación e imitación de las de la Pení­nsula. El poder se manifiesta en todo el ámbito hispánico a través del espectáculo y de la representación pública y se expresa en acontecimientos de una manera teatral ordenada y controlada, ya sean conmemoraciones civiles o religiosas. El poder se genera en la misma representación, en la que priva lo ilusorio, lo reconstruido, lo simulado, lo imaginario. De componente polí­tico, en la sesga se manifiesta tanto el prestigio como la lucha por el espacio y el poder.

Las fiestas públicas son múltiples, proliferan. Pueden ser alegres o dolorosas, dependiendo de su motivo, siempre hay ocasiones para regocijarse en ceremonias públicas y para acatar la rigurosa jerarquí­a en que se desarrollan los acontecimientos, la clasificación racial y social, las vestimentas, las estrictas pertenencias a los diversos estratos, las representaciones, los desfiles, la música, los espectáculos. Solí­an organizarse festejos solemnes en ocasión de la llegada de un alto funcionario, un virrey, un arzobispo, la muerte de un rey o la entronización de otro, una canonización, las monjas coronadas y los actos luctuosos de personajes destacados de la Metrópoli o de la Nueva Espaí±a, acontecimientos que propiciaban espectáculos fastuosos en los que participaban todas las clases sociales en cuidadosa reglamentación y lugar. Es notable la construcción de arquitecturas efí­meras para realzar las ceremonias, acompaí±adas como siempre en el barroco de composiciones verbales, por ejemplo, cuando llegaron a la capital los Marqueses de la Laguna, con los consiguientes arcos triunfales efí­meros, levantados en la Plaza de la Catedral y en la de Santo Domingo, respectivamente, y los poemas que para ello fueron escritos por sor Juana Inés de la Cruz y don Carlos de Sigí¼enza y Góngora. Asimismo eran ocasión de festejos los casamientos de los reyes y de duelos sus muertes o la de los prí­ncipes herederos. Los túmulos consagratorios fueron habituales desde las primeras épocas del virreinato y han sido estudiados de manera exhaustiva por Marí­a Dolores Bravo, gran conocedora de la vida colonial, tanto civil como religiosa.

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Leer la descripción de estos acontecimientos me recuerda a Bajtin y el mundo carnavalesco, el mundo al revés. Entre muchos de los sucesos que me llamaron la atención está el siguiente.

Otra mascarada famosa que sirve de colofón a la canonización  de San Juan de Dios sale en noviembre de 1700 y en ella los hombres se disfrazan de mujeres con abanicos y ruecas, y las mujeres de hombres con pistolas y espadas. Los nií±os, vestidos de romanos, llevaban en su carro nichos con los patriarcas y San Juan de Dios, a quien otro nií±o iba recitándole una loa. Siguieron las fiestas para la canonización con comedias como El prí­ncipe constante de Calderón, que representaron los vecinos de Tacuba. No puede ser… de Moreto en el Coliseo, hubo toros en la plaza de San Diego, adornada con tablados para la ocasión, que ocuparon el virrey y la audiencia, el arzobispo y el cabildo eclesiástico y la ciudad. Al final se repartieron dulces para los toreadores.

Son ocasión también de ceremonias públicas los autos de fe contempla- dos por un numeroso público. No sé por qué —o sí­ sé por qué— me parece que estamos volviendo a revivir esas costumbres: ¿no se queman vivos a los rehenes, o se cortan las manos a los ladrones en algunos sitios del mundo? Y mejor no menciono los suplicios y decapitaciones que suceden a cada momento en nuestro territorio.

Es singular la reglamentación tan estricta y, sin embargo, en cierto modo caprichosa de cualquier actividad de la vida cotidiana en la Colonia. Dependí­an de cada administración las ordenanzas severas que se confeccionaban desde la metrópoli para regular los actos más simples de la vida privada, pero sobre todo de la pública, la prohibición del uso de carrozas o su profusión, la exigencia de andar a caballo para las clases superiores, la prohibición de que los indios los usaran, la conveniencia o no de utilizar a las mulas como animales de carga, los colores obligatorios que cada grupo social o cofradí­a debí­a usar en ocasiones especí­ficas, así­ como el uso o prohibición  de usar ciertas telas o la manera de consumir las bebidas, iba variando a menudo, pero cuando se reglamentaba algo el castigo por infringir las reglas era —por lo menos a mi modo de ver actual— desproporcionado.

Pienso que se trataba de una obligatoriedad arbitraria, variable según los caprichos de los gobernantes o quizá según las necesidades —o lo que se creí­an que eran necesidades perentorias— del momento en que se redactaban los decretos. Las penas por cualquier infracción eran terribles: destierros, confiscación de bienes, servicio en galeras.

Ya se ha visto en varios de los ejemplos que he mencionado que la ciudad se sacraliza. Este tema forma parte de otra sección del libro:

El espacio sacralizado en cualquier ciudad del occidente cristiano sobresale en el trazado fí­sico urbano por la verticalidad de sus cúpulas, torres y campanarios, de los que algunos ostentan un reloj, vértice de miradas de la población. La edificación de catedrales, iglesias, hospitales y hospicios prestigia no sólo a la ciudad sino a otros habitantes que se precian de seguir las enseí±anzas de la fe y que son capaces de gastar sus bienes en adornar y erigir los lugares de culto.

Iglesias y conventos son los principales edificios que se construí­an en la ciudad sacralizada, obviamente. Marí­a José les pasa revista minuciosa.

Me es imposible en tan breve espacio visitar todos los temas o internarme en los vericuetos que nuestra ciudad le hizo ver a la autora de este libro, pero no quiero terminar este exiguo y rápido texto sin mencionar dos casos que me han impactado especialmente. El fausto y elegancia de los hermanos ívila y su castigo: su decapitación y el espectáculo de sus cabezas exhibidas en la plaza pública y la destrucción del edificio donde habitaban, sembrado de sal para evitar que allí­ nada creciera y que ha sido objeto de relatos extraordinarios. Y finalmente, los relatos que hicieron de la muerte del arzobispo-virrey fray Garcí­a Guerra dos sevillanos, quienes vivieron algún tiempo en la Nueva Espaí±a, los dos Mateos, Rosas de Oquendo y sobre todo Mateo Alemán. El primero —Rosas— atribuyó su muerte a un envenenamiento de las aguas, obra de los negros aguadores, después de las inundaciones de 1612, aí±o de tumultos, motines, eclipses, temblores; el segundo —Alemán— hace un relato escalofriante de la manera en que el cuerpo del prelado fue objeto de una autopsia y tomando como ejemplo los extremos barrocos —el oxí­moron clásico— hace gala de descripciones aberrantes.

Quisiera terminar aí±adiéndole a los relatos sobre la muerte de este virrey el que nos dejó sor Inés de la Cruz, la fundadora del primer convento de carmelitas descalzas de esta capital, de la cual nuestra sor Juana tomó en parte y probablemente su nombre y cuya autohagiografí­a —la de la primera monja mencionada— nos ha llegado gracias al Parayso occidental, libro que escribiera don Carlos de Sigí¼enza y Góngora y fuera publicado en 1685 para narrar la historia del convento concepcionista de Jesús Marí­a, que cuando yo era nií±a se habí­a convertido en un cine, el ”Mundial»:

Durante los terremotos de 1611 que conmocionaron a México gobernaba la Nueva Espaí±a este arzobispo-virrey don fray Garcí­a Guerra. Convencida Inés de la Cruz de que esos trastornos terrestres eran el castigo que Dios le imponí­a a la ciudad porque el virrey organizaba corridas de toros en viernes santo y en el palacio virreinal, decide pedirle a Ana de San Miguel, entonces la madre superiora del convento, que enviase una carta al virrey advirtiéndole que ”él era ocasión de esos temblores». La superiora rehúsa, Inés escribe la carta y la enví­a por medio del vicario del convento. Para arrepentirse de inmediato de su acto:

cayó sobre mi tan gran desconsuelo y congoja que no me conocí­a y pasé la más terrible noche que pueda ser […] Por la maí±ana di gracias a Dios que habí­a amanecido con vida y el solo alivio que aquella noche tuve fue pensar que me llevarí­a Dios antes de amanecer; vino la luz de Dios y desaparecieron las tinieblas, supe no se levantó más el arzobispo y quedé advertida en conocer las astucias de nuestro enemigo.

La mano de Dios ha castigado al virrey, gracias a la intervención de otra mano, la de una simple religiosa.

 

Margo Glantz
Narradora y ensayista. Es profesora de la Facultad de Filosofí­a y Letras de la UNAM. Entre sus libros: Coronada de moscas, Yo también me acuerdo y Las genealogí­as.

Graciela Machuca

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