Cuando era estudiante aprovechaba todas la vacaciones para ir al mar. Algunas veces lo hací­a sola en autobús y otras acompaí±ada de mis amigas. El DF era una ciudad opresiva no sólo por la contaminación, sino por el estrés y la agresividad de la gente, tan distinta de lo que uno encontraba en el campo. Las playas más solitarias de Guerrero, Oaxaca y Michoacán eran un edén accesible para todo el que no tuviera ni dinero ni más pretensión que la tranquilidad. Colocábamos nuestra tienda sobre la arena, sin ninguna clase de temor o desconfianza. No fueron pocas las veces en que nadamos desnudas y tampoco las que dormimos a la intemperie. Los pescadores pasaban por ahí­ o nosotras í­bamos a comer en sus enramadas. Sabí­amos por ellos que en los alrededores se sembraba amapola, pero aquello no suponí­a una amenaza: en ese entonces no eran comunes los secuestros ni los asesinatos. No sospechábamos lo que tení­amos y mucho menos que í­bamos a perderlo en poco tiempo.

Para las generaciones posteriores a la mí­a los nombres de Michoacán o Guerrero ya sólo remiten al terror, a la tortura y a la muerte. Hace tiempo que Acapulco dejó de ser el paraí­so, que en la década de los cincuenta atraí­a al mundo cinematográfico para transformarse en un puerto controlado por carteles que un dí­a violan turistas y otro dejan decapitados sobre una pista de baile.

México se ha convertido en algo que no era: un inmenso crematorio, un extenso cementerio en el que resulta muy peligroso desplazarse. Es probable que las playas en las que solí­amos vacacionar conserven aún su hermosura, pero ya no merecen el calificativo de ví­rgenes sino el de secuestradas por una banda de proxenetas.

Hace veinte aí±os éramos estudiantes sin dinero. Acampábamos por falta de recursos, y sin embargo lo tení­amos todo. ¿Qué tenemos ahora? Vivir sin miedo es un privilegio del que nadie, ni siquiera los mexicanos más ricos y los más poderosos, gozan hoy. No sé qué piensen El Chapo, Calderón o Peí±a Nieto, pero para mí­ no hay bonanza que pueda compararse a la posibilidad de dormir tranquilamente bajo las estrellas. Sé muy bien que la memoria tiende a engaí±arnos y a imaginar que todo tiempo pasado fue mejor, sin embargo no estoy hablando de nostalgia sino de un presente que parece más ficticio y más inverosí­mil que cualquier recuerdo.

FUENTE: EL PAíS

Graciela Machuca

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